viernes, 31 de octubre de 2008

La bruja


Cierra las cortinas para comenzar el conjuro. Lo acuesta en la cama, le abre la camisa, le ausculta el corazón, aún está vivo. Le pide que cierre los ojos y que no los abra hasta que ella se lo ordene. Se aproxima a su bolsa y entre pequeñas botellas de distintos colores saca una de aspecto alquimista y azul como fluidos eléctricos. Pasa frente al espejo y éste le devuelve, apenas, un reflejo de sus movimientos. Se acerca al hombre, él abre la boca y ella entra en forma de fluido. Hombre moribundo por dentro, espacio rojo y nocturno, reducto de la acumulación del tiempo. Hombre ajeno a cualquier pertenencia, simiente de manifestaciones telúricas. La bruja se detiene a explorar cada molécula incrustada en el cuerpo sobre la cama. Huele, toca, escucha. Sobre el techo se acomoda la noche, se oyen pasos con música. Ella murmura encantamientos, palabras que el viento disuelve con la boca. Él se mueve, ahora es el hombre que está dentro de ella. Dos manos que exploran dos pechos menudos, una mano que se coloca en el centro y lo cuida celosamente. Un espasmo químico que intenta abrir los ojos del hombre, pero que ella cierra con sus labios. Desde adentro se ven subterráneos de luces y firmamentos con lunas llenas y cuartos menguantes. La palabra sale ahogada de la boca en una lengua que no existe. Amor. Dios. Sí. Mátame. Ella le pide que abra los ojos. El hombre va abriendo su mirada y una sonrisa le devuelve su vitalidad. Él puede entrever en medio de las persianas de sus párpados como ella, con su mano, le clava el corazón. Pronto la bruja se disuelve en el espejo, la habitación queda a oscuras con el sonido de un corazón agonizante.


Carolina Lozada

sábado, 25 de octubre de 2008

Los bolsillos de Virginia


Virginia huye con los bolsillos repletos de suicidios, perseguida por las voces que le hablan desde la locura. Atrás quedaron las cartas de amor en griego y en latín para sus amantes imaginarios, las reflexiones sobre las habitaciones femeninas y las divagaciones en torno al señor de los faroles. Virginia se detiene en medio del bosque, siente sus pies cansados y mira sus manos que ya no escribirán más, las lleva a los bolsillos y se cerciora que las piedras que llevan dentro sean tan pesadas como sus temores. Continúa caminando y las voces se apoderan del lugar. Alicia perdida en el bosque de la locura. La lluvia comienza a caer y humedece su cabellera recogida.
Los faroles están tan lejos Virginia y que breve es la luz de su camino, las direcciones se truncan entre las voces engañadoras, tan timadoras como los cantos de las sirenas. Ven Virginia sigue nuestros pasos, escriben las palabras con sus pisadas mojadas, tendiendo una red mortal, hilada de voces y silencios. Ella les obedece y las luces de los faroles adormecen en un silencio de luto.
El compañero de Virginia la busca entre las palabras de una carta que habla de amores y despedidas. Virginia se esconde en las historias que escribe, en los finales que lee. Encerrada en la habitación huye de la realidad, quedando atrapada en sus propias ficciones. La hermana la llama, Virginia no contesta. El compañero y la hermana se miran entristecidos al cruzar por el pasillo de su cuarto, ambos han fracasado al intentar traerla a la realidad. Entretanto, ella sigue aferrada a su escritorio, escribiendo oraciones sueltas que salen a esconderse entre la ropa sucia. Virginia intenta ensamblarlas, pero todas huyen asustadas de sus manos, se lanzan por la ventana, revientan contra las paredes, se esconden tras las lámparas. Virginia se lleva las manos a la cabeza, una vez más la locura, la locura.
En la madrugada la casa está en silencio. El único lugar iluminado es la habitación de Virginia. Todos duermen, ella espía los pasillos. No oye pasos ni voces queridas, sólo las palabras saltando desde la azotea de su cabeza. Se devuelve al cuarto y se pone su largo vestido de flores. Afuera hace frío, ella no lo siente, sólo quiere deshacerse de las voces que la persiguen. Sale, el bosque amanece con estrellas oscuras pegadas en las plantas de sus pies. Virginia camina asustada, huyendo sin mirar atrás, temerosa de las sombras. Se agacha, recoge las piedras y llena con ellas sus grandes bolsillos. El agua está helada, el cabello recogido y los pies entumecidos. Virginia se adentra en la helada claridad fluvial. Su cuerpo se ahoga sumergido en palabras. Adiós Virginia, las habitaciones con acento femenino hablarán gracias a ti.

Carolina Lozada

jueves, 23 de octubre de 2008

Rojo


Transeúnte número 1


Yo pasé al frente del edificio después que ella había caído. Pasé cuando los estragados curiosos eran apartados por las fuerzas del orden. Me enteré que era ella y no él por el zapato rojo que quedó tirado, solitario en la acera, cerca del lugar donde había caído el cuerpo. Seguramente el zapato salió disparado del pie cuando el cuerpo descendía en caída libre. Era un zapato tosco, de punta roma y tacón grueso, casi nuevo. Eso fue lo único que supe de ella, que usaba zapatos rojos.


Transeúnte número 2


Todos los días camino por la calle Santa María, la recorro al regresar del trabajo. Santa María suele ser una calle tranquila, alterada sólo por las aceras reventadas por los brotes violentos de las raíces de los árboles y algún perro que se asoma furioso desde las rejas de su casa. Pero ese lunes la calle estaba convulsionada, en realidad, un rincón de la calle. Apuré el paso para llegar hasta el enjambre de curiosos. Había una ambulancia y hombres uniformados. Un charco de sangre groseramente desparramado por la acera no me permitió acercarme más. Estomagado me alejé, la sangre me pone nervioso. Antes de alejarme completamente oí a alguien decir que en ese lugar habían matado a una persona. No sé.


Transeúnte número 3


Las mujeres son una vaina muy seria. Cuando uno las quiere, ellas se ponen malcriadas y desean hacer los que les da la gana con uno. ¡Pero Beatriz a mí no me va a joder! Ahora le dio por quererse casar, tener hijos y demás detalles matrimoniales. ¿Y casarnos para qué?, si así como estamos vamos bien, cero suegra, ningún pañal desechable y mucho sexo. ¿Acaso no es esto la felicidad?
Ya son más de las seis de la tarde, debo apurarme si quiero llegar temprano, no vaya a pensar que ando con otra mujer. Hoy vamos al cine.
Al llegar al edificio donde vive Beatriz, veo un grupo de personas en los alrededores, entre ellas está Beatriz. Me acerco, ella se tira a mis brazos y me dice nerviosa: se lanzó, se lanzó, señalándome hacia los balcones. Un charco de sangre está sobre el piso, la policía nos pide que nos retiremos. Beatriz me abraza con más fuerza. Entramos al edificio, en el ascensor me cuenta que una mujer se lanzó del séptimo piso. Me dice que ya no tiene ganas de ir al cine, que mejor nos quedemos en casa. A mí el cuento de la mujer suicida me quitó las ganas de todo, hasta de hacer el amor con Beatriz, aun cuando ella está metiendo mi mano entre sus pechos.


Transeúnte número 4


Yo la vi caer. Fue todo tan rápido. Se asomó al balcón como quien sale a tomar aire o mirar la cuidad y de repente, se lanzó. Mientras yo me debatía entre poner una o dos cucharadas de azúcar al café, ella decidía entre vivir o morir. Apostó por lo último. Tal vez había tomado con anticipación la decisión de morir, así que lo hizo rápidamente para no arrepentirse. Yo que ponía la otra cucharada de azúcar y ella que se lanzaba, dejándome un mal sabor en la boca que me quitó las ganas del café. Apenas la vi caer salí de la cafetería, antes que llegaran los morbosos adictos a las tragedias. Salí, creo que sin pagar.
Ella tenía puesto un vestido rojo o fue una mancha roja lo que yo vi caer. Caminé rápido y nervioso. Me fui al metro y mientras esperaba el vagón, la veía repetirse en caídas, lanzándose a los rieles. Consternado llegué a mi casa. No conté a nadie lo sucedido. Pero desde entonces sueño con un trapo rojo cayendo desde un séptimo piso. Ahora lo cuento para exorcizarla. A ella y a su vestido de sangre.


