viernes, 26 de septiembre de 2008

Caracas, un día




Adentro, posiblemente, el sonido de un detonador, luego y también posiblemente, un sonido explosivo de muerte. Tal vez un solo cuerpo muerto, tal vez, no lo sabemos, Adriano González León nos permite esa intromisión como lectores; imaginarnos cómo se le revienta la vida a Andrés Barazarte “mal nieto, mal biznieto, cobarde, botarate e irresponsable según aparece en todas sus actuaciones respectivas”. Adentro, el sonido de la detonación y de la muerte, tal vez el minúsculo y apagado sonido de las últimas palabras. Afuera, los sonidos estridentes de la calle, la ropa en los tendederos de los edificios asomadas en los ventanales como cuerpos secándose sin vida. Los bocinazos, los anuncios de las Academias Hispanoamericanas, las muchachas paseando por las aceras, deteniéndose en las vidrieras de vestidos y pantaletas con descuentos. Afuera, Caracas, los muchos pisos del Parque Central, Sabana Grande extendida en un boulevard, la presencia fálica de El Silencio, una plaza llamada Venezuela. Caracas, laberinto de voces y direcciones desencontradas. Ciudad del crimen y de los fluxes muertos junto al hombre colombiano “El sastre no había podido correr. Estaba arriba, en la esquina, con la cabeza sangrante sobre la acera y los dos fluxes tirados a un lado, como dos muertos más” (González León, 1980, 40). Ciudad desconfiada, hedionda a meaos, a gasolina, a bomba lacrimógena. Una ciudad de cauces y aguas sucias, con tendederos de alambre para la ropa asomados en los ventanales de edificios descascarados. Caracas arrumada entre edificios modernos y ranchos con techos de zinc, pensiones administradas por gallegas malhumoradas, escondrijos con olores a caldo y a mediodía. Caracas con los cuerpos muertos de Delia y Andrés.
Carolina Lozada
Notas sobre País portátil (1980). Barcelona: Seix Barral

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