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domingo, 3 de octubre de 2010

Soliloquio en el laberinto


Estos días he mantenido una diatriba personal y nada escandalosa contra un minotauro transgénico y resucitado de viejos tiempos. Mi diatriba, que en principio pensé altamente original, es en realidad un soliloquio comunitario de gran escala. La vanidad de mi ingenio se vio herida y hasta un poco avergonzada cuando notó que en todos los rincones del suelo compartido, el soliloquio contra el minotauro es algo natural. Sin echarme a morir por mi poca originalidad, asumo que en esta pelea soy apenas una voz sin cuerpo que enfrenta un minotauro superpoderoso, que avanza dispuesto a aplastarme no sólo a mí, sino a miles, millones de voces sin nombres. Nuestras únicas vías de escape son los escondrijos, las rendijas, el haz de luz por donde nos llega su aliento caliente y ulcerado. Su aliento amenaza con fundirnos anímica y físicamente, pero a pesar de todo nos mantenemos pacientes, esperando que el monstruo siga caminando con sus pasos atropellados, tropezándose, golpeándose la cabeza con tozudez, con vehemencia. Una vez, otra vez, una vez, otra vez. Para no desfallecer inventamos juegos creativos para socavar el talón de Aquiles del minotauro: su débil inteligencia. Sí, el minotauro es un ser fuerte y despiadado, pero poco inteligente; suele pasar, hasta en las mejores familias de los monstruos universales más famosos.

Aprovechando nuestra ausencia corporal lanzamos juegos de palabras, preguntas, acertijos, episodios históricos que cuentan fracasos épicos de antaño, trabalenguas con moralejas, refranes, chistes y fábulas nunca superadas. Ante el ataque verbal de la comunidad invisible, el minotauro se atraganta. Las preguntas y demás juegos se les quedan atascados en el cerebro, sin lograr resolver ni las más elementales formulaciones lingüísticas. El minotauro herido emite los más vomitivos bramidos, que caen como lluvia ácida sobre nuestras voces repartidas por todo el laberinto. Atropellados, sólo contamos con nuestra inteligencia y sentido común para enfrentar las feroces embestidas del monstruo.

En este rincón, donde me refugio, también huyo de las voces que reiteradamente invocan al minotauro por su nombre. Prefiero no hacer de él más que una referencia abstracta, para no seguirlo alimentando. Para auxiliarme en tan forzosa técnica apelo a mi sentido auditivo para que se enfoque en las voces que se alejan de la caca y las pisadas del omnipresente sujeto. En esa búsqueda casi desesperada y vital, entre un mar de voces monótonas que repiten la fórmula “Había una vez un minotauro maníaco-depresivo”, mis oídos lograron captar una voz aislada, atemporal y ciertamente extranjera: la de Nuni Sarmiento y sus excéntricos cuentos. Así que mientras el minotauro brama y la lluvia ácida cae a cántaros desvergonzados sobre las aceras de este laberinto compartido, yo cierro los ojos para escuchar una historia hecha “Revés”:

Hace años decidí retirarme del detestable mundo y encerrarme en mi casa. Traje conmigo a un sirviente para que se encargara de mis asuntos y de las inevitables relaciones con el mundo exterior. Es un joven bueno que se conforma con servirme en silencio, y aunque a veces su presencia me resulta un poco molesta, yo sé que hace lo posible por evitarme disgustos. Por la mañana, cuando abro los ojos, veo una taza de café humeante a mi lado, pero no hay rastros de su persona. Nada me alegra más que esta ausencia. Siento entonces tanto agradecimiento hacia él que hasta he llegado a pensar que merece ser amado, aunque yo estoy muy vieja para esas cosas y él no es más que un muchacho. Pero otras veces, mientras desempolva los libros de la biblioteca, no puede evitar que se le escape un estornudo. De inmediato se me sube la sangre a la cabeza, pierdo el control de mis nervios y paso días y días en cama, incapaz de moverme. El me alimenta con puré de verduras y caldo de aves. Su expresión suave y lejana me transmite una devoción impecable. Sus ojos siguen el trayecto de la cuchara, se posan en mis labios, regresan al plato. Es un individuo sensible. Sabe perfectamente que si se atreviera a mirarme a los ojos, yo sufriría una terrible recaída.

Por suerte, hace mucho que no comete un error. Mi estado anímico es excelente, mi condición física inmejorable. Ni el más discreto ruido perturba mis oídos, ni la menor huella visible se presenta ante mis ojos, y si no fuera por la pulcritud de los muebles, el piso reluciente, la cama que se hace como por arte de magia en cuanto le doy la espalda, las comidas delicadas y sabrosas en el momento oportuno, un vaso de vino, una taza de té, un libro abierto en la página exacta, yo estaría segura de que mi sirviente no existe.

Han pasado meses, tal vez años, no sé, pero su bondad entrañable ha persistido haciendo de mi vida un paraíso. Día y noche alabo su tacto y su prudencia. Los libros están limpios, nada turba la paz de mi espíritu. A veces me pregunto cómo es posible tanta pulcritud, tanto esmero. Lo que más me asombra es que adivine constantemente mis deseos, algunos de los cuáles yo misma desconozco. Es él quien me los sugiere con sutil acierto, poniendo a mi alcance lo necesario para satisfacerlos. Como se ve, es una persona inteligente. Sabe que me gusta soñar y que de vez en cuando mis sueños caen en el hastío. Pero a través de un libro o un objeto, él hace revivir en mí el placer de una fantasía ya exhausta, y me insinúa nuevas tramas, giros ocultos, que sólo una mente excepcional podría urdir, y que me permiten entregarme a un nuevo goce. Tengo que reconocer que mi sirviente es un genio.