La Vecina


La mujer que se lanzó era mi vecina de piso. Yo poco la trataba y apenas la veía. Creo que trabajaba en una agencia de viajes o algo por el estilo. Me enteré del grotesco suceso por el conserje del edificio. Cuando llegué después de las seis de la tarde me extrañó verlo lavando el piso de la entrada a esa hora. Él me contó lo sucedido mientras veíamos como la sangre se desvanecía entre el agua y el jabón. Qué feo le dije, qué feo Y entré a mi apartamento.
Después de comer me asomé al balcón y un escalofrío me recorrió el cuerpo ¿cómo puede alguien tener el valor para lanzarse al vacío? Cerré la ventana y encendí el televisor. Al día siguiente hablaría con la inmobiliaria, seguramente pondría en alquiler el apartamento de la difunta y mi prima necesita mudarse. No creo que le importe lo del suicidio. Si lo ateos no creen en Dios, tampoco deberían creer en fantasmas. Digo yo, no sé.

Mujer que decide lanzarse desde el balcón

Nos mienten siempre. Nos mienten en la radio, en la televisión, en los titulares de prensa. Nos mienten desde las torres gemelas, nos miente el Papa, el Presidente, el novio que nos es infiel. La vida es una mentira, ella también nos miente.
Hoy es lunes. Un día repetido en el almanaque varias veces al mes. Los lunes comienzo de semana, otra vez el trabajo, la cola en el banco, el himno nacional en la escuela. Es inútil el esfuerzo de arrancar los papelitos del almanaque, siempre te vas a encontrar con los lunes. Con su cara de hastío, con su atuendo en cumplimiento del deber. Anoche decidí borrar los lunes de mi vida. Borrar los lunes, pero también los martes, los miércoles con sus jueves, los viernes y sus hermanos sábados y domingos. Anoche tomé un rosario y conté sus cuentas. Ninguna me dio alivio. Son cincuenta y nueve cuentas divididas en tres avemarías, cinco misterios y cinco glorias. Cuando niña veía a la abuela rezar y pasar por sus dedos cada una de las pequeñas cuentas. Un día ella me enseñó a rezar el rosario, prometiéndome que al hacerlo me sentiría protegida. Me mintió, ya las conté, ya las recé, y no me siento protegida. Me mintió.
Cuando mi abuela murió llevaba en sus manos el rosario, acompañando el vestido blanco, sin encajes. Yo no quiero vestir de blanco para mi muerte, tampoco de azul oficina. Quiero vestirme de rojo como la pasión, la que le falta a mi vida. Porque la vida, además de una mentira, es un hastío, es un rostro repitiéndose en el espejo, arrugándose, consumiéndose, olvidándose.
Descolgué el teléfono, apagué el celular. No encendí la radio, ni la televisión, tampoco compré la prensa. Al conserje apenas le di los buenos días. No me puse ropa interior, me gusta sentirme sin ropa interior cuando estoy en casa. Me ducho, me visto, me peino el cabello, lo tengo muy largo, ya no hay tiempo para cortarlo, además no soporto las conversaciones en la peluquería.
Afuera están los autos, los transeúntes, los parques, las miradas, las iglesias, las escuelas, los huecos en las calles, las canciones de moda, los ruidos del día. Afuera está el mundo, la vida dicen. Las piernas, los corazones, las sonrisas. Mi mundo está adentro, escondido detrás de ese balcón, metido en un vestido rojo, refugiado detrás de las cuentas del rosario, de los inútiles barbitúricos, de las botellas de ginebra, del espejo roto de un puñetazo, de la mano rota por un puñetazo al espejo.
Ya casi son las seis de la tarde, buena hora para descansar. Siempre me ha gustado esa hora, su ambigüedad entre el día y la noche. Es una buena hora para irse. Sin sol, sin calor, sin equipaje, sólo con un vestido y unos zapatos rojos.
Ya son las seis de la tarde.


