viernes, 26 de diciembre de 2008

Marco


Adriana tenía un gato. Su gato se llamaba Marco. Marco un día se fue de casa y se dedicó a viajar. Se hizo un gato trotamundos. Seguramente, fue atraído por el olor a pescado de las colas de las sirenas de las playas de Cumaná y se hizo al mar. En barcos de petróleo, con marineros noruegos y buques de piratas de lenguas muy extrañas, Marco recorrió los mares y puertos extranjeros.  Se talló varios tatuajes y conoció gatitas francesas; de labios rojos y  seductores maullidos que decían: Je t’aime.

Adriana extraña su gato, sin embargo ella sabe que a los viajeros felinos no se les puede detener los pasos. Marco se hizo mar y Adriana le escribió una tierna despedida, de esas que hacen burbujitas en los ojos de quienes amamos los animales. La despedida está escrita en su blog, que pueden rastrear desde estos tejados: http://www.lamanosigilosa.blogspot.com/. Y también pueden votar por ella para el concurso “1 año en un post. Y si mi historia no les convenció, déjense persuadir por la ternura de la mirada de Marco.

Carolina

martes, 16 de diciembre de 2008

Cabellos de libélulas


Una mujer de piernas, de cabeza, de espaldas, de corazón. Una mujer de sombrero, de intuiciones, de sonrisas, camina por la calle, por la vida, por mis noches tejidas. Una mujer me espía desde el árbol, desde el balcón, desde la persiana a medio cerrar. Yo finjo no verla para permitir que me vigile mientras pienso en ella, en su talle, en su inconformidad, en su cabellera rota y en su corazón remendado. Ella observa atenta mis pasos, mi botella a medio vaciar, mi espalda recostada a la pared y mi mirada perdida buscando la noche.

Voy al baño, para permitir que ella se arregle el vestido que ha arrugado en su incómoda posición de espía, para dejar que retoque el carmín de su sonrisa y suelte las libélulas nocturnas que se han agolpado en su cabellera. Al cerrar mi cremallera oigo sus pasos ahogados en la sala de espera, y siento el olor de sus axilas lampiñas despedirse de sus soledades aéreas. Al volver a la sala, ella se esconde tras la cortina de estrellas azules. Recojo del aire sus libélulas incandescentes mientras ella descuida la punta de sus zapatos que se asoman altaneros y caprichosos desde la cortina corrida por el vuelo de la noche. Sola y desarmada, sin telón que cubra sus habitaciones, clósets y gavetas, la mujer me mira desde su posición descubierta. Me acerco y observo su rostro de laberintos y rayuelas. Ella me ve con sus ojos de luna eclipsada. Inmediatamente comprendo que me es imposible no ofrecerle una sonrisa de rehén enamorado de su captora. Cierra los ojos, suspira y levanta la cabeza, ofreciéndome el espectáculo de su rostro desenmascarado. Yo miro más allá de su rostro, su cuerpo, especialmente su cuerpo telúrico, colmado de volcanes y erupciones a punto de estallar en un gran vómito de mariposas embriagadas. Miro los senos que se esconden detrás de su vestido oscuro, husmeo los recovecos de sus caderas y piernas que se ofrecen velados por la tela celosa plegada sobre su piel, negándome la transparencia del desnudo. Al acercarme noto que gime como gata de jazmín, al tomar su cintura las libélulas comienzan a irrumpir por el balcón y reventar en colores la noche. Ella abre los ojos y sonríe mientras que desde su cabellera surgen libélulas floridas y estaciones vencidas que enceguecen momentáneamente mi mirada sobre sus labios. Tumbados sobre el sofá, en el centro de la sala, en mitad de silencio, en medio del revuelo de los insectos, nos acariciamos y entregamos al viejo juego de los amantes, justo en el centro, como en una especie de ritual mágico, en el centro de mi casa, en el centro de la sala, en el centro de su cuerpo.

Afuera se oyen ruidos de aquelarre, las brujas acostumbran reunirse a orillas del río para danzar, embriagarse y conjurar corazones. Suelo oírlas desde mi balcón y a veces he llegado a intuir el sabor de su piel bajo la luna trasnochada. Esta noche, cuando tengo entre mis brazos a la mujer cabellos de libélulas, el aquelarre ha sido más violento y escandaloso y al levantarme con la intención de cerrar la ventana del balcón, un millón de insectos floridos y risas hechizadas irrumpen, haciéndome perder el equilibrio. Todas revolotean alrededor de mi niña dormida, cuando trato de levantarme para echarlas de mi casa y de su cuerpo, la veo pararse desnuda y sonriente para escapar con sus piernas y cabellos de libélulas hacía el río, a reunirse con sus compañeras, en el aquelarre molesto por su ausencia.

Ella escapa con sus pies descalzos y sus senos silvestres, perseguida por la nube de luces, dejándome la casa oscura y silente. Entretanto, me siento en el balcón, despechado, a oírlas reírse de mí, de los hombres, de sus falos, de sus leyes.

