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viernes, 3 de diciembre de 2010

Suicidio pasional

Fue un asunto de ñoquis, nada tuvieron que ver los raviolis; así que son injustas las sospechas y acusaciones de la Comisaría de la Pasta. En realidad tampoco fue asunto de ñoquis, vamos a sincerarnos. Ellos, seguramente, no estaban al tanto del desequilibrio nervioso de la salsa blanca, ni de su hipersensibilidad ante el rechazo (ha sido tantas veces rechazada la pobre que no soportó más). Cuando a los ñoquis le propusieron: pesto o salsa blanca, ellos apostaron por el pesto. Sí, malditos homosexuales, se revuelcan con el primer italiano que se les atraviesa en el plato, espetó furibunda, entre borbotones, la salsa blanca mientras hervía en la olla. Y sin meditar el paso en falso que iba a dar, se arrojó sobre el procesador donde se licuaban los tomates para el gazpacho de la tarde.

Nadie lamentó su muerte, estúpida salsa blanca, ahora hecha un aguaje rojo.

jueves, 5 de agosto de 2010

Vicisitudes de un vegetariano

Un vegetariano es un bicho raro, un sujeto que causa una morbosa curiosidad, sobre todo cuando se sienta a la mesa, y ante un plato repleto de costillas de cerdo exclama: lo siento, no como carne. Las expresiones del manifiesto vegetariano suele hacerlas con voz bajita, casi que confesando un pecado. En el acto, los rostros de los comensales miran, sin asomo de discreción, al sujeto que acaba de hablar. Me ha pasado muchas veces, tantas que en algunas oportunidades prefiero decir que no tengo hambre, para evitar responder las típicas preguntas: ¿y por qué no comes carne?, ¿practicas alguna religión?, ¿lo haces por la salud? Inmediatamente después de las preguntas vienen los chistes y comentarios en torno a lo buena y sabrosa que es una parrilla; un pollo asado; un pato a la naranja, etc, etc, etc. Desde que decidí hacerme pezgetariana (de carnes sólo como pescado) supe que sería difícil, y desde entonces acostumbro a llevar una galleta o algunas frutas secas en mi bolso, por si acaso. Al principio mi madre apostaba a que rompía mi régimen en diciembre, época de hallacas, pero le gané la apuesta. Pasé mi primera navidad si comer ninguna hallaca de carne, y así ha sido desde entonces. Luego, ella se afanaba en preparar unos ricos pollos asados, e intentaba que el aroma me atrajera, como en las comiquitas, pero nada. Al poco tiempo se dio por vencida y poco a poco me la he ido ganando con platos que en otros tiempos eran inimaginables en su mesa.

Antes no cocinaba, era muy floja, ahora le he ido agarrando gusto a la cocina. Un día entendí que vegetariano que no cocina está condenado a comer mal o a pasar hambre; así que ya cocino, y no lo hago mal. Los que me conocen ya se han hecho a la idea de mi dieta, y cuando me invitan a sus casas tienen, mínimo, una ensalada. Para no sentirme tan sola en navidad me pongo a experimentar en la cocina, hasta el momento he hecho hallacas de vegetales con champiñones; hallacas de caraotas; y las recién bautizadas hallacas mediterráneas (queso, aceite de oliva, tomate, aceitunas negras, orégano, pimienta y sal). Éstas últimas han sido un éxito entre comensales carnívoros, y mis tías esperan en fila india una muestra de mis excéntricas hallacas.

Los que no tienen idea de cómo se puede vivir siendo vegetariano suponen que estos bichos raros se conforman con una hoja de lechuga o una papa cocida, y listo. No, la cosa es mucho más compleja. Digo que los vegetarianos tienen que ser creativos, y gracias a todos los dioses de la India los hindúes inventaron las especies. Cuando vivía en Santiago de Chile, y era época de cochayuyu (un tipo de alga comestible, es gruesa como una llanta de bicicleta), me servían platos inmensos de esa comida. Yo salía verde de comer tanta alga, tanto que la aburrí. El punto álgido ha sido compartir la mesa con comensales argentinos, para exagerar voy a decir que algunos muy carnívoros ponen una vaca entera en la mesa.

En una ocasión, y para ser buenitos conmigo, una familia argentina que me invitó a su casa se destacó en la preparación de un montón de ensaladas; pero ellos pretendían que me las comiera todas. Ni que fuera conejo, pensaba para mis adentros. Cuando iba al comedor universitario, al principio me detenía frente a la taquilla donde entregan los platos de comida, y exponía mi caso. Para los empleados del comedor yo era algo así como lo que los cubanos llaman un “caso social” (los ciegos, personas con discapacidad, etc). Poco a poco me fui ganando a una de las empleadas y cuando me veía venir preparaba una bandeja con trozos de patilla o de la fruta disponible. Eran tantos los trozos que hacían una ruma. Ella, una señora morena de brazos grandes, me veía como una muchacha que no se estaba alimentando bien; vamos a decirlo de otra manera: le daba cosita conmigo. Es más, vamos a dejarnos de eufemismos: me veía como a una muerta de hambre.

Ya son unos cuantos años siendo pezgetariana, y ya me sé todos los chistes y comentarios en torno a mi condición. Ya me acostumbré al color amarillo apio que me caracteriza. Tengo la suerte de que a mi perra Olivia también le gustan los vegetales y las frutas. Obviamente que ella tiene su comida concentrada, y cuando el resto de la familia come carne a ella se la da su ración, pero la loquita le da por comer rábanos, zanahorias, aceitunas, tomates y hasta ajos. Lo juro, un día mientras cocinaba se me cayó un ajo y ella lo agarró y se lo comió. Luego hice la prueba de darle otro ajo para ver qué pasaba, y la loca de mi perra se lo comió. La semana pasada estuvimos en casa de su hermanito Matías, y éste miraba con extrañeza cómo Olivia se llevaba una ramita de perejil a su hocico.

Hasta el momento no me ha hecho falta volver a mi antigua dieta de aves y carnes rojas, pero como no soy fundamentalista si algún día me provoca volver a mis viejas andanzas lo haré; pero por el momento voy bien con mis vegetales y demás menesteres. No soy completamente vegetariana porque me gusta el pescado, así de simple, sobre todo los mariscos.

Vivo en una ciudad con una buena producción agrícola, una ciudad bastante tolerante con los bichos veganos, vegetarianos, pezgetarianos, y mariguaneros. Acá hay casi igual número de restaurantes vegetarianos y de iglesias, lo cual es mucho decir si hablamos de un lugar conservador y católico. Tan tolerante es la ciudad con nosotros que hasta un popular sitio de comida rápida tiene en su menú hamburguesa vegetariana. En fin, escribo estas reflexiones a partir de una escena (que me gustó mucho y con la cual me sentí identificada) de la película Everything is Illuminated (Liev Schreiber, 2005) que a continuación les muestro.

Saludos y coman lo que quieran.


sábado, 22 de mayo de 2010

Diario de un loco. La oscurana


Tengo que prepararme para el colapso, estos días he estado tomando mis previsiones. Poco a poco he ido abasteciéndome de velas para que no me sorprenda el gran apagón. Las compro de a poco, para evitar levantar sospechas entre los vendedores (que al temer la posibilidad de un gran apagón en la ciudad podrían acaparar las velas y velones) y los compradores (su suspicacia ante el cataclismo eléctrico los podría llevar al saqueo de fábricas y negocios de velas). También he estado trabajando en el diseño de un ascensor artificial que me pueda servir para desplazarme cuando la falta de energía eléctrica paralice los ascensores convencionales. El método que empleo es muy tradicional: una polea, una guaya y un cajón que pueda soportar el peso de mi cuerpo. La guaya artesanal la lanzaría desde mi balcón y el cajón tendría un candado para que nadie más utilice mi mecanismo de transporte dentro del edificio. El uso de la computadora ya lo solucioné, ahora únicamente utilizo máquina de escribir. Pobres ilusos los que siguen usando esas computadoras, ya los veré desesperados cuando llegue el cataclismo eléctrico, y no podrán hacerse de máquinas ni de cintas para escribir porque ya me habré quedado con todas las existentes en la ciudad. ¡A cruzar la frontera, fantoches!, ¿y cómo?, ¿a pie? Sepan que la oscurana paralizará todo sistema de transporte; no habrá trenes, barcos, aviones, ni siquiera automóviles. Me río de ustedes, cuerda de lusers electrónicos.

La ciudad se detendrá progresivamente, será una oscura hecatombe, pero yo estaré preparado, su oscuridad no me tomará desprevenido. Desde hace tiempo hago largas caminatas para acostumbrar mi cuerpo al ejercicio físico, para que al momento en que todos los mecanismos móviles, que necesiten energía, se detengan, no me pille la inamovilidad. Igual tengo un par de bicicletas y me he metido en el taller para hacer mi propia rolinera (carruchas, les llaman en algunas partes), de madera y rueditas. Ustedes se ríen de mí, todos se ríen de mí, pero ya me reiré de ustedes cuando los vea caminar cansados y desfallecidos, y yo pase por su lado en una veloz rolinera. También me río de ustedes, usuarios del trolebús. Ajá, mi amigo de Ejido, la estación Centenario sólo será una quimera.

La población no ha entendido lo que oculta el Intendente detrás de la repartición de equipos de sonido portátiles, que se cargan con energía solar. Cuando llegue el gran apagón sólo estos equipos funcionarán y únicamente podremos escuchar los discursos y canciones del Intendente. Toda esta siniestra operación está maquinada en los laboratorios de científicos probetas, encubados y nacidos en los laboratorios soviéticos. A esta operación le llaman “La oscurana TSZ40”, lo sé porque pude acceder a sus archivos secretos en formato MSDOS. Aunque nadie me crea, en este momento, nuestra memoria musical se borrará y sólo quedarán rondando en nuestras cabezas las canciones del llano adentro, los poemas y tonadas del Intendente. Pero yo me he preparado para enfrentar este olvido colectivo. Tengo las partituras de Bach, Chopin y Guillermo Dávila en mi cabeza. Tampoco podrán con la fuerza de Pastor López, no señor.

Los que más pena me causan son los adictos a los teléfonos móviles, pobres infelices, sufrirán infiernos cuando el último aliento de sus baterías se agote y no puedan volver a cargarlos. Veré sus dedos moviéndose sobre el teclado inerte de sus teléfonos. Los veré enloquecidos con la oreja pegada a sus móviles, hablando solos. Los veré suicidándose en masa. Y los titulares de la prensa, que se escribirá a mano antes de extinguirse la prensa por completo, dirán: “Muerte celular”, “Hombre mata a su blackberry y luego se suicida”, “Adolescente sufre afasia al quedarse sin mensajes de texto”.

Ahí viene la oscurana, lo siento por quienes subestimaron al medioevo.

Ilustración: Robert and Shana Parkeharrison

jueves, 22 de abril de 2010

Diario de un loco. Soy un rincón de mi sombra

Soy un rincón de la casa, lo dije ayer y hoy soy un rincón más pequeño. La oscuridad empezó a entrar por la puerta principal y como una hiedra lenta, pero afanosa y decidida se fue subiendo por las paredes. Se metió entre las grietas y huecos sin clavos, tapó las manchas y filtraciones. Avanzó segura, buscándome y me encontró hecho un rincón con pelusa y polvo. Me halló con los ojos cerrados y el corazón tratando de latir bajito. De nada sirvieron las manos cubriendo el rostro; en un intento torpe y desesperado para evitar el paso de la sombra. Ella encontró desviaciones, atajos, las triquiñuelas de las travesías, para esto le sirvieron unos ojos con pestañas cortas, mal custodiados, unas fosas nasales que del susto se dilataban y contraían, unos poros abiertos y unos dientes desnivelados que impedían el cierre hermético de la bóveda bucal.

Fue así como la cabeza se me llenó de sombra. También el cuerpo y el presente y el futuro. Los ojos se me convirtieron en bruma; los oídos en sonidos, repiques, voces, aullidos terribles, gritos salvajes. La sombra es una jungla. El corazón se me hizo miedo; las manos un manojo de nervios. El afuera se convirtió en un pacto de no agresión: yo no te paso, tú no me pisas. Por eso evito salir, soy respetuoso de los pactos. Salgo muy pocas veces, por obligaciones humanas, pero hacerlo significa alborotar la oscuridad. Afuera mis miedos se juntan en confabulación; sé que quieren matarme. Me lo han dicho al oído. Lo hacen cuando estoy dormido.

En la calle camino evitando los cruces peatonales, preferiría colgarme del tendido eléctrico y cruzar como un mono o saltar los tejados como un gato; pero las veces que lo he intentado he terminado en prisión. En mi último paseo me detengo frente a un vendedor de frutas, veo cómo parte en dos patillas y melones. Le pido señor, por favor, abra usted mi corazón y fíjese como lo habita la sombra, como una fruta podrida. Mi corazón oscuro y piche. El frutero no me hace caso y la mujer que espera por sus frutas me mira con temor y maldad, y aprieta su cartera contra su pecho. El pecho es el lugar de las traiciones, señora, le digo y sigo mi camino. Paso dos horas detenido en la esquina de una acera, decidiéndome a cruzar la calle, siento pánico, me atormentan los sonidos de las bocinas, me atemorizan los potenciales asesinos en los rostros de los conductores. Una mujer vieja, con andadera, se me acerca para que la ayude a cruzar. Yo miro su pelo naranja, su piel muy blanca, arrugada y pecosa. Mi corazón da varios saltos atrás, como un músculo suicida. Esta mujer me quiere empujar a los automóviles, me digo. Sé que es parte del ejército de la sombra, lo veo en sus ojos con cataratas. “Ayúdame”, me ruega y mira la calle, pero ayudarla sería suicidarme. La empujo, veo rodar su andadera, veo cómo sale su dentadura postiza como un escupitajo, veo volar su pelo anaranjado y chirriante. Grito y huyo. Soy un rincón de mi sombra.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Diario de un loco. Julieta Dell 1521


El insomnio me mantiene aferrado a mi computadora, paso tanto tiempo con ella que nos hemos vuelto inseparables. A veces la llevo a dormir conmigo; la pongo en un rinconcito de la cama y yo me encojo lo mejor que puedo para no molestarla. Ella no exige mucho, si hay frío titila para que la arrope y cuando hace mucho calor, emite un ruido para que abra la ventana. Otras veces cocina conmigo, ella se queda echadita sobre la mesa mientras me dicta los ingredientes y el modo de preparación de la receta. Como a su lado, ella no come porque siempre está a dieta. Es tan delgada y plana, toda una maravilla. Decidí ponerle nombre en honor a su coquetería, se llama Julieta Dell y su cédula de identidad es 1521.

Mis dedos están llenos de ella, al punto de que el dedo índice derecho ha perdido sensibilidad para otros tactos, debido al caluroso contacto con las teclas que mueven el cursor. Ya lo dije: ella es maravillosa, pero también debo decir que es muy sensible y se molesta fácilmente. Anoche me fui a dormir solo y Julieta se quedó sola en la sala, viendo una película de un Marlon Brando rebelde y en motocicleta. No pude dormir, daba vueltas en la cama intentando conciliar el sueño, pero fue inútil. Pasadas las dos de la madrugada me levanté. Julieta Dell se había quedado suspendida mientras en la pantalla del televisor proyectaban otra de Brandon, esta vez viejo y con voz extraña. Apagué el televisor y me acerqué a ella, pero no respondió. Lo intenté varias veces, sin embargo no me daba su mirada azul. La oscuridad de la pantalla delataba su desamor: No se ha iniciado Windows porque el siguiente archivo falta o está dañado: \windows\system 32\config\system\. Para reparar el archivo inicie el programa de instalación de Windows. Lo sabía, ella quería empezar todo de nuevo, como la primera vez. Tenía el corazón roto, había que repararlo. No debí dejarla sola viendo esa película de un insolente Marlon Brando. No debí, las computadoras son tan sensibles como las mujeres. Qué vaina.

Pasé lo que quedaba de la madrugada intentando hacerla volver, pero no. Ni siquiera quiso jugar una partida de Solitario. Después de las diez de la mañana salí a buscar un técnico, y aunque sabía que cerca de casa había uno muy bueno, decidí ir fuera de la ciudad para encontrar otro que no conociera. Quería que el técnico que la tratara fuera un perfecto desconocido para que no la tocara mucho, ni pillara nuestras cosas, esas fotos comprometedoras, nuestras tiernas muestras de afecto. Cosas de uno, es que vivir solo cuesta. Tampoco deseaba que le hiciera seguimiento a mis asuntos personales, ni que rastreara mis cuentas de correo. No quería darle pie a que me investigaran.

Al técnico vecino suelo tropezármelo en la panadería, en el kiosco de los periódicos y revistas, en las colas del pago de servicios públicos. Y aunque él finja no fijarse en mí, sé que lo hace. Ese hombre que parece una comiquita (flaco, jorobado, con un descomunal afro, y marcadas huellas de una adolescencia no feliz en su rostro) debe manejar todos los IP del vecindario. Seguramente tiene una base de datos con los correos electrónicos de todos nosotros, debe saber quién firmó y quién votó a favor del referéndum constitucional. Además, tal vez sea él quien manda los correos Spam, en los que se hace pasar por un enfermo terminal cuyo último deseo es encontrar a un desconocido para darle en herencia su cuenta millonaria en el extranjero.

A mí no me engaña su aparente indiferencia cuando abre la nevera del abasto y coge litros de bebida gaseosa. Seguramente, en casa debe tener un lector de huellas dactilares conectado a la Oficina Central de Información Policial. A más de un iluso cliente afectado por un virus (que probablemente él mismo ha creado) le debe haber tomado muestras de ADN, extraídas de los pelos que se caen y quedan atrapados en las rendijas del teclado. Sé que todos estos nerditos informáticos son mantenidos por el Intendente, ellos son sus espías. En más de una ocasión he fantaseado con la extinción de su especie, porque eso son: una especie inteligente y rara. A veces he soñado con reunirlos a todos en un festival de cómics y envenenarles las gaseosas. El dilema que no he logrado resolver es ¿qué haré luego con sus cuerpos?

Esta mañana, mientras conducía en búsqueda de un técnico desconocido, entendí que mi viaje era inútil. No importaba cuán lejos estuvieran entre sí, todos están conectados por una red oscura, y todos comparten las mismas malas intenciones. Frente a un semáforo con la luz verde, y una caravana de bocinas empujándome para que arrancara, me convencí de que los técnicos informáticos son una logia al servicio del Intendente para controlar nuestras vidas. Sentí un espasmo en mi ojo izquierdo (suele darme cuando transcurren unos minutos sin tomar mis pastillas) y di la vuelta en U. Entendí que mi búsqueda era inservible y hasta ridícula, no podría reparar el corazón despechado de mi Julieta Dell, era hora de buscarme a otra. Lo siento, Julieta, lo siento. Lloraba al tomar la decisión: era hora de buscarme una máquina más madura, sin achaques posmodernos. Con las lágrimas estallando sobre mi rostro asumí que debía apostar por una vieja máquina de escribir. Era hora de recuperar antiguas cintas roji-negras, sin archivos, sin virus, ni testigos.

Ilustración: Robert and Shana Parkeharrison

miércoles, 17 de marzo de 2010

Diario de un loco

Hace poco más de un año que me aislé. No fue una decisión difícil, siempre he sido huraño, un amargado que no soporta el movimiento gracioso de los poodles. A mis amigos los abandoné poco a poco. No me costó mucho. Me eran insoportables. Sobre todo cuando me invitaban a beber y no paraban de hacerlo, tampoco de hablar de sí mismos, de sus repetidos fracasos. Son la hostia. Uno de ellos tenía mal aliento y los dientes amarillos y rotos de tanto fumar. Hablaba cansado y ponía cara de filósofo con cigarrillo, decía que éramos el pueblo elegido para un proceso de renovación político-espiritual. A ese pobre diablo lo mató el cáncer, o el Marlboro o el Camel, o qué sé yo, no se me ocurrió ir a su entierro para preguntar. Su mujer me llamó para decirme que me extrañaron en el velorio y que en vez de oraciones cristianas leyeron parte del Manifiesto Marxista, tal como él lo había expresado en su último deseo. Pobres diablos: Marx a pleno sol. A la mujer le dije que no estaba de humor para sandeces y le colgué el teléfono. Santo remedio, nunca más supe de ella.

De otros antiguos amigos me fue más difícil deshacerme, no porque los apreciara sino por su insistencia. Uno de ellos, a quien yo llamaba para mis adentros Calimero, transcurría sus días viviendo de glorias pasadas y lamentando el presente. Estaba enamorado de un hombre mayor, a quien llamaba maestro, y siempre acudía a mí para desahogar las penas que el maestro le provocaba. Me contaba que su caprichoso amante lo usaba sexualmente y luego lo vejaba como a una cosa. Sé que en el mundo existen aberraciones pero nunca entendí la suya. El maestro es un viejo como de cien años, lleno de pecas y pelos hasta en los ojos. Huele mal, a orines propiamente, no para de auscultarse la nariz y padece de incontinencia verbal. Según Calimero, su maestro lee y habla en muchos idiomas, sin embargo yo sólo lo he escuchado hablar en un castellano muy pobre. El maestro es quien le escribe los discursos al Intendente de la ciudad, y gracias a su oficio puede viajar por el mundo. Durante estos viajes se da a la tarea de visitar tiendas de juguetes eróticos, que luego pone a prueba en el laxo cuerpo de Calimero.

La última historia que le aguanté a Calimero fue la del tatuaje. Desesperado de amor y atormentado por la posible existencia de una relación amorosa entre el maestro y el Intendente, Calimero se hizo un tatuaje en el cuello con el rostro de su obsesión y abajo, a la altura de la clavícula, se escribió “Te amo”, en finlandés. Para su desgracia, debido a la flacidez de su papada, la cara del viejo se veía como un montón de arrugas y pelos regados por el cuello. Con esta gracia Calimero se apareció en mi apartamento. Y para darme la sorpresa vino ataviado con una bufanda, a pesar del espantoso calor que hacía. Calimero venía molesto porque antes de llegar se topó con un desconocido en la calle, que al verlo envuelto en tan desconcertante invierno lo atrajo hacia él, tomándolo a la altura del cuello y diciéndole: “mirá, coño ´e tu madre, ¿vos no tenés calor?, ¿vos no tenés calor?”

A Calimero no le molestó tanto el atentando físico como el hecho de que lo vosearan. El voseo le parece cosa de gente ordinaria, según los preceptos de Andrés Bello y su maestro. En esa disquisición lingüística (y solitaria) se estuvo más de media hora al llegar, hasta que por fin, más calmado, se quitó la bufanda para preguntarme qué me parecía su muestra de amor. No hubo de otra: lo saqué a patadas del apartamento.

Pero él volvió, lo hizo varias veces. Tal vez más adelante siga contando cómo hice para deshacerme de Calimero y de mis otros antiguos amigos. Tal vez o tal vez no, total esto es un diario. Y es el diario de un loco, no tiene porqué ser coherente. Absurdos ustedes si me piden coherencia, absurdos ustedes si leen el diario de un loco. Además, los diarios deben ser privados ¿no? Cosas de señoritas, dicen. “Querido diario, hoy me dieron mi primer beso de lengua. Estuvo bien, pero me gustan más los de Luc, mi perro”.

Ilustración: “Shoe, Hat and Eggs”, Joel-Peter Witkin