Carolina Lozada

lunes, 20 de octubre de 2008

La mueca

Mi perra Manchita murió en mis brazos. El pequeño cuerpo de mi perrita entumeciéndose en mis manos, los ojos vidriosos con la pupila apagándose, la mirada seca, sin vista. Un cuerpo querido que de pronto se vuelve rígido y extraño y que se convierte en cadáver y deja de ser el cuerpo de mi perra para ser un cuerpo cadáver. Una mosca que merodeaba cerca de sus ojos que se ahogaban y yo echándola para que se fuera, para que no la molestara. Manchita muriendo en mis brazos y yo llorando como lloran los niños.
No era un perro, era la cara de la muerte. Una cara en forma de mueca dura y ajena, alguien a quien no reconoces, algo que asusta, que te hace llorar y que te destroza el corazón. No era un perro, era la muerte. La muerte es siniestra. Es una mirada hueca, ausente, lejana. Es el cuerpo que se entumece y no reconoce tus lágrimas, tu dolor, tus quejidos. Es la sombra cuando tú no quieres que llegue la noche. La muerte es el silencio cuando llamas a alguien y nadie responde.
Carolina Lozada

jueves, 16 de octubre de 2008

Memorias de azotea

Todos se fueron, pero el mar se quedó conmigo, siempre en ese mismo lugar, lavando y poniendo a secar sus aguas al sol, meciéndolas con las polonesas y las lunas. El mar y ese barco encallado sobre el azul de su superficie. Ese barco tuerto que observo desde la azotea, años en el mismo lugar. La salinidad y la soledad lo han convertido en una masa roja, en chatarra del olvido. Oigo como las olas golpean sus paredes herrumbrosas. Una ola tras otra golpeando al barco, sin cansarse, sin rendirse, yendo y viniendo, repitiéndose en el tiempo. Y el barco allí, callado sin quejarse. Las olas golpeando las paredes y arrancando las hojas de los almanaques, las olas balanceándose y moviendo las agujas del reloj. Olas que arrastran el cuerpo muerto del hermano, olas que suben y su cresta blanca se confunde con las canas de la abuela muerta, olas que llegan hasta la orilla, se llevan a una muchacha y devuelven a una mujer.
Ahora soy yo, no la muchacha sino la mujer, la que está parada sobre la azotea tantos años después, después de siempre; ya no las piernas muy flacas, la piel que se pegaba a los huesos, el pelo muy largo; ahora más bien, el cuerpo tranquilo acostumbrándose a envejecer, a ir con la corriente, arrastrado por los acontecimientos. Ya no los quince años, la adolescente intrépida, la de cara al futuro, a lo prometido, a lo deseado. Ahora la mujer de cara al presente, al presente de hoy, ahora, ahorita, en este momento.
Soy yo la mujer de los oráculos, la aguafiestas de siempre, la que vaticina derrotas, la que acumula fracasos. Soy yo esa mujer que se va, pero el mar no podrá irse conmigo porque él siempre estará ahí, a los pies de esa azotea. El mar trayendo y llevando olas, velado por las lunas nuevas, llenas y cuartos menguantes.
El viento de siempre, el que le pegaba a la cara y le empujaba el vestido contra su cuerpo, el que la acariciaba cuando ella estaba desnuda en los aquelarres nocturnos, el que le removía el cabello cuando ella lloraba y el que pasaba las páginas del Diario de Natalia. Viento que ahora estás aquí, en este presente rozando a una mujer que se va, que ya no está, que se fue.
Mujer con documentos, mujer con pasaporte, mujer sin visa, sin boleto de vuelta, mujer sin asidero, sin derrotero. Mujer que se visita en el pasado, mujer sospechosa de traición, mujer vende patria. Ahí estás mujer y al frente está el mar, bajo tus brazos, el equipaje, pero ¿cómo llevarse el corazón, los recuerdos, los afectos en un boleto sin destino?
Vuelve la vista, despídete de este lugar, mira bien todo, observa con detalle los olores, los colores, las formas, las texturas. Acércate, toca las cosas, nómbralas para que no las olvides.

Carolina Lozada
Ilustración: André Kertész

jueves, 9 de octubre de 2008

Father and Daughter

Sólo suban en esa bicicleta y déjense llevar.

Father and Daughter
Escrito y dirigido por Michael Dudok de Wit

martes, 7 de octubre de 2008

Terapia de techo

Observar el reloj. Escuchar su sonido lento, repetido. No moverse de la cama, ni siquiera por el ruido que producen las ratas sobre el cielo raso. Las nueve y treinta de la noche, aún es temprano. Mucha gente todavía no ha llegado a sus casas. No se oye el televisor del vecino, él siempre lo mantiene encendido hasta tarde, debe ser que no está en casa. Hay una jeringa en el piso, tal vez podría pisarla al levantarse, o quizás se quede allí tirada, olvidada, sola, sin dolientes.
Seguir mirando el reloj, las manchas en el cielo raso, imaginar que con ellas se pueden hacer figuras como con las nubes. Figuras oscuras, sin alma ni movimiento.
El tránsito de los autos ha disminuido con el advenimiento nocturno. Pensar en él. No, mejor no pensar en él. El teléfono está mudo, aún tiene batería, aún da la hora, pero nadie llama.
Paredes, pisos, ventanas. Afuera la noche, adentro la oscuridad.
Dejar la tetera sobre la cocina encendida. Oír el hervor de su silbido. Dejar que se evapore toda el agua, que se queme el metal. Hedor en la cocina, humo en el pasillo. Todavía no llega el vecino.
No darle el pecho al pequeño. Dejar que llore en la cuna, que grite hasta que la noche lo duerma. Dejar al niño sin pecho. Dejar a la madre sin vida. Dejar la jeringa en el piso. Dejar de mirar el reloj. Dejar de oír las ratas. Dejar que las ratas comiencen a oler la carne.

Carolina Lozada

Natalia III


Mi abuela me enseñó a rezar, recuerdo muy bien, las cuentas del rosario son cincuenta y nueve. Divididas en diez ave marías, cinco misterios y cinco glorias. En las noches, especialmente los primeros viernes de cada mes, la abuela y mi madre me sentaban a su lado y comenzaban el rosario. Yo siempre me equivocaba en las cuentas, me costaba mucho trabajo concentrarme y vivía distraída pensando en cosas de niñas. Cuando perdía el hilo, las voces rezanderas se alejaban como el ruido de un automóvil en la madrugada, de esos que pasan por solitarias carreteras, dejando una estela de humo y olvido. Entonces simulaba que rezaba, pero en realidad sólo movía los labios. En más de una ocasión una de ellas o ambas me dieron un manotazo en la espalda para que me comportara y respetara. Pero yo no me distraía por irrespeto, lo hacía porque era una niña. Una niña que pensaba en juegos y en qué estarían haciendo sus amigos mientras a ella la obligaban a hincarse y rezar el rosario en familia. Cuando fui creciendo las distracciones se convirtieron en cuerpos de muchachos. Labios, espaldas, cabellos sucios y sensuales, pechos planos, entrepiernas abultadas. Con un poco más de edad los labios se convirtieron en besos y lenguas dentro de mi boca.
Mi abuela decía que era pecado tocarse o tener pensamientos de la carne. Al principio no entendía muy bien qué quería decir con eso de tener pensamientos de la carne. De niña pensaba que los bebés los hacían los padres a punta de besos, hasta el día que un amigo nos contó, a mi hermano y a mí, que el hombre se acostaba sobre la mujer y la penetraba con su pipí que se ponía muy duro. Yo me molesté y no quise creerle. Nuestro amigo se reía, y no conforme con la explicación teórica, se afanaba en mostrarnos con mímica y gestos. Lo hacía recostado a uno de los árboles que teníamos en el jardín. Yo veía como restregaba su parte de adelante sobre la corteza del árbol y me llenaba de rabia. No podía creer que mi padre le hiciera eso a mi madre. No conseguía imaginar a mi madre en tamaña inmundicia. Mi madre con mi padre. Nunca pensé que ella fuese capaz de hacer esas cosas. La odié.
Mi rostro se enrojecía de rabia, mi hermano quiso golpear a Daniel, así era como se llamaba nuestro amigo, pero prefirió salir corriendo. Siempre lo hacía, cada vez que se metía en problemas o estaba triste corría y luego se subía al árbol de guayaba. Pero el árbol de guayaba estaba ocupado con los frotamientos del pene de Daniel, así que no le quedó otra que salir corriendo y esperar que Daniel y yo nos fuésemos. Yo le pedía a Daniel que se detuviera, que no fuera tan cochino, que ya, que ya, pero él se reía y seguía moviéndose pélvicamente. Claro, como él no tenía madre, no le dolía. A Daniel lo abandonó su mamá cuando era un bebé. Se lo entregó al padre del niño y le dijo que no estaba preparada para ser madre. Cuando queríamos molestarlo le decíamos hijo de nadie, se lo repetíamos hasta que lo hacíamos llorar y salía corriendo a esconderse en su habitación. Nosotros nos avergonzábamos por nuestro detestable comportamiento y nos quedábamos callados viendo como Daniel lloraba en silencio y huía de nuestras burlas, pero nunca nos corregimos, siempre que peleábamos o estábamos en desacuerdo con él le llamábamos hijo de nadie, lo hacíamos siempre hasta que Daniel se acostumbró a ser el hijo de nadie y no lloró nunca más delante de nosotros.
Daniel seguía restregando su pene en el árbol, no me obedecía, aunque yo trataba de despegarlo del árbol tomándolo del brazo y diciéndole, diciéndole no, gritándole: ¡basta, basta! Sólo las hormigas pudieron con él. Una de ellas se metió dentro de sus calzones y le picó justo en uno de sus testículos. Yo me carcajeaba mientras veía como Daniel saltaba y se tocaba sus partes. Me reía, me reía. Ahora que lo recuerdo me sigo riendo.

El día que me enteré que el papá se subía sobre la mamá con su pipí muy duro y lo metía dentro de la cosita de la mamá, comencé a portaba mal con mi madre. Fueron días de rebeldía, de rabia, de venganza silenciosa. La gritaba, le faltaba el respeto, no le obedecía. Ella me reprendía y perdía la paciencia, pero nunca llegó a comprender mi rabia, mi mal comportamiento. Tampoco llegó a enterarse de que fue Daniel quien nos violentó la inocencia con sus movimientos pélvicos en nuestro árbol de juegos y escondites. Ese día esperé la noche subida en el árbol de guayaba, en el árbol desvirgado. Mi madre preocupada y harta de mi mal comportamiento me llamaba desde abajo, amenazándome con que si no bajaba me iban a comer los murciélagos, los que siempre venían por las noches a comer guayabas. Solamente de ese modo pudo convencerme de bajarme del árbol. Cuando me dijo que los murciélagos podían comerme recordé las guayabas mordidas que aparecían debajo del árbol en las mañanas. Yo estaba plenamente convencida de que los murciélagos eran vampiros potenciales, lo creía porque había visto a Bela Lugosi y Christopher Lee transformarse en murciélagos luego de chupar el cuello de una bella actriz y salir volando por las ventanas bajo la luz de una luna cercana a la medianoche.


Carolina Lozada. Los cuentos de Natalia

Ilustración: “Sinister Work”, Leonora Carrington