Carolina Lozada
Ilustración: “Albaricoque japonés”, de Chiho Aoshima

lunes, 8 de diciembre de 2008

La oscuridad de Nina


Los ojos de Nina se suben al autobús. Es miércoles y hace calor. No hay asiento disponible y Nina se queda parada, observando a los pasajeros que en su mayoría llevan la mirada pegada a las ventanillas en un mudo diálogo de miradas callejeras. El autobús cubre la ruta hacia las afueras de la ciudad. Vestido de azul circula diariamente por las calles de una ciudad en la que no existe el invierno, ni el otoño, sólo un eterno verano visitado por una primavera de flores exóticas. Bancos, escuelas, bazares y edificios son parte del escenario que circunda las vueltas de este transporte público.

La penetrante mirada de Nina se esparce por toda la unidad. Los pasajeros no se fijan en ella más allá de verla subir. Sólo atrapa la infantil curiosidad de un pequeño con sombrero y arma de juguete que la observa desde su asiento. Los ojos del niño, acostumbrados a las historietas y los comics, la miran atentamente. ¿Cuál es el atractivo que Nina ejerce sobre el chico?, ¿qué llama tanto su atención?, ¿serán sus ojos nocturnos que le embelesan? ¿o tal vez, esas cejas pobladas como un oscuro jardín?

Los labios cerrados de la mujer simulan una mueca de desinterés. No obstante, no puede disimular la incomodidad que le causa la mirada del pequeño vaquero. La madre, al percatarse de la indiscreción infantil, le habla al oído y el niño, después de oír las palabras, gira la mirada hacia la ventanilla. En ese momento una fila de ciclistas pasa al lado del autobús. El pequeño sonríe y pega su rostro y manos al vidrio que lo separa del ordenado grupo de deportistas. Uno de los ciclistas le sonríe y el niño le dice adiós con la mano cuando el autobús deja atrás las fibrosas piernas de los ciclistas. No muy lejos, los sigue un cartero en una vieja motocicleta, lleva el buzón repleto de correspondencia. Cartas de amor y desamor, cartas de madres, de soldados de guerra, de amantes que esperan en casa, cartas de suicidas, de remitentes sin destinatarios. El cartero se pierde en la reverberación del sol. Pronto, el paisaje se convierte en un interminable tendido eléctrico, acompañado de cadáveres de animales que ocasionalmente aparecen a orillas de la carretera y algunas aves que vuelan incasables quién sabe a qué lugar. Ante la monotonía del paisaje el chiquillo se aburre y se sienta nuevamente en su lugar, mientras la madre sigue leyendo una revista de modas y cocina.

Un pasajero se queda en uno de los solitarios parajes de un pueblo nacido a orillas de áridas montañas. La camisa a cuadros y el rostro curtido del hombre se pierden en la explanada. Aún queda más de una hora de viaje para llegar a la otra orilla de la ciudad. Nina logra sentarse. Desde su asiento, el pequeño puede observar el perfil de la mujer, una nariz discretamente pronunciada y una piel blanca levemente acariciada por el sol. Las manos, apenas descubiertas, se ven largas y suaves. Nina se desentiende del chico y se dedica a observar al resto de los pasajeros. Ve el brazo del chofer, un brazo curtido por los excesos de sol. Mira su cabeza invadida por las canas. Un hombre pensativo lleva la cabeza pegada a la ventana, está tan ensimismado que pareciera no sentir los saltos bruscos cuando el automóvil cae en esporádicos huecos callejeros. Los pasajeros saltan, producto del impacto, el cuerpo del hombre salta junto al resto de los pasajeros, pero su mirada continúa suspendida en pensamientos que sólo a él le pertenecen. Una señora con cara y cuerpo de matrona lleva las manos sobre su pronunciado vientre, en el cuello le cuelga una pequeña crucecita y al lado de sus piernas descansa una bolsa con víveres y pan. Es blanca, robusta, con brazos fuertes y saludables. Su cabellera rubia y poco abundante está cubierta por una pañoleta, tiene los ojos pequeños y una nariz clásica, viste de negro como una viuda eterna. La música suena a través de un equipo portátil en los oídos de un joven flaco, tan flaco como un lápiz. Sus pies y cabeza se mueven al ritmo de lo que escucha. Una mujer de rasgos delgados y tristes lee un libro grueso de olor milenario. Nina clava la mirada en la cabeza de la joven, observa los escuálidos cabellos esparcidos por su nuca, percibe el olor de su cabellera limpia, de su piel refrescada por lociones de baño. Es una mujer joven, debe estar enamorada, o al menos debe creer en el amor. Tal vez vaya a verse a escondidas con su amante, quizás quedaron en salir a caminar, a contemplar estrellas y esas cosas sencillas y vitales que les gustan hacer los enamorados. Las manos de la chica pasan las páginas del libro como empujadas por una fiebre inquietante. El libro habla de corazones y de noches vestidas con papel de celofán. Dentro del autobús hay más rostros, todos anónimos, algunos atractivos, otros menos llamativos, olvidables la mayor parte de ellos. Cada rostro sobre una cabeza que piensa, reflexiona, imagina, recuerda, sentados todos en la ruta del autobús azul.

La solicitud de parada por parte de la madre del chiquillo vestido de vaquero, despierta a Nina de su concentración en la lectora. Al levantarse, dispuestos a abandonar el autobús, el chiquillo se voltea, mira a Nina y le hace una señal de disparo con su arma de juguete. El eterno bang bang de los westerns norteamericanos. Gary Cooper, Clint Eastwood, Lee Van Cleef en el imaginario de bandidos y vaqueros, de buenos y malos. El joven de la música en los oídos sonríe ante el travieso gesto del pequeño. A Nina no le hace gracia la travesura. Sus grandes y oscuros ojos miran con recelo al niño y al joven que sonríe divertido desde su asiento. La madre toma fuertemente al niño de la mano, apura su paso mientras le recriminaba su comportamiento con la señorita. Con una sonrisa apenada trata de disculparse con Nina, pero ella continúa inmutable como un muro silencioso y ajeno. La madre y su hijo bajan del autobús, rápidamente y a escondidas, el niño le hace una mueca a Nina desde la calle antes de perderse ambas figuras, dejadas atrás por el transporte que continúa su recorrido por calles que parecen hechas de mediodías, por casas de sol y ventanas abiertas. Hace calor, mucho calor. El pulso de las calles languidece en una especie de sopor suspendido. Los rostros de los transeúntes se muestran agotados. Las aves se posan sobre árboles cansados. Los pasajeros del autobús transpiran en silencio, la somnolencia los invade. Desde las ventanillas del ala derecha se puede observar un mendigo con aspecto delirado afeitando su rostro con una vieja hojilla desechable. Se ve muy sucio y aun cuando afeita una y otra vez su rostro frente al vidrio de un auto estacionado, su oscuro bigote permanece aferrado a la piel como el moho al pan viejo. La joven no se fija en el mendigo, está absorta en la lectura. Lee historias del oriente maravilloso, de especies y decorados sensuales, de bailarinas con vientres ardientes, de mujeres de ojos cautivadores. Camellos, caballos, alhajas, guerreros, arena mortal e infinita.

Poco antes de llegar al destino final de la ruta, Nina cierra los ojos y piensa en silencio. Nadie sabe en qué o en quién piensa. Quizá recuerda su infancia, tardes de juegos y chocolates, los amores furtivos en la adolescencia, algún deseo por satisfacer. Sus pechos bajan y suben al ritmo de su acelerada respiración. Ninguno de los pasajeros se percata de que el corazón de esta mujer crece en aceleraciones. Su corazón bombeando sangre a una velocidad vertiginosa. De pronto, sus ojos de hechicera nocturna se abren como poseídos por una fiebre alucinante, sus manos que parecen muy suaves, se deslizan hasta la cintura, sus labios pronuncian unas palabras que nadie entiende o que pronto el caluroso viento se traga. De repente y con determinación hala un cordón escondido entre sus ropas, un cordón que bien pudo haber sido una de esas vistosas alhajas que llevan las mujeres en los cuentos milenarios del oriente maravilloso, o tal vez, un simple cordón blanco, gris, triste cordón de muerte. En instantes, el autobús explota, justo en la entrada a la otra orilla de la ciudad. Los pasajeros no tienen tiempo ni para sorprenderse. El chofer apenas puede mirar por el espejo retrovisor, la matrona se lleva las manos a la cruz que cuelga en su cuello, el joven flaco no oye las palabras de Nina y sigue tarareando las canciones. La lectora ve la expresión de la mujer y sabe inmediatamente de que se trata, ha leído tanto sobre esto, pero nunca pensó que podría pasarle a ella. El miedo hace que el libro caiga a sus pies. Los pensamientos del hombre ensimismado vuelan junto a su cuerpo. Después de la explosión viene el silencio de la muerte. Las llamaradas de fuego apagan los gritos del chofer y los pasajeros. Los colores del infierno, el olor chamuscado de la muerte.

El viento gime cansado en una ciudad golpeada por el sol. Los ojos de Nina desaparecen, seguramente se pierden en la oscuridad de sus pupilas. Sólo se hallan restos esparcidos en ese lugar de muerte fanática, una pequeña cruz aferrada a un cuello destrozado, los solitarios audífonos de un equipo de música portátil y las páginas quemadas de un libro que con la brisa comenzaron a volar y a ser leídas por el viento: te cuento una historia pero no me arranques el corazón.

jueves, 4 de diciembre de 2008

La mosca de Luis


Me gustan las moscas. Las historias con estos pequeños seres de patas afines a las suciedades. Moscas fatales que les gusta suicidarse en las sopas. De los cortometrajes que forman parte de “Ten minutes older”, uno de mis favoritos es “The enlightenment” (de Volker Schlöndorff), aquel de la voz en off detrás del insecto que reflexiona sobre el tiempo en un día de campo alemán. Pero no es de moscas alemanas de las que quiero hablar, tampoco de mis propias moscas; hoy quiero hablar de La mosca de Luis, especialmente de aquella mosca que vuela con las patas manchadas de sangre muerta en esos siniestros pasillos de “Death row”, uno de los poemas que forman parte de su último libro En defensa del desgaste (Mérida: Mucuglifo/Fundecem, 2008). Un poema que se hace cuento en su recorrido por esas carnes, por esos platos, por esas almas:


Death row



la solitaria mosca que está parada encima de una copa
viene de lejos/
de otros
manteles sucios,
conoce otros cadáveres;
en sus ojos ve uno cien restos de carne
de tantos platos de cartón/por donde anduvo
en la pampa (y en
/Lima),
como si sostuviera en ellos un poco de comida
por si acaso no consigue
en el nuevo paraje;
salió de noche del primer país,
¿no es también ligeramente oscura su mirada?;
cuánto debió viajar antes de finalmente/detenerse
sobre una vaca/y sobre aquel alambre
lleno de sangre
(lleno de pelos);
igual estuvo sobre un hombre muerto
/eso de allí es un campo abandonado,
/una mujer sola cuatro hijos;
la mosca ha jamado todas las vísceras de todas las morgues;
se ha regodeado en todos los museos
y conoce
las mejores narices;
ninguna corbata se le ha resistido;
ha estado en todas partes
(la mosca/bicha)
como un dios llamado para/la absolución final;
pongámonos en fila,
mostremos las llagas,
que la mosca se apiade de nosotros,

una piel blanda,
una vida triste,
unos pocos cabellos

(Poema de Luis Moreno Villamediana)

lunes, 1 de diciembre de 2008

El viejo


Adaptación literaria de un pasaje del filme
Historias mínimas de Carlos Sorín.


El viejo espera el tiempo pasado que no vuelve. Ese tiempo que tiene forma de perro y que ladra en la distancia buscando un dueño perdido. El viejo está sentado sobre una silla de madera gastada, con asiento y espaldar de cuero raído, manchado por el uso. Al fondo de su espalda se encuentra una casa cimentada de recuerdos, de días muertos, de tiempo oxidado. Dentro de sus ventanas lo observa una mujer que ya no existe y un hijo indiferente, ajeno. Al frente tiene el horizonte de la pampa. Espacio sin límite, soledad habitada de firmamento. Nubes desparramadas como cuerpos de formas maleables. Los ojos del viejo no pueden clavarse en ningún lugar porque no hay destinos en la pampa, únicamente lejanías imposibles de atajar. Sólo espacio que no se puede tocar porque siempre es infinito, porque siempre está más allá. Los años transitan tan lejos y sin embargo pesan tanto para este viejo que vela una muerte pasada. Una muerte con quejido de perro. Los años siguen transcurriendo, empujados por esas gruesas nubes que se extienden en las anchuras de un firmamento sin mayores coordenadas que la extensión del tiempo. En un lugar de esa explanada, continúa ahí sentado como un enigma antiguo y desértico. El cuerpo corrompiéndose, las manos pecosas, casi sin uñas, marchitándose sin remedio, pero también sin premura. La vista nublada del pasado. Él lo sabe: su futuro está en el pasado, en ese instante en que su perro Malacara lo abandonó, reprochándole una complicidad asesina de silencio.
Cierra los ojos para oler el invierno que se aproxima. El invierno, esa época del desnudo desamparado, de las texturas agrietadas como gritos del silencio, del mate alrededor de un fuego y una familia que no existe. Invierno, ese tiempo blanco que viene caminando por las solitarias carreteras del sur. Ese frío que se aproxima a sus pies.
El viejo se mira las manos; le tiemblan involuntariamente. Están solas, tan solas como su corazón. Mientras observa como esas extremidades del cuerpo se corrompen sin consideración ni pudor, un autobús pasa al frente como una irrupción lejana, dejando su estela de humo y la imagen de rostros asomados a las ventanillas. La mayor parte de los rostros somnolientos no se fijan en el hombre que está sentado afuera de una casa de la pampa, algunos pocos, los más curiosos lo ven; pero no se detienen a mirarlo. Sólo un niño pega el rostro contra la ventanilla para observarlo desde la fugacidad de un vehículo en marcha. La mirada y las manos del niño son efímeras como la intempestiva mirada de un recuerdo. El niño lo ve, el viejo lo mira. Se miran. La imagen del niño arrastra aún más al viejo al pasado. Él mismo, es él mismo visitándose en el pasado de su infancia. Una irreversible soledad se le aglutina en el corazón y en la garganta. Impulsado por una extraña fuerza decide no esperar más. Se levanta para ir a buscar a Malacara y enfrentarse al pasado.
Decidido y decrépito sale a la carretera, sólo lleva el mate, pocas monedas y nada que perder. Camina revestido por las tonalidades de un sol austral. La cabeza calva y manchada es cubierta con un gorro grueso y cálido. Lleva puesta una chaqueta oscura para soportar las envestidas del mal tiempo y unos zapatos amarillos de excursión que algún joven turista le regaló al abandonar la pampa.
Allá va el viejo, mírenlo, caminando solo por esa carretera tan abandonada. Lento, pausado, torpe; un poco desequilibrado. Si lo observamos desde esta distancia vemos como va caminando en su propia penumbra, buscando un atisbo de lucidez diaria, necesaria. Vean su espalda un poco inclinada hacia la derecha como un objeto cansado. Gastado y cansado. Lo vemos perderse, convertirse en un punto en la carretera. Está un poco desquiciado este viejo, miren que tomarse la vía, irse intempestivamente como un delirante que busca caminos imposibles. ¿Y de qué otro modo podríamos llamar a alguien que pretende asaltar el pasado?

Ese sonido que se escucha es el viento. No es un susurro, no es una voz ni un fantasma, es el viento. En estas soledades el viento es un compañero, una constancia que no abandona. Lo siento dar vueltas, juguetear, fingir voces e ir y venir hacia mí. Aquí está, caminando conmigo una vez más. El viento transporta mi voz hacia otros lugares tan distantes que ni siquiera puedo imaginar que existan, pero sólo yo me escucho, en un susurro. Aquí estoy, en el último rincón del mundo, más allá de este lugar no hay nada. Abismo y vacío. Si caminara más lento me cansaría menos, ¿pero qué más lento puede caminar un viejo? El cansancio es uno mismo que ya está agotado, que ya se está acabando, que ya se está yendo.
¿Qué hará Malacara cuando me vea? Debí haberlo buscando antes, no lo hice por cobardía. Voy en búsqueda de alguien que tal vez no quiera verme. La única razón por la que un perro no pueda perdonar a su dueño es por la traición. Bueno, los perros perdonan todo, hasta las traiciones. Soy yo quien no me puedo perdonar. Lo traicioné, me negué, no existí. Así lo entendió él esa tarde, en medio de esta misma carretera, más adelante, sólo unos largos pasos más adelante. Malacara, Malacara, no fue mi culpa; quizás asuma la cobardía pero no la culpa. Malacara.

El viejo llama al perro, dice que es su perro. Su llamado se escucha como un silbido que es tragado por la inmensidad y el frío. Estás muy solo viejo, estás delirando.

No estoy delirando, es mi voz que se escucha desde afuera, que sale desde adentro para reprenderme y hablar por mí, pero soy yo mismo. Hablo en alto para no sentirme tan solo, pero a veces no puedo controlar mi voz que se convierte en voces y personas que me miran y hablan por mí. Algo así le pasaba a un viejo de una historia de peces y de mar. Un viejo que rodeado de tiburones en el mar escuchaba una voz en alto que no era la voz de Dios. Un hombre que iba por su pesca más preciada, un pez enorme, más grande que sus ambiciones. Pero el viejo fracasó, las manos se le engarrotaron y los tiburones fueron comiendo en grandes zarpazos el pez que había pescado y que llevaba amarrado en su bote. El animal por el que había luchado tantas horas seguidas en el agua. Al viejo, únicamente le quedaron sus manos engarrotadas y sangrantes y un esqueleto; un hermoso y gigantesco esqueleto marino.

Par de automóviles recogen al transeúnte y lo van adelantando a su destino. Para las personas que se encuentra en la vía, el anciano inventa nombres impostores, identidades postizas, falsas peregrinaciones. No quiere que nadie sepa quién es, ni qué hace ni por qué lo hace. Así recorre kilómetros hasta que llega a un punto alejado de su casa. En ese punto el invierno está muy cerca pero todavía quedan pedazos de otoño. Se detiene, sabe que más allá sólo queda el vértigo del vacío, sabe que más allá no hay puntos cardinales, ni estaciones, tampoco límites, tampoco tiempo. El viejo siente el frío, está llegando el invierno, lo siente entrar por los pies. Ni siquiera sus zapatos de excursionista pueden protegerlo de ese frío. Golpeado por el viento, cierra los ojos y llama a su perro.

Malacara, Malacara, ven amigo. Hacía tiempo que quería venir por ti pero no me había atrevido. Cobardías de un hombre viejo, lo sabes. Tú también estás cansado como yo, mira como tienes esos ojos caídos. No te quedes ahí parado con la cola gacha y asustada, tal vez parezca un extraño que ha venido desde muy lejos, pero soy yo, el hombre a quien acompañabas en las mañanas y por las tardes en las tareas diarias de la vida en la pampa ¿Llevabas mucho tiempo esperándome? Debí haber venido antes, pero ya Malacara, ahora estoy aquí.
No hay mucho que contar, la casa está igual que siempre después que ella se fue, el silencio se apropió de las paredes, de las esquinas. La tristeza se fue comiendo poco a poco los espacios al punto que se tomó la casa y ya no podía estar yo dentro de ella. Sin darme cuenta de pronto me convertí en un extraño y la casa me fue echando de sus dominios, de su progresivo deterioro. Mi hijo. Mi hijo no sé, él siempre fue tan ajeno, hace mucho tiempo que no sabemos nada del otro.
Me estás olfateando Malacara, sí, hazlo, está bien, reconóceme. Reconoce al mismo hombre de siempre, sólo que más viejo. ¿A qué huelo Malacara? ¿a tiempo pasado?, tal vez sea eso, un fantasma del pasado. He recorrido mucho tiempo y el firmamento siempre es el mismo: largo e infinito, he caminado tanto para encontrarte, para poder explicarte lo que pasó ese día. Viste, estos zapatos, son buenos, me los regaló un joven de la ciudad que vino a conocer la pampa. ¿Son bonitos, verdad? Bonitos y amarillos. Te gustan mis zapatos, por fin has movido tu cola, ya me reconoces. Ahora sólo falta que me perdones, aunque es tan difícil perdonar.
En este momento puedo hablar del pasado. Puedo decir que ese día no me dio tiempo de frenar y que él se atravesó, de pronto y sin previo aviso. Ya sé que fui un cobarde y no me quise bajar del auto aún cuando tú emitías un llanto quejumbroso y ese pedazo de carretera se quedaba atrás con un centro de muerte. Fue por cobardía, no quise detenerme, no quise voltear, no quise ver la cara de la muerte. Y me miraste con esos ojos desfallecidos, con esa tristeza casi humana, con ese dolor de animal herido. Y yo no me apiadé, seguí, seguí hasta que la vista se me cansó y cuando te busqué, ya no estabas.
Fue un accidente mi querido Malacara, un desgraciado accidente.
Ahora te echas a mi lado como antes, ¿será que me has perdonado? ¿Acaso importe el perdón en estas detenciones del tiempo?
Vamos Malacara, caminemos, ya no tengo frío, ya no me queda el tiempo, ya no me siento solo.