Los días han seguido pasando sin un cambio aparente, aunque ya mi felicidad no es tan perfecta. Sé que es absurdo, pero desde hace algún tiempo no hago más que esperar el momento en que mi sirviente cometa algún error, aunque sea pequeño. No lo comete, por supuesto. He llegado a permanecer despierta toda la noche para sorprenderlo en el momento en que coloca la taza de café humeante sobre la mesita, pero en el instante justo el sueño me traiciona. Abro los ojos y se ha desvanecido. También pasé días buscándolo. Caminé por la casa, abrí y cerré las puertas, me escondí toda la tarde en la cocina esperando a que acudiera a preparar la cena, todo en vano. Sin embargo, cuando sentí hambre, me encaminé al comedor y encontré la cena servida. Es obvio que mi sirviente no es normal. Me fui esa noche a la cama de mal humor, soñé cosas raras.

Pasé después el día de un lado a otro, con desazón creciente, ya sin intención de sorprenderlo. Quise llamarlo, pero me repugnó la idea. Me fui al vestíbulo (un lugar que no veía desde que me retiré del mundo) con la esperanza de encontrar allí algún desperfecto, pero todo estaba tan impecable como el resto. Vi una rosa amarilla recién cortada y me incliné hacia ella; tal vez su aroma me calmaría un poco los nervios. En eso estaba, aspirando su delicada fragancia, cuando oí el estornudo. No era un estornudo como los de antes (aquellos eran vulgares y violentos), sino un estornudo afectado, bastante falso, pero estallé en júbilo, di un saltito (el primer saltito que daba en mucho tiempo) y me abracé a una silla.

Poco a poco, en los errores que mi sirviente me ofrecía con generosidad creciente, fui descubriendo nuevas alegrías. Es verdad que me pasaba los días aguzando el oído, en perpetuo estado de alerta. Pero una mañana alcancé a ver un talón que desaparecía por la puerta y luego comprobé, muy satisfecha, que parte del café se había volcado en el platillo. Para un sirviente como él era un error considerable. Claro que en realidad no eran errores sino aciertos, ya que los cometía para complacerme. Pero igual, cada vez que encontraba la comida muy salada o me llegaba el estrépito de una taza al romperse en la cocina, el corazón me latía de contento. Me volví adicta a las imperfecciones.

Así, al cabo de algún tiempo, mi casa se convirtió en un caos muy divertido. Incluso conseguí que mi sirviente dejara que lo viera y me permitiera participar en las tareas destructivas. La pasábamos muy bien, el día entero jugando a que todo saliera al revés de como a la señora le gustaba. El hacía de señora, yo de sirviente, porque el papel de señora, la verdad, ya me tenía bastante harto. Se me ocurrían las cosas más horribles, como llevarle el café a las seis de la mañana, cuando la señora se había acostado a las cuatro, un café recalentado y con mucha azúcar, tal como la señora detestaba.

Para mi disgusto, una mañana la señora se tomó el café con gran deleite. Al día siguiente se lo llevé muy tarde, recién hecho y con una pizca de azúcar. Fui yo el que me deleité entonces ante las muecas de asco de mi señora, que amenazó con despedirme. Me reí a carcajada limpia, y la señora, en lugar de molestarse, se rió conmigo. Por eso, en adelante, y ateniéndome a las reglas del juego, me mantuve serio, haciendo todo como más desagradaba a la señora y pasándola estupendamente. Ya no dejé caer los platos, pues a la señora le encantaba el estruendo, ni serví las comidas a destiempo, porque disfrutaba mucho del desorden. Hasta aprendí a contener los estornudos. Y aunque la señora se moría de las ganas de prescindir de mis servicios, no pudo hacerlo, pues jamás logró encontrarme. Me convertí en el sirviente más escurridizo, furtivo e inasible... un fantasma dedicado con esmero a sabotear los deseos de mi ama.

Una mañana mi señora dejó intacta la taza de café, el pescado a la plancha del almuerzo, las sencillas papas al vapor con aceite de oliva y perejil picado de la cena. Lo mismo al día siguiente. Después de muchas dudas, decidí entrar en su alcoba, corriendo el riesgo horrible de darle una alegría. Mis temores —no los de darle una alegría— eran ciertos. Con su camisón impecablemente blanco que tanto odiaba, pues le gustaban sucios, viejos y usar el mismo siempre, la anciana yacía completamente muerta en su cama. Se me encogió el corazón al verla así y lloré desconsolado, porque en el fondo la quería y qué sería de mí ahora sin ella. ¿Acaso me había excedido en la imperfección de mis servicios? No, porque de haberla complacido, la señora hubiera muerto mucho antes. Al día siguiente el llanto persistía, pero igual junté mis cosas para irme, ya mi presencia no estorbaba.

Andando sin rumbo por la calle, con mi maleta vieja, se me borró de pronto el llanto. Me sentí alegre, volátil, inmensamente libre, feliz de haber escapado de esa historia, de ser yo nuevamente.

Tomado del libro Revés. Mérida: Siembraviva, 2003

Ilustración: Nuni Sarmiento.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Gato que mira a albañil muerto mientras su dueña descose el espacio


Yo miraba los listones de madera que serían usados para la fabricación de la biblioteca y de pronto me convencí de que ese mueble nunca existiría, que la madera se convertiría en hogar de polillas, en mamotreto que estorba el paso, en una masa con la forma conjugada “estarse quieto”. Abajo, en la calle, vi al albañil pisado por un auto, aplastado una vez, dos, más veces. Los sesos salidos por los orificios. Su gorra amarilla y con malla trasera tirada a un lado. Arriba, un remolino de zamuros, zopilotes, pájaros negros anunciando el cielo. Un pajarito pequeño, en la calle, sobre los desperdicios, escarbando entre los restos.

Sin la hechura de la biblioteca empecé a comprender el vacío del espacio en que habito. Entendí que el sofá del gato será sólo eso: un mueble sin cuerpo. No tendré un gato —me dije—. En este vacío mi gato se quedará en la suspensión del hecho no nacer. Será un gato seco, plano, pura ficción. Sin alma, ni siquiera un maullido.

El hambre del vacío empezó a subir por mis pies, como una especie de hormigueo irritante que empezaba a devorarme. Sentí cómo se hacía de talones y pantorrillas. Sentí la acción antropófaga mordiendo mis nalgas, caderas, huesos, plaquetas, tumores, ombligo, monedas en los bolsillos. El espacio se hizo punto negro y éste se lo tragó todo: a las tripas del albañil, al gato no nacido, a los listones apolillados, al ojal sin botón de mi blusa vieja, a los coágulos de sangre, a mis pies sin suelo, a estas manos que escriben y se quedan sin uñas, sin teclas. Vacío. Punto negro. Silencio.

Ilustración: Edward Gorey

miércoles, 15 de julio de 2009

Una vaca en mi ventana

Cuando miro por la ventana de mi apartamento y veo esa vaca solitaria que, mañana tras mañana, mastica el escaso pasto que tiene a su alcance dentro de un terreno adyacente a una casa vieja y de tejas rojas, entiendo que vivo en una ciudad en tránsito entre un pasado campesino muy próximo y un presente que intenta ser urbano. Esta última reflexión me da en la cara después de haberme fijado en la vaca y toparme en el ascensor a un joven estudiante universitario, pálido, vestido de negro y con aspecto vampiresco. El joven baja conmigo hasta el sótano y escucha, en un aparato portátil, esa música que le deprime hasta la sangre. La vaca y el emo me hacen pensar en ese ambiguo lugar desde donde escribo y en su incidencia en mi escritura.

Vivo y escribo en Mérida, ciudad en donde el tiempo transcurre más lento y a veces tiene asomos de postales de inviernos extranjeros. Creo que el hecho de escribir en este lugar interviene en mi proceso creativo a pesar de que mis cuentos no necesariamente ocupen sus rincones. Digo que interviene la dinámica de la ciudad que se debate entre esa cosa nostálgica y color sepia, la vitalidad de una ciudad que no envejece sino que se renueva en un rostro joven y estudiantil, y el presente de un país tomado, como aquel cuento de Cortázar. Entre esas aguas trato de nadar, entre la nostalgia, el vigor y la desolación, entre el aroma del café de una abuela muerta y el olor maloliente de un uniforme expuesto, demasiado tiempo, al sol.

Como narradora me inscribo en ese tránsito entre un ayer poblado de fantasmas y casas con largos corredores, y un hoy con séptimos y octavos pisos, de ventanas abiertas hacia la intimidad de los vecinos, habitantes de un presente urbano en el que me gusta imaginarme historias protagonizadas por personajes extravagantes y ridículos.

La casa, generalmente astillada y derruida, es mi lugar del ayer, donde instalo memorias, los muertos que siguen desandando territorios que ya no les pertenecen, el tiempo pasado de los coroneles y su olor herrumbroso; mientras que los balcones y las ventanas de los edificios son el lugar presente desde donde muevo a mis personajes travestidos, mis alcohólicos solitarios o mis pedófilos en proceso de rehabilitación. Lugar citadino y actual donde, también, puedo observar desfiles de soldados y caudillos posmodernos, imagen que me permite entender que en este país tan frágil el pasado es apenas un velo que el presente rasga con facilidad para entrar en él. Sin embargo, y a pesar del ruido que producen las pisadas de las botas de hoy, no me interesa tanto contar sus pasos. Ante el ruido de las polainas prefiero subir el volumen de la música y escribir desde ciudades imaginarias, sobre personajes arrinconados y jodidos pero poseedores de buen humor, porque el humor es un buen arma para enfrentar el miedo.

El tema propuesto en la bienal me obligó a reflexionar y hasta a teorizar sobre lo que escribo, y esta situación me puso tensa, porque al hacerlo debí ubicarme más que como escritora como una persona que ha estudiado Letras y sabe, más o menos, catalogar las tendencias literarias

Entre pensamientos diversos me decía: mi primer libro está abarrotado de suicidas, tanto así que debió llamarse Libro de suicidios o algo parecido. El segundo inventa incidentes que no ocurrieron, con imágenes de cine en blanco y negro. Lo que estoy escribiendo ahora tiene otro tono y una postura distinta. Lo de ahora es más bochornoso e, insisto, ridículo. Mis personajes actuales son patéticos y neuróticos. Es inevitable pensar en las enseñanzas de la sociología y el sentido común, que nos recuerdan, como Gabriel Payares en esta misma mesa, que uno no puede escapar completamente del referente real desde donde se escribe, aunque haga literatura fantástica. Ante esto me pregunto, apelando ahora a los dictados del psicoanálisis y otro sentido común: ¿será que la formulación de mis nuevos personajes obedece a una respuesta inconsciente ante la locura real que estamos viviendo, realidad nacional de la cual es mejor reírse para no sucumbir ante ella? Realmente no lo sé, respondo con una candidez que prepara la introducción de la intertextualidad. Yo prefiero pensar que lo que escribo en estos momentos está influido por el cine y por escritores como Copi o los norteamericanos Saul Bellow y Edward Louis Wallant, que me ayudan con una memoria prestada y geografías apenas soñadas, con laberintos difíciles de cartografiar.

Cuando regreso a mirar un mapa más tangible, noto que escribo desde la provincia de un país provinciano, y esta circunstancia, en términos de promoción y difusión literaria, hace más precarias mis posibilidades de ser leída. Se trata de una topografía literaria que funciona como muñecas rusas, que me hacen pensar en todas las matrioshkas que hay encima de mí. A veces el lugar de escritura se compone de capas geológicas, que sobrepone una edad sobre otra, y una plataforma de promoción sobre otra, y todos esos niveles podrían aplastarnos. Los que escribimos en esta ciudad corremos el riesgo de que nuestras historias se queden encerradas dentro de las montañas. Pero la mitología y el Asterión de Borges nos enseñan que hay un hilo que puede hacer que escapen los relatos.

Mis cuentos se valen también del tránsito entre el lugar escurridizo de la memoria y la cotidianidad del que hablé antes, y el territorio portátil de toda lectura posible. A veces nos leen los miembros de un jurado y ellos, asumiendo su autoridad, mediana o grande, en la conformación del status literario, se encargan de darle movilidad a nuestros escritos. Debo reconocerlo: el hecho de que La Casa de las Letras Andrés Bello haya publicado y puesto a circular mi primer libro a un precio irrisorio, después de haber sido premiado en un concurso, ha contribuido a que tenga algunos lectores, algunos más optimistas y buena gente que otros, pero lectores, en definitiva.

Pero el mecanismo más eficaz para dar a conocer mi trabajo ha sido la difusión digital, que nos obliga a definir el territorio portátil como el territorio por antonomasia. Un territorio, además, ubicuo y simultáneo en el que pueden convivir un apartamento y una vaca en distintas ventanas fácilmente intercambiables en la pantalla de la computadora, en la que sobreviven la abuela muerta y sus costumbres campesinas y el uniforme maloliente de un general.

Las publicaciones digitales sirven para reacomodar las instancias de lectura, a veces a golpes de azar, es verdad, como ocurrió en mi caso. Porque es difícil poner el dedo en esa profusión de papel que no es papel, en tantos y tantos escritos que se sobreponen como en el palimpsesto más complejo y confuso que haya podido pensarse. Hoy estoy aquí y se me dio la oportunidad de escribir en “Quimera” gracias al blog 500 ejemplares. De igual manera, uno de mis cuentos aparece publicado en la antología del cuento venezolano hecha en Eslovenia porque Juan Carlos Chirinos, encargado de la compilación, lo leyó en Letralia, el portal digital que mantiene Jorge Gómez Jiménez.

Regreso a la vaca, al muchacho pálido. Vuelvo a la habitación de la escritora, a su espacio propio, ganado por señoritas con nombres antiguos. La encuentro ya no dispuesta a tener sólo una habitación. Ella también quiere salir de ese espacio. La veo que mira por la ventana, convencida de su derecho de poder averiguarles la vida a sus vecinos; malas costumbres aprendidas de un señor llamado Onetti, y de otro, más joven, de apellido Wallant.

La escritora piensa en el tiempo de sus historias, no sabe en cuál detenerse, y mientras se decide escribe en ambos tiempos para no dejarlos tan íngrimos, tan solos. Desde la ventana de su habitación ve la ciudad en que vive e imagina otras calles sin nombres, excusas para tener la autonomía de nombrarlas. Yo estoy de acuerdo con ella, creo que está en su derecho, porque ¿cuál otro puede ser el lugar del escritor sino aquel que él puede crear?




miércoles, 27 de mayo de 2009

A pesar de la otra


Soy de las personas a las que cuando asisten a eventos públicos —recitales, foros, tertulias, conversatorios, reuniones bohemias— se les activa una vocecita mandona en el cerebro que dice: deberías ir a tu rincón a escribir tus cosas. Junto a la vocecita se me instala un cosquilleo que me incita a emprender mi retirada. Aunada a la vocecita y al cosquilleo aparece mi precaria capacidad de comunicación. Lo confieso, soy un sujeto bastante asocial. Y esto no creo que sea petulancia, al contrario, sé que es timidez.

Hasta hace poco menos de un año asistía con relativa frecuencia a recitales y a presentaciones de libros, hasta que la vocecita paranoica pudo más que los innumerables versos malos que en medio del recital eran apagados por los sonidos de los saltamontes nocturnos. Esa era mi manera de desconectarme del recital, siguiendo el sonido de los saltamontes—siempre he asociado el ruido que producen con el balanceo de los columpios en los parques—.

Poco a poco he dejado de asistir a recitales, sobre todo desde que en este país los recitales y poetas se dividieron políticamente y actúan como grupos de choque. Ahora bien, a las tarimas y los escenarios que me impliquen como oradora, frente a un grupo de personas, les tengo más temor que a unos versos malos. Mi reticencia se produce al ponerme en el lugar del oyente, ¿qué les voy a decir? ¿Acaso están interesados en escucharme? Antes de comenzar a hablar me pregunto si los oyentes acudirán a las viejas estrategias de deslizarse de sus asientos, con sumo cuidado, para ir saliendo en puntitas de pie y una vez fuera del recinto pegar la estampida.

Sin embargo, y a pesar de mis temores y reticencias, decidí aceptar la invitación a participar en el conversatorio en las pasadas jornadas de creación de la ULA.

La cosa presagiaba una marea alta que me podría ahogar. En primer lugar, la moderadoraa quien le tocaba presentarme no asistió. En segundo lugar, se acercaba la hora de la cena en el comedor universitario y mi otro yo me decía: Para mí que se te va a armar la podrida. Estos muchachos se van a ir al comedor. Pero, a pesar de sus oscuras premoniciones, mi otro yo apocalíptico esta vez salió derrotado. Luis Moreno Villamediana me salvó del naufragio y fungió como moderador, los muchachos se quedaron a escucharme y a charlar conmigo. Y la poeta Edda Armas, otra de las invitadas de las jornadas, también nos acompañó.

Hablé del oficio de la escritura, de la disciplina y pasión que requiere, de los horizontes y espejismos que se le presentan a los escritores. Les eché un cuento, un cuento que les gustó. Al parecer todos quieren a “Pilar”, ese fue el cuento breve que leí. Algunas personas me han escrito, de manera anónima, para pedirme fotos de esa muchacha, y si es posible de su amiga Fabiana. Eso sí, lo hacen con mucho respeto. Me escriben algo así como: Estimada amiga, ¿sería usted tan amable de colgar una foto de Pilar en sus tejados? Atte., XXX. P.D. Se agradece no sea una foto tipo carnet.

Vuelvo al conversatorio, traté de ser breve para evitar ver con el rabillo del ojo los cuerpos deslizarse, cuidadosamente, de los asientos, dispuestos a escapar. Traté de ser breve para evitar ver los bostezos de mi otro yo y sus mohines señalándome cómo el recinto se iba quedando vacío.

Tuve suerte, la pasé bien. Creo que los estudiantes también. Me lo decía el tiempo transcurrido y ellos ahí sentados, escuchando atentos, haciendo preguntas y comentarios. Me sorprendieron algunos hablándome de mis cuentos, haciéndome preguntas estructurales de algunos relatos.

Este post lo escribí incitada por la curiosidad de los amigos Andromeda, Alexánder Obando y Gustavo Valle, y para agradecer el comentario de Mishka, quien no se escapó de su asiento y se quedó sentada sin hacerle caso a esa vocecita cizañera que le decía: ¿qué haces aquí?...

sábado, 16 de mayo de 2009

A echar cuentos


Pedro Varguillas y Fabián Coelho, estudiantes de la Escuela de Letras de la Universidad de Los Andes, conductores del programa radial La expulsión del paraíso y organizadores de las IV Jornadas de Creación Literaria me invitaron a hablar del cuento y a echar cuentos el martes 19 de mayo a las 4:50 de la tarde en la Cátedra Simón Bolívar de la Facultad de Humanidades y Educación. Invito a los que estén cerca, a los aburridos, a los que no tengan más nada que hacer, a los que están haciendo tiempo mientras abren las puertas del comedor universitario, a los que no quieren ir a clases y necesitan una justificación académica para cubrir su inasistencia, a los que se quedaron con las ganas de ver a Café Tacuba, a los eternos asistentes a eventos con refrigerios, a los que quieran ir a hacerme caras mientras se desarrolla el conversatorio, a los que no tienen más remedio que acompañarme; a todos los invito. Y si no les provoca ir el martes a esa hora pueden hacerlo el lunes, el mismo martes en la mañana, el miércoles y hasta el jueves porque la cosa se extendió. En el link de las jornadas pueden encontrar la programación completa de la actividad y los nombres de los invitados.

viernes, 1 de mayo de 2009

Vida con perros... y con gatos también

La primera vez que vi a Atenea ella estaba dormida y metida dentro de una cajita. La despertaron mis cursis ronroneos rendidos ante su dulce presencia. Tiempo después, cuando me encontré a una perra marrón abandonada en una fría y solitaria carretera del páramo no pude menos que recogerla y abrigarla entre mis brazos. Durante varios días la perra marrón vivió conmigo sin tener nombre propio, me negaba a nombrarla de algún modo porque me decía: si le pongo nombre se queda conmigo y la idea original era buscarle casa. Pero pasaron semanas y pocos estuvieron interesados en hacerse responsables de una perra marrón y sin alcurnia. Un domingo me desperté, la vi al lado de mi cama, me miró y le dije: Sol.  



Debido a mis constantes mudanzas Sol y Atenea ahora viven con mi madre. Ellas, junto a Coco, son la sustitución de los nietos que no pienso darle a mi querida progenitora. La historia de Coco es bastante conmovedora: un perrito negro y pequeño que andaba en la calle sufriendo todo tipo de maltratos (fue atropellado por un auto, en una pelea perdió un colmillo y tenía que soportar las patadas y burlas de algunos miserables). Coco olía muy mal y siempre andaba merodeando por ahí. Mamá lo alimentaba en las afueras de sus dominios hasta que poco a poco fue haciéndose de la casa. Ahora Coco duerme a sus anchas, perdió sus temores y pudores iniciales  y es tan señor de la casa que es muy común verlo dormido boca arriba con las patas de lado a lado.    

Hace años llegó un gato pequeño, blanco y amarillo. En mi familia nunca habíamos tenido gatos, nuestra debilidad siempre han sido los perros, pero ese gato amarillo nos enganchó con su ternura. A mí se me ocurrió nombrarlo Don Gato, y así se llamó hasta que se fue. Un día Don Gato, adulto y apuesto, llegó con un pequeñito igualito a él. Nos conmovió su responsabilidad paterna, al pequeño decidimos llamarlo Benito, como el más pequeño de la pandilla. Alertada ante el número de gatos pertenecientes a la pandilla del gato animado mamá decidió no aceptar nuevos animales, así que nos quedamos con este par de hermosos felinos.

Tengo muchas historias con animales, tantas que podría hacer un post con cada una de ellas. Ahora recuerdo al entrañable Lautréamont, nuestro perro de la Escuela de Letras, un viejo mucuchies, blanco y hermoso, la mascota oficial de “Los verdes” (nuestra sociedad de ecologistas, mariguaneros, protectores de animales, sembradores de árboles). Cuando Lautréamont murió se le hizo un entierro muy a tono con  nuestras actividades en el bosque de la Facultad de Humanidades y Educación, fue enterrado en el centro de tres árboles, en el corazón de los rayos del sol.

Toda persona que camina conmigo está acostumbrada a verme diciéndoles “hola” a los animales que nos cruzamos en nuestros paseos. Es parte de mi conducta animal. Con los animales me he llevado mejor que con muchos humanos y esto suena a lugar común, pero es cierto.

Cuando voy de visita a mi casa materna Atenea, Sol y Coco salen a recibirme con el mismo amor de siempre. Sol, como es el centro del universo, me coge de la muñeca con su hocico para que me dedique a ella por completo, mientras Coco da saltitos alrededor y Atenea da saltos que llegan a mi rostro. Cuando me siento frente al computador ellos se echan a mi lado y me acompañan mientras escribo. Hace años cuando escribía un libro, que ahora está en proceso de publicación, me impuse un horario madrugador: escribía a partir de las 4:30 a.m. Durante par de meses me levantaba a esa hora y mientras la computadora se encendía ponía a hacer café y ahí mismo iban levantándose mis adorados perros a hacerme compañía. Ellos son parte de ese libro.


En estos momentos no tengo perros viviendo conmigo, pero sí estoy rodeada de gente que los tiene. Gabi tiene a Lulú, una perra salchicha con ínfulas rusas (ella cree que ladra en ruso), heredera de la familia Nabokov. Tiene a Lucas, el hermoso y juguetón compañero de Lulú. Luc un bóxer simpático y muy dado a las ventosidades. Turco, un bello perro homosexual de ojos claros. Carlota, una cachorra venida de la madre patria, Canuto y sus temores a la lluvia. Sally y sus bonitas patas blancas, Oti y su vejez ciega y reposada. Paco y su rostro escondido entre tantos pelos, Dana y su odio a Onetti (rompió  con ferocidad El astillero).  Muñeca, la querida Muñeca, viviendo con Napo, un buen verde.

Este post no estaba previsto, surgió cuando leí una nota sobre el gato Fidel en la BBC. Fidel es un gato lector, como el gato de Adela.



lunes, 20 de abril de 2009

Golondrinas suicidas

Hoy volvieron las golondrinas y con ellas trajeron la lluvia. Hacía días que no llovía en esta ciudad acostumbrada al gris después de las cuatro de la tarde y al amarillo de las flores de sus balcones, plazas y parques. Al principio cae una lluvia mojigata que poco a poco se va  haciendo fuerte y con pisadas seguras. Las montañas están cubiertas de ese gris y yo las miro en su bruma invisible, con el deseo de que cuando despeje la nieve aparezca pegada sobre esas moles verdes que encierran esta ciudad.

La lluvia y el frío han empujado a mi vecino a coger su flauta y tocar esa música andina que a mí no me gusta. Música tristona y empalagosa. Prefiero a la loca de mi vecina que a veces le da por poner, a todo volumen, canciones de U2 y Los héroes del silencio. A ella no la conozco pero deduzco que me es contemporánea por el tipo de música que escucha. El flautista sigue con sus notas dulzonas enloqueciendo las golondrinas que atraviesan la neblina sin sentido de un lado para el otro. El cóndor pasa, aquí el cóndor no pasa, los cóndores se extinguieron hace rato, apenas sobreviven algunos pares que trajeron desde la tierra de Mark Twain y que mantienen encerrados en un parque en el páramo. Una pareja de cóndores gringos que de vez en cuando sueltan para que con su vuelo entretengan a turistas maracuchos que viajan desde su tierra para intentar ver las torres petroleras desde la altura de los Andes. Esto no es un cuento, un día estando en Pico El Águila vi cómo uno de ellos observaba la lejanía del horizonte y se preguntaba si desde allí podría divisarlas.

Mi vecino no deja la flauta y lo peor es que es muy mal músico. Me obliga a escucharlo mientras observo un pájaro parado sobre la azotea de un edificio cercano. El pájaro está empapado, creo que debería buscar cobijo si no quiere pescar un resfriado. ¿Los pájaros pescan resfriados? Me quedo mirándolo y pienso que debería volar hasta el hombre de la flauta y pararse sobre ella, luego caerle a picotazos hasta matarla.

La neblina se hace cada vez más espesa, la ciudad se vuelve gris, llorona, fría. Esta es la ciudad del suicidio, así lo confirman las estadísticas. Tenemos cuatro viaductos, uno de ellos relativamente nuevo y otro, el más antiguo, tuvo que ser cercado por ser el lugar preferido por los suicidas. A tanto llegó la atracción por lanzarse desde ese punto que cuando comenzaron a cercarlo con un material poco seguro, bastante endeble para un alicate, hubo quien hizo un hueco y se lanzó al abismo. Hace apenas una semana una mujer se tiró desde el más nuevo, inaugurando así lo que puede ser el presagio de otras muertes inducidas. Esas historias son parte del bagaje cultural de los habitantes de Mérida, yo misma he conocido algunas. Una noche, mientras regresaba sola del cine, me disponía a cruzar el viejo viaducto con destino a mi casa cuando divisé, a lo lejos, un taxi parado en medio de la avenida, poco a poco me fui acercando y vi llegar  a miembros de los bomberos y defensa civil. El taxista acababa de hacer su última carrera.

Sigue lloviendo, ojalá amanezcan las montañas nevadas.  El flautista continúa con su cantaleta. ¿Sabrá el vecino flautista que el nuevo viaducto ya está disponible?

viernes, 13 de marzo de 2009

La vecina se mudó

Algunos usuarios de la Red han llegado a mis tejados por error. Muchos andan buscando “El Dorado” de la pornografía y se encuentran con un lugar de cuentos y comentarios de cine y literatura; nada puede ser más decepcionante que estos tropiezos. Estos usuarios deben sentirse muy estafados cuando ponen en Google algo así como “mi vecina se desnuda y yo me excito”, “como veo a mi vecina desnuda”, “niña vestida solo con bragas sucias”, “pezones argentinos”, “mi vecina completamente desnuda”, “los mejores pezones” (algunos son más directos y buscan “los pezones de Alicia Machado”) y de pronto se encuentran con mis escritos. A todos ellos debo pedirles mis disculpas por decepcionarlos en su búsqueda tan cachonda. Y bueno sí, debo admitir que también tengo mi cuota de responsabilidad al dar pistas falsas con los títulos de mis cuentos “Los pezones de Alicia” y “La vecina desnuda”. Ambos títulos han funcionado, sin proponérmelo, como anzuelos para captar visitantes y se han posicionado como los mejor rankeados de los Tejados sin gatos. Pero insisto, los míos son cuentos y comentarios de cine y literatura. De todos modos les doy las gracias por sus visitas y les paso un dato del cual me enteré gracias a estas visitas extraviadas: existe un lugar llamado “vecinas desnudas”, ahí las pueden ver como las desean y tomo prestado aquí el comentario hecho por Víctor Azuaje sobre mi cuento en el que declara que estas vecinas “siempre son las mejores vecinas”.

Ahora bien, aprovecho la gentileza de Lluís Salvador, que me lo hizo llegar, les presento a continuación el ingenioso cortometraje This Is Where We Live, hecho sobre una ciudad de libros, y así limpio un poco mis tejados de tanto fisgoneo y afán pornográfico.




Datos de creación y producción:

Welcome to our city - to our world - of books. This is where we live.
A film for 4th Estate Publishers' 25th Anniversary. Produced by Apt Studio and Asylum Films.
The film was produced in stop-motion over 3 weeks in Autumn 2008. Each scene was shot on a home-made dolly by an insane bunch of animators; you can see time-lapse films of each sequence being prepared and shot in our other films.

jueves, 22 de enero de 2009

Condorito


Hace unos días fue publicada en Yahoo en español una encuesta en la que preguntaban sobre nuestros personajes favoritos del cómic. Entre las opciones estaban Mafalda y Condorito. Sin pensarlo mucho y empujada por una fuerza sentimental corrí a votar por Condorito, el pajarraco chileno creado por Pepo. Una vez que hube votado, vi con asombro que Condorito lideraba la encuesta sobre una ultrafamosa y mil  veces reeditada y citada Mafalda. Me alegré, juro que me alegré por el “roto” Condorito y por mis lecturas de infancia. Porque mis primeras lecturas no fueron cuentos de hadas, tampoco mis padres, ni mis abuelos, se echaban al lado de mi cama a leerme historias de princesas y castillos. No lo hicieron, pero sí nos contaban, a mis hermanos y a mí, cuentos de caminos, historias de espantos, relatos con personajes tan increíbles que parecen de ficción. Así crecí, sin muchos libros célebres, pero con mucho cuento encima. Y para contar cuentos de camino mi padre es un experto. “Vamos a echar cuentos”, nos decía. Y ésa era la única religión en casa.

Luego vinieron las historietas, éstas llegaron a casa con la puntualidad de un tío adicto a los cómics. “Kalimán”, “El Santo”, “Águila solitaria”, “Memín”, “Fuego”, y mi favorito, “Condorito”. Los ejemplares de “Fuego” y “Águila Solitaria” ya no salían, pero mi tío los coleccionaba. Y como yo era una buena niña, me los prestaba. Entre mis lecturas recuerdo cómo me quedaba esperando que en la próxima entrega de “El santo” el enmascarado de plata se quitara la máscara. Y esto, obviamente, nunca llegó a ocurrir.

También llegué a leer historietas que podrían catalogarse como pornografía popular, llamadas “Lolita”. Claro, a éstas tuve acceso cuando estaba un poquito más grande. Y las leía escondida, en el baño,  luego de que descubrí el arsenal entre los archivos secretos de mi tío. Recuerdo que cuando me confesé para mi primera comunión, le conté (con mucha vergüenza) al sacerdote sobre mis lecturas prohibidas. Asombrosamente, el sacerdote no tomó mucho en cuenta mis hábitos “literarios”, pero sí me amonestó porque admití que frecuentaba poco la iglesia. Varios años después me enteré de que este sacerdote era adicto a la pornografía, lo supe por una amiga que trabajaba en una tienda de videos y me contaba que el representante de dios en mi municipio  paraba su camioneta afuera de la tienda y mandaba a uno de sus monaguillos a alquilar las películas pornográficas, en el formato betamax de la época.

Pero volviendo a “Condorito”, debo confesar públicamente, y sin vergüenza, que fue una de mis primeras lecturas y que tengo algunas cuantas historietas guardadas en los archivos de la nostalgia en mi casa materna. Cuando visito la casa de mi madre y mi primita Anthonela, que curiosamente hoy cumple once años, me pide prestado un “Condorito”, se lo presto con el mismo celo con que me lo prestaba mi tío. Y con las mismas condiciones, hablándole de “usted”, porque un andino nunca tutearía a su familia: “Se lo presto, pero me lo cuida, porque si me lo daña,  no le presto ningún otro”.

Hubo una época en que viví una temporada en Santiago de Chile, y al poco tiempo de estar en la ciudad le pregunté a mi amigo Daniel Quiroga por la escultura que le habían hecho al pajarraco en algún lugar de la ciudad. Daniel, que era un señor muy culto, amante de la música clásica y encargado de hacer las reseñas musicales sobre los conciertos en el Teatro Municipal de Santiago para el Diario El Mercurio, me dijo: “Ah, el roto Condorito”. En ese momento supe que en Chile “roto” es el término empleado para referirse a los seres de la periferia.

Y fui hasta la comuna de San Miguel (lugar de origen de la banda “Los prisioneros”),  ahí se encontraba la escultura de Condorito. La escultura no es más que una obra hecha de concreto y yeso, o algún otro material barato. Está ubicada en una placita escondida. Y qué otra cosa se podría esperar de este vago periférico y polifacético.

Junto al personaje de mi infancia me tomé una fotografía que algún amigo malsano publicó en la prensa de Mérida, junto a uno de mis cuentos. Esa foto me hubiese encantado ponerla junto a este post, pero la perdí en un asalto en el que me despojaron de mi bolso, dentro del cual llevaba un diario con una carta de amor de un antiguo novio y mi foto junto a Condorito. En mi bolso llevaba otras cosas, como dinero, mi cédula de identidad, algún libro, mis lentes de lectura, mis lentes de sol; pero ninguna cosa me dolió tanto perder  como el diario, la carta y la foto.   

En la casa de Asterión sugerí escribir una carta a los señores carteros para que no se queden con libros de otros destinarios, aquí en mi casa propongo escribir una carta a los señores ladrones para que se roben todo menos nuestros pedazos de nostalgia.

jueves, 1 de enero de 2009

Virginias con cardamomo


Mi madre tiene sembradas, en una de sus ventanas, varias plantas con flores silvestres que ella llama virginias. Las virginias son unas florecitas fucsias, sencillas y bonitas, que cuelgan agrupadas en ramilletes. Hoy, el primer día de este año, las virginias se balancean con la brisa matutina de un día soleado. Se mecen con la vistosidad de su color y de su encanto, sin importarles que afuera sea primero de enero y que la gente se mueva con la modorra propia de la resaca que queda de las fiestas.

Me quedo mirando esas flores colgantes y pienso en Babilonia, en sus jardines colgantes, que según cuentan existieron  en ese lugar tan lejano. Trato de imaginarme  Babilonia y la historia de un hombre y su regalo de amor. Mientras imagino al rey y a la reina, poderosos y enamorados,  una imagen me desvía sigilosamente de los jardines y  de la historia romántica de un rey y su reina. Un pensamiento mucho más crudo me saca a las afueras del palacio y me planta frente a rostros antiquísimos con ojos oscuros y cejas pobladas. Son árabes, me digo; árabes próximos, medios, lejanos. Árabes, remato.  Y mientras los veo, repaso mis clases de historia de la lengua española y me quedo instalada en esa clase donde aprendía acerca de la influencia árabe en nuestra lengua. Me quedó ahí sentada, en la universidad, tratando de recordar el número de vocablos de origen árabe, heredados por nuestra lengua. No obstante, no recuerdo el número, pero sé que son bastantes. De pronto, mi madre me interrumpe de mi ensimismamiento al entrar a la habitación con una jarra de agua para sus flores. “Mis virginias sí están bonitas”, me dice mientras les riega el agua. Ella me habla y el agua se desliza sobre y dentro de la tierra de sus queridas plantas. Yo apenas escucho lo que me dice, mis oídos están entretenidos con el sonido de la lluvia  pequeñita   cayendo sobre sus flores.

 Los rostros árabes me siguen mirando desde su pasado, en silencio, mientras me pregunto: ¿tendré sangre árabe en mis venas?, ¿acaso alguno de ustedes, seres de mi imaginación oriental, sean mis parientes lejanos?

Veo los rostros y pienso en sus comidas, el olor de sus especies. Su café con un toque de canela, con algo de cardamomo. Recuerdo el Paseo Colón de Puerto La Cruz, con sus ventas de comida árabe. Ahora me cercioro de que los árabes han sido mis aliados culinarios, yo una pseudovegetariana que suele terminar comiendo shawarma con falafel, una de las pocas opciones en el menú callejero de una persona que ha decidido no comer carnes rojas ni pollo.   

Mamá termina de regar las plantas y antes de salir de la habitación me dice: Siguen bombardeando Gaza, lo vi en las noticias. No le digo nada, ya lo sabía. Ella sale. Y me deja de nuevo a solas, con sus virginias. Los rostros también se han ido, me he quedado sola, en las afueras de un palacio que no existe, sobre un suelo bombardeado. En un bombardeo sin la pereza del primer día de enero

viernes, 26 de diciembre de 2008

Marco


Adriana tenía un gato. Su gato se llamaba Marco. Marco un día se fue de casa y se dedicó a viajar. Se hizo un gato trotamundos. Seguramente, fue atraído por el olor a pescado de las colas de las sirenas de las playas de Cumaná y se hizo al mar. En barcos de petróleo, con marineros noruegos y buques de piratas de lenguas muy extrañas, Marco recorrió los mares y puertos extranjeros.  Se talló varios tatuajes y conoció gatitas francesas; de labios rojos y  seductores maullidos que decían: Je t’aime.

Adriana extraña su gato, sin embargo ella sabe que a los viajeros felinos no se les puede detener los pasos. Marco se hizo mar y Adriana le escribió una tierna despedida, de esas que hacen burbujitas en los ojos de quienes amamos los animales. La despedida está escrita en su blog, que pueden rastrear desde estos tejados: http://www.lamanosigilosa.blogspot.com/. Y también pueden votar por ella para el concurso “1 año en un post. Y si mi historia no les convenció, déjense persuadir por la ternura de la mirada de Marco.

Carolina

jueves, 4 de diciembre de 2008

La mosca de Luis


Me gustan las moscas. Las historias con estos pequeños seres de patas afines a las suciedades. Moscas fatales que les gusta suicidarse en las sopas. De los cortometrajes que forman parte de “Ten minutes older”, uno de mis favoritos es “The enlightenment” (de Volker Schlöndorff), aquel de la voz en off detrás del insecto que reflexiona sobre el tiempo en un día de campo alemán. Pero no es de moscas alemanas de las que quiero hablar, tampoco de mis propias moscas; hoy quiero hablar de La mosca de Luis, especialmente de aquella mosca que vuela con las patas manchadas de sangre muerta en esos siniestros pasillos de “Death row”, uno de los poemas que forman parte de su último libro En defensa del desgaste (Mérida: Mucuglifo/Fundecem, 2008). Un poema que se hace cuento en su recorrido por esas carnes, por esos platos, por esas almas:


Death row



la solitaria mosca que está parada encima de una copa
viene de lejos/
de otros
manteles sucios,
conoce otros cadáveres;
en sus ojos ve uno cien restos de carne
de tantos platos de cartón/por donde anduvo
en la pampa (y en
/Lima),
como si sostuviera en ellos un poco de comida
por si acaso no consigue
en el nuevo paraje;
salió de noche del primer país,
¿no es también ligeramente oscura su mirada?;
cuánto debió viajar antes de finalmente/detenerse
sobre una vaca/y sobre aquel alambre
lleno de sangre
(lleno de pelos);
igual estuvo sobre un hombre muerto
/eso de allí es un campo abandonado,
/una mujer sola cuatro hijos;
la mosca ha jamado todas las vísceras de todas las morgues;
se ha regodeado en todos los museos
y conoce
las mejores narices;
ninguna corbata se le ha resistido;
ha estado en todas partes
(la mosca/bicha)
como un dios llamado para/la absolución final;
pongámonos en fila,
mostremos las llagas,
que la mosca se apiade de nosotros,

una piel blanda,
una vida triste,
unos pocos cabellos

(Poema de Luis Moreno Villamediana)