Andrés Mujica
era cerrajero de
profesión y siempre le gustó jugar con las palabras, crear varias a partir de
una, pronunciar en silencio sus sonidos, catarlos mientras los escuchaba y
crearse un lenguaje propio, en el que él era el único interlocutor de su mundo.
Consideraba que corazón es la palabra más bonita del diccionario y que corazón
solitario es una fórmula poética muy linda, pero muy triste.
El cerrajero vivía solo con Aureliano su perro, y pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su taller. Le gustaba leer y hacer juegos de palabras; afición que practicaba desde que era niño, lo inventó cuando aprendió a escribir, empujado por la indiferencia de sus compañeros de clases, quienes lo excluyeron de sus juegos y complicidades al considerarlo un personaje raro y retardado. Sí, Andrés era el tonto del salón, el que tartamudeaba y pasaba en solitario sus horas de recreo.
En casa, el pequeño rayaba las paredes con su nombre, modificando alternativamente cada letra, haciendo combinaciones entre ellas, convirtiendo las paredes en un crucigrama infinito. Al principio su madre no se perturbó, pero cuando las proyecciones espaciales del hijo aumentaron gradualmente, gracias a la adquisición de nuevo vocabulario, ella comenzó a preocuparse. El pediatra le dijo que si su hijo tenía una enfermedad, era una enfermedad creativa que podría llamársele el mal de las palabras o la enfermedad del crucigrama. Su madre no entendió muy bien la explicación del médico. Sin embargo, éste logró tranquilizarla cuando le aseguró que no era mal para morirse y que lo peor que podía pasar era que su hijo se dedicara a las letras.
El cerrajero vivía solo con Aureliano su perro, y pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su taller. Le gustaba leer y hacer juegos de palabras; afición que practicaba desde que era niño, lo inventó cuando aprendió a escribir, empujado por la indiferencia de sus compañeros de clases, quienes lo excluyeron de sus juegos y complicidades al considerarlo un personaje raro y retardado. Sí, Andrés era el tonto del salón, el que tartamudeaba y pasaba en solitario sus horas de recreo.
En casa, el pequeño rayaba las paredes con su nombre, modificando alternativamente cada letra, haciendo combinaciones entre ellas, convirtiendo las paredes en un crucigrama infinito. Al principio su madre no se perturbó, pero cuando las proyecciones espaciales del hijo aumentaron gradualmente, gracias a la adquisición de nuevo vocabulario, ella comenzó a preocuparse. El pediatra le dijo que si su hijo tenía una enfermedad, era una enfermedad creativa que podría llamársele el mal de las palabras o la enfermedad del crucigrama. Su madre no entendió muy bien la explicación del médico. Sin embargo, éste logró tranquilizarla cuando le aseguró que no era mal para morirse y que lo peor que podía pasar era que su hijo se dedicara a las letras.
Contra todo pronóstico Andrés no se dedicó a las
letras, prefirió hacerse cerrajero, manteniendo como axioma de vida que las
palabras son como las llaves, sólo hay que aprender a usar las adecuadas para
abrir el corazón de los hombres.
La madre murió cuando el cerrajero había pasado la treintena. Sólo Andrés y Aureliano fueron a su entierro, el resto de quienes la conocieron ya la habían olvidado. En su lápida, Andrés se encargó de hacer una inscripción que sólo él podía entender y que se quedó mirando largo rato mientras llovía y las ranas saltaban entre los charcos de agua que se formaban en el cementerio.
La madre murió cuando el cerrajero había pasado la treintena. Sólo Andrés y Aureliano fueron a su entierro, el resto de quienes la conocieron ya la habían olvidado. En su lápida, Andrés se encargó de hacer una inscripción que sólo él podía entender y que se quedó mirando largo rato mientras llovía y las ranas saltaban entre los charcos de agua que se formaban en el cementerio.
El hombre regresó con su perro
a casa y en su corazón llevaba inscripta una dolorosa palabra: muerte. Muerte
era la única palabra con la que nunca se atrevió a jugar. Siempre le pareció
una palabra pomposa, acartonada, fea, de mal gusto, amargada, oscura, sin
gracia, la palabra más difícil de pronunciar. Esa noche se quedó dormido trazando
y tachándola de la pared.
Es ocioso decir que Andrés
Mujica nunca se casó. Ninguna mujer estuvo dispuesta a seguir las pretensiones
amorosas de un hombre que reinventaba el lenguaje del amor. La mayoría de ellas
se fastidiaban con el juego de combinaciones que Andrés hacía de las palabras
afectuosas. Sus fórmulas de amor no funcionaban, ninguna mujer fue capaz de
entender su enrevesado lenguaje y los niños lo llamaban el loco de las
palabras. En su laberinto sin salida se quedó solo con su propia reinvención del lenguaje.
La comida favorita del cerrajero era la sopa de letras y los cereales en forma de letras. Pasaba largo rato componiendo y descomponiendo palabras en su taza de comida, al punto que a veces se olvidaba de comer. En sus cuadernos de anotaciones se dedicaba a hacer las más intrincadas combinaciones hasta llegar al paroxismo de hablar en voz alta en el lenguaje crucigramático que había inventado. En esto estaba cuando Doña Matilde, la mujer más rezandera del pueblo, se acercó a la cerrajería para pedirle que la ayudara a abrir la puerta de la que había perdido su llave. Al escucharlo, Doña Matilde aseguró que hablaba en lengua, en el dialecto de Dios. Estupefacta de devoción ante lo que ella creía era un milagro, se arrodilló a los pies del hombre de las palabras enrevesadas y las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras daba aleluyas porque Andrés Mujica, el cerrajero, había sido bendecido por la lengua divina. El comentario se regó como polvorín por todo el pueblo hasta extenderse por los lugares vecinos, desde donde comenzaron a llegar peregrinos, creyentes, ociosos y periodistas amarillistas. Pronto el consultorio psiquiátrico popular requirió a dos nuevos pacientes: Andrés Mujica y Doña Matilde.
La comida favorita del cerrajero era la sopa de letras y los cereales en forma de letras. Pasaba largo rato componiendo y descomponiendo palabras en su taza de comida, al punto que a veces se olvidaba de comer. En sus cuadernos de anotaciones se dedicaba a hacer las más intrincadas combinaciones hasta llegar al paroxismo de hablar en voz alta en el lenguaje crucigramático que había inventado. En esto estaba cuando Doña Matilde, la mujer más rezandera del pueblo, se acercó a la cerrajería para pedirle que la ayudara a abrir la puerta de la que había perdido su llave. Al escucharlo, Doña Matilde aseguró que hablaba en lengua, en el dialecto de Dios. Estupefacta de devoción ante lo que ella creía era un milagro, se arrodilló a los pies del hombre de las palabras enrevesadas y las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras daba aleluyas porque Andrés Mujica, el cerrajero, había sido bendecido por la lengua divina. El comentario se regó como polvorín por todo el pueblo hasta extenderse por los lugares vecinos, desde donde comenzaron a llegar peregrinos, creyentes, ociosos y periodistas amarillistas. Pronto el consultorio psiquiátrico popular requirió a dos nuevos pacientes: Andrés Mujica y Doña Matilde.
La tarde en que Andrés recibió
la citación casi policial del psiquiátrico, se arregló lo mejor posible y se
comportó como pudo ante la avalancha de preguntas necias hechas por el
psiquiatra. Que si cómo fue su infancia, que si tenía algún amigo, que si por
qué no se había casado, que si se masturbaba todos los días, que si, que si. A
todas estas indiscretas preguntas, Andrés respondía como un caballero,
despejando cualquier duda sobre una posible locura agresiva, quedando
registrado en su historia médica como un poeta loco, pero no peligroso. Al
salir del consultorio, Andrés se topó con Doña Matilde, quien nuevamente se
tiró al piso cuando lo vio, abriendo los brazos al cielo en señal de franca
devoción. Andrés pudo salir. Doña Matilde quedó internada.
En las afueras de psiquiátrico
lo esperaba una multitud de devotos, ociosos y curiosos. El cerrajero se había
convertido, sin proponérselo, en el Santo hombre de las palabras. Algunas
mujeres embarazadas lo buscaban para que les diera un nombre combinado para sus
hijos. Otras personas querían que bendijera sus negocios; también aparecían
mudos que confiaban que al oír las palabras del cerrajero podrían ellos pronunciar
las suyas y los más devotos sólo querían escuchar la lengua divina. Andrés
Mujica caminaba nervioso entre la gente, no comprendía el revuelo que estaba
causando y tampoco entendió por qué la academia de la lengua lo había
excomulgado del idioma oficial. De repente, y sin previo aviso, el extraño
hombre de las palabras pasó de tonto a santo. Eran cambios muy bruscos para un
hombre que tenía un lenguaje y un mundo propios y que no entendía los códigos
de este mundo. Abrumado por las constantes visitas que quisieron convertir su
taller en un santuario de peregrinación, sufrió un proceso de ensimismamiento
que le enmudeció el habla. Su boca se cerró y no hubo ninguna llave capaz de
abrirla. Su rostro se consumió de tal manera que parecía que se había quedado sin
dientes. Los devotos se sintieron defraudados y dejaron de visitar el taller-santuario.
Algunos pocos, los más fanáticos, se quedaron a escuchar su silencio, pero el
silencio fue tan ensordecedor que abandonaron su empresa.
Pasaron los días, las lluvias y las sequías. Aureliano murió. Murió como los buenos viejos: dormido. El cerrajero volvió a abrir la boca, se la abrió la palabra muerte. Primero la madre, luego Aureliano, ahora sólo quedaba él. La muerte es la mayor de las censuras, es una palabra que cierra los ojos, la boca, la vida. Es la soledad de un tránsito que nadie sabe adónde nos lleva.
Pasaron los días, las lluvias y las sequías. Aureliano murió. Murió como los buenos viejos: dormido. El cerrajero volvió a abrir la boca, se la abrió la palabra muerte. Primero la madre, luego Aureliano, ahora sólo quedaba él. La muerte es la mayor de las censuras, es una palabra que cierra los ojos, la boca, la vida. Es la soledad de un tránsito que nadie sabe adónde nos lleva.
Andrés dejó de dormir pensando
en la muerte. Se la imaginaba borracha y grosera, otras veces elegante, en más
de una ocasión la pensó sordomuda, parada al frente de él, haciéndole señas
para que la siguiera. El hombre volvió a sus juegos de niño, lo que en un
principio fue motivado por la incomunicación con el mundo, ahora lo motivaba el
miedo al tránsito hacia lo desconocido. Volvió a hacer crucigramas en las
paredes, usando para ello sólo la palabra muerte. Le temía, le temía mucho a la
pomposa, a la fúnebre, a la mala gente que fue capaz de llevarse a un perro tan
bueno
Como Aureliano. Asustado diseñó una llave para
cerrar su taller, para evitar que la innombrable pudiera pasar. Pobre Andrés,
su desesperación lo llevó a subestimar a la mejor de todos los cerrajeros. No
hay puerta que no pueda abrir, ni fosa que no pueda cavar. El día llegó,
la muerte también. Andrés ya estaba muy viejo. No hubo necesidad de forzar la
cerradura, la puerta estaba abierta. Al principio, él tuvo miedo, pero el
rostro sereno de ese ser que no era hombre ni mujer, lo tranquilizó. Andrés
comenzó a hablar en su lenguaje, pensando que soliloquiaba, pero para su
sorpresa la muerte entabló con él un diálogo en ese extraño lenguaje
crucigramático que el cerrajero había inventado. Se sintió muy dichoso porque
por primera vez, alguien lo entendía. Pronto Andrés comprendió que la muerte
conoce todos los idiomas, hasta los que no existen oficialmente y aquellos que
han muerto en los labios de sus últimos hablantes. Era la primera vez que el
hombre no se sentía tan solo e incomunicado. Y pudo aceptar tranquilo que la
muerte es parte de la vida, que sólo somos pasajeros en tránsito en este mundo
y que lo único que nos sobrevive son las palabras que siguen pronunciándose en
otros.
Andrés estaba listo. Echó un
vistazo a su alrededor y aliviado comprendió que no extrañaría nada, pues todo
lo que amaba estaba en su corazón. Antes de irse pidió permiso para escribir
una nota, era la primera vez que escribía con una sintaxis gramatical
tradicional. En la nota pedía que lo enterraran junto a su madre. Se acostó en
la cama, cerró los ojos y su última palabra fue una sonrisa.
9 comentarios:
Vengo al Tejado por cortesía, jeje (es broma), para decirte que me ha gustado este cuento, pero que me extiendo sobre él y sobre el otro que me enviaste en un correo que te acabo de mandar.
Saludos.
P. D. Me parece muy bien que eliminaras la moderacion de comentarios,pues quieta mucho tiempo. Igual, si no te gusta algo, te lo volás.
Ups, me equivoqué. Pensé que habías eliminado la moderación.
Gustavo, tú bien sabes que puedes venir a echar un vistazo desde los tejados cuando quieras. El vecindario crece y ya hasta tenemos gatos.
yo mejor me uno...
Sí, vos mejor te unes. Más te vale. Bienvenido al tren, como dicen los Sui Generis.
No dejas de sorprenderme, Carolina, esta historia es fascinante.
Me encantó eso de que "La muerte es la mayor de las censuras, es una palabra que cierra los ojos, la boca, la vida. Es la soledad de un tránsito que nadie sabe a donde nos lleva."
¡Saludos!
Andrómeda, hasta me sonaron bonitas esas líneas leídas desde otros labios. Le diste tono, gracias.
Un abrazo.
Muy bueno!
Carlos:
¡Gracias!
Publicar un comentario