sábado, 29 de noviembre de 2008

La señorita Teresa



Hace unos cuantos años había leído algunas cartas de Teresa de la Parra, por curiosidad nomás. Era entonces más joven y escribía con menos disciplina y bastante pereza. Ahora que la escritura se me ha vuelto un vicio, me reencuentro con estas correspondencias y hallo en ellas material de aprendizaje y lecciones de humildad. Es por esta razón que me sentí motivada en poner una de estas epístolas en los tejados. Colgar una carta para que quienes pasen la lean, o al menos la miren. Fue escrita en julio de 1925 y su destinatario era Miguel de Unamuno. En esta extensa y apasionada misiva, la escritora habla del diario de una señorita que se aburre. No les digo más, es mejor que hable ella.


[Carta de Teresa de la Parra a don Miguel de Unamuno, julio de 1925]*


A don Miguel de Unamuno


Es a usted, mi estimado amigo y maestro, a quien debo, más que a nadie, la satisfacción íntima y serena, depurada de toda vanidad, de haber escrito un libro.
Cuando lo conocí y le dediqué mi novela en el almuerzo literario de hace algunas semanas, pensé que no iba usted a leer ni una de sus 520 páginas. Es verdad que con acento austero y patriarcal de abuelo vasco, había demostrado interesarse muy vivamente por su raza española de más allá del mar. Habló de ella con pasión, como si hablara de su propia ascendencia, “verdadera resurrección de la carne” explicó usted. Pero también es cierto que luego, con el mismo acento austero de abuelo vasco, y con aire además muy despectivo, habló de las personas superficiales, de las mujeres cuya única ocupación es el vestir, y de todos aquellos que confunden lamentablemente el modernismo o moda con la verdadera elegancia: la escultórica, la que reside en el ademán y en el esqueleto, como la del Esopo de Velásquez en sus harapos, o como la de Ulises al presentarse desnudo ante Nausícaa. Deduje que mal podía encontrar gracia ante sus ojos una novela, cuyo órgano directo de expresión, como el teclado en un piano, era casi todo el tiempo la preocupación de la elegancia, no la escultórica, sino la otra, la de la equivocación lamentable, la del modernismo o moda. Y me fui convencida de que novela y autora habían de parecerles igualmente triviales e indignas de atención.
Grandísima fue mi sorpresa el otro día, cuando al entrar en un recinto oí que hablaba usted de Ifigenia ante numeroso auditorio: ¡Ya estaba leído! ¡Y con lujo de pormenores anotado! La analizaba usted detalle por detalle, sin entusiasmos ni elogios, sino con esa paciente curiosidad con que examina el naturalista un insecto del campo o la flor silvestre que por primera vez ha llamado su atención. Mi presencia no alteró ni un ápice el hilo de su conversación, y siguió detallando el libro como si entre la autora y la recién llegada no existiese el menor lazo común. Yo sentí al instante el milagro del desdoblamiento, me hice también auditorio, y por primera vez, encantada, libre de censura y de elogios directos, sin asomos de vanidad, tuve la sensación noble y reconfortante de “haber escrito”.
Quiero darle las gracias por el milagro de desdoblamiento, quiero dárselas por el juicio escrito, pero quiero dárselas sobre todo por estas 4 páginas que recibí anteayer, apretadas notas, hechas con lápiz al calor de la lectura. ¡Cuántas son y qué llenas están de vida!
Los elogios son sobrios, sólo dicen indicando página y párrafo “Bien”, “Muy bien” y algunas veces “¡Muy bien!”, sin dar razones lo cual es una forma de generosidad, porque mi imaginación puede elegir lo que más le agrade, ¡y en ratos de fecundo optimismo, forjarlas y elegirlas todas!
Las objeciones son mucho menos lacónicas. Como algunas de ellas terminan en un punto de interrogación, me persiguen sin cesar con su voz de pregunta. Yo quisiera acallarlas, pero ellas no se avienen al silencio. Necesito pues contestar algunas de las que tengan a mi entender contestación, o sea defensa, porque hay otras, lo confieso, que al igual de la Esfinge, ¡se quedarán interrogando eternamente!
Copio pues las escogidas, bajo el párrafo aludido, y con el número correspondiente de la página tal cual usted lo ha hecho, voy contestando:
Pág. 52 y 53... “tiene para todas las criaturas la dulce piedad fraternal de San Francisco de Asís”... Yo no creo que la piedad de Gregoria fuese precisamente franciscana, ¿o es que se refiere usted entonces a ese San Francisco elegantizado por una leyenda turbia? Me es difícil saber cuál es mi San Francisco, don Miguel ¡he visto pasar tantos! Al primero lo recuerdo entre las nieblas sonrosadas y confusas de mi primera infancia, cuando aún no sabía leer. Lo conocí en una oleografía presidiendo la hospitalidad de cierta casa amiga, sobre el portón cerrado del zaguán o vestíbulo, tal cual acostumbraba hacerse allá en Caracas. Era como el portero complaciente y mudo de aquella casa. Yo solía contemplarlo a mi sabor mientras venían a abrir. Lo representaba la oleografía, abrazando al Crucificado, con los estigmas que despedían cinco rayos y el globo del mundo bajo sus pies. Este primer San Francisco portero, si bien me entretuvo a ratos, no encendió jamás mi cariño ni mi admiración. Tal vez porque mis ojos recién abiertos a la vida juzgaban a las personas según las apariencias, y aquel pobre capuchino de sandalias y cerquillo, tan semejante a cualquier contemporáneo, tan inferior al dulce Crucificado, no podía evocar el prestigio del pasado ni el esplendor augusto del cielo. Desde entonces, han seguido desfilando ante mi vista diversos San Franciscos, en cuadros, esculturas, sermones y versos decadentes, hasta conocerlo por fin, descrito por Jörgensen y por la Pardo Bazán. Estos dos autores despertaron definitivamente mi admiración y mi ternura por el santo tal cual si le hubiera visto en su dulce andar sobre la tierra hablando y sonriendo. ¿Será éste por fin el verdadero?... Confieso que no he leído aún el San Francisco de Sabatier y que no conozco el texto entero de “Las Florecillas”. En todo caso, el San Francisco a que aludo en mi novela es aquel suave y descalzo hermano de todo cuanto existe; el que llegó a cantar a “la hermana muerte”, el que a fuerza de amar toda pobreza, amó en el Hermano Junípero la miseria fragante de su inteligencia, y el que de haber conocido a mi vieja lavandera, pobre, negra y fea, en vista de la humildad alegre de su espíritu, no hubiese titubeado en llamarla también: “Hermana Gregoria”.
Pág. 111... “abuso y soberbia de la inteligencia...” ¿Y qué me dice usted del abuso y soberbia de la tontería?
Pero es que “Tío Pancho” no parangona aquí la inteligencia con la tontería, sino que la parangona con las luces naturales del instinto a los que juzga superiores y mucho más amables. Yo considero que la tontería no es ininteligencia, sino debilidad de inteligencia, con desorden comunicativo en las ideas y gran facilidad de palabra para manifestarlo. Me parece como usted que el tonto es con frecuencia más funesto que el torpe, y creo que ambos son más incómodos que el bruto con lo cual vuelvo a caer en las mismas ideas que expresaba Tío Pancho.
Pág. 113... “La gran armonía del Universo basada en la resignación completa de las víctimas...” ¿Y esa resignación no es a veces el divino desprecio hacia el tirano?
-¡Cierto! Yo también pienso que en toda resignación y en todo sacrificio hay un divino desprecio hacia alguien o hacia algo, un divino desprecio inactivo, que no pide venganza ni espera justicia, y que duerme tranquilo con el dulce sueño de la serenidad.
Pág. 47 “...Las monjas acaban por olvidarse de sí mismas a fuerza de no mirarse (bella expresión) en los espejos...” Como uno se olvida de sí mismo, Teresa, desdoblándose y vaciándose, es a fuerza de mirarse en el espejo. ¿El espejo nos da acaso nuestro fondo?
-No. Pero recuerdo que María Eugenia Alonso no hablaba aquí del alma. Hablaba del rostro de la apariencia exterior. Era la belleza física de su amiga Mercedes Galindo, a la que ella aludía. Y de ésa, con sus caprichosas alternativas y dolorosas decadencias, sólo nos habla el espejo, o las espontáneas manifestaciones ajenas que también vienen de otro espejo: los ojos.
Pág. 149. “...la mentira, dulce hermana de paz...” ¿La verdad, entonces, hermana de la guerra?
-¡Sí; sí; yo creo mil veces que sí, aunque usted no lo apruebe! Perdóneme esta insubordinación agravada y aparente cinismo. Pero los que tenemos el espíritu orientado hacia la verdad, no tanto por virtud, como por un natural indolente, distraído o falto de imaginación, conocemos las amarguras de guerras encendidas, por verdades imprudentes que podíamos muy bien haber dejado dormir en la penumbra. Esto desde el punto de vista de egoísmo o conveniencia. Desde otro punto de vista, el de la piedad y altruismo, considero que la verdad, desencadenada en nuestra boca, puede producir heridas tan dolorosas, crueles e inútiles como las que producen fusiles y cañones en tiempo de guerra. Creo en suma, que si al conocimiento de la verdad debemos algunos instantes de exaltada satisfacción, es el de su perpetua ignorancia quien nos concede en cambio el feliz aprecio de nosotros mismos y la cordial consecuencia que de ello resulta: estar siempre de acuerdo con nuestra propia persona y con todas aquellas otras que acompañándonos en la vida nos la siembran de flores, porque también aprendieron a venerar, discreta y bondadosamente, dicha afable ignorancia.
Pág. 259... “¿Por qué no publica usted más versos?”
-Porque sólo he hecho en toda mi vida, a costa de mucho esfuerzo, dos o tres poesías que juzgo bastante mediocres. Yo creo que en el fondo de casi toda poesía lírica, hay un impudor de alma que se desnuda, y el impudor necesita gran pureza de forma, a fin de no exponerse a ser reprochable o a ser cómico.
Pág... “...el único objeto de la fe es la esperanza... La aparente irreligiosidad de la pobre señorita que escribió porque se fastidiaba, es una forma de religiosidad y nada me extrañaría que María Eugenia Alonso acabara en devota, ya que no en mística, y mucho menos en asceta. Su verdadera tragedia está expresada allí, en su sed de inmortalidad, si no en el sentido católico y judaico, en el otro en que ya le he hablado: el helénico y platónico. ¿Es por eso por lo que escribió y no por fastidio? ¿Por qué no escribió usted «hastío» que es más castellano y más enérgico?
-El título primitivo de mi novela era: Ifigenia, y como subtítulo: “Diario de una señorita que se aburre”. Antes de terminar el libro, se publicaron unos fragmentos encabezados tan sólo con el subtítulo. Debía anunciarse la aparición de los fragmentos, y para ello, antes de remitir mi manuscrito, di el título de viva voz para el anuncio. Publicaron por error: que “se fastidia” en lugar de que “se aburre”, y yo no corregí, en parte por inercia o acuerdo con lo va establecido, en parte también porque la substitución me advertía que si la palabra “fastidio” era menos precisa, resultaba en cambio más espontánea o natural dentro del léxico venezolano. La acepté pues como un venezolanismo, y corregí el libro de acuerdo con el nuevo título. No creía entonces que mi novela fuese más allá de Venezuela. Pero estoy muy de acuerdo con usted: en español de España, en castellano, la palabra “fastidio” que tiene otras acepciones no expresa de una manera precisa la idea del hastío. Muchísimo me complace el comprobar que prescindiendo de tantas otras, es ésta la única objeción que me hace usted, en cuanto a léxico ¡ésta misma que mi oído me advirtió muy a tiempo! Y digo mi oído, don Miguel, porque es en él donde la analogía, la sintaxis, la retórica, el diccionario de galicismos, y aun el de la Academia, han tejido al azar su caprichoso nido, sin colaboración ninguna de mi parte, tal cual las aves del cielo y como Dios les ha dado a entender. Desde allí promulgan leyes que yo no me esfuerzo en recopilar: y que un travieso espíritu tan propicio a las artes como rebelde a las ciencias me obliga de continuo a obedecer. Yo escucho atolondradamente sus locas insinuaciones, con ellas por todo bagaje me voy a escribir y me consuelo de tal pobreza pensando que esa agradable virtud la de humillar así la inteligencia, que su soberbia puede expiarse con terrible pena de pedantería, y es servidumbre caer bajo su dictadura, ya que nunca fue ella, sino nuestra madre la necesidad y nuestro buen hermano el uso, los autores de toda gracia y toda naturalidad...
... “Y ahora un consejo: no se preocupe de lo que digan, ni dejen de decir de su libro; recójase en sí; tire el espejo, Teresa...” -¡Recogerse en sí! No sabe qué de acuerdo estoy con ese paternal consejo, que me he dado a mí misma tantas veces, sin obtener como resultado sino la tristeza, el remordimiento y la humillación de no haberlo seguido nunca. Y si como usted tanto aprecio el recogimiento, no es porque el trato con mi propia persona me parezca especialmente interesante, sino porque es en la soledad del alma donde suelen visitarnos, con sus rostros más amables y sonrientes, las imágenes de nuestros semejantes. Allí entablan alegres y amenísimas tertulias en donde las palabras corren libremente, sin que las emponzoñe el deseo de brillar ni las cohíba el temor de resultar indiscretas. En cuanto al espejo, créame, el culto diario que le rindo por rutina y sin asomos de fe, está cruelmente castigado por aquella aridez espiritual de que hablan los místicos: ausencia de la divina gracia por tibieza en el fervor. Creo que el espejo, no solamente nos vacía o nos desdobla como usted bien dice, sino que nos multiplica además hasta lo infinito en partículas tan insignificantes, que las vamos perdiendo como alfileres, por salones, dancings y casinos, sin que nos sea posible volver a encontrarlas nunca. Prueba de mi poco fervor al espejo, don Miguel, es que muchas, muchas veces, mirando desfilar maniquíes en las exposiciones de las casas de moda, mientras mis pobres se entornan, agobiados por todas las zozobras de la indecisión y de los precios inabordables, sorprendo de pronto a mi espíritu, que furtivamente, sin más traje que sus dos alas de nostalgia, se ha ido volando, camino de aquella otra exposición que usted conoce muy bien: la que se extiende a orillas del Sena desde el Quai de la Tournelle, al Quai d'Orsay, la que bajo el cielo, la lluvia y el sol, abre a todos los ojos sus generosos cajones, la tan amable de aspectos como afable de precio: la exposición de libreros de lance ¡vieja amiga llena de regalos y de ricas sorpresas a quien siempre tengo presente y a quien nunca voy a ver!... No, yo no hubiera inventado el espejo. Si como Narciso me ahogo todos los días en su insípida atracción, no es por convencimiento, créalo; es por arraigada tontería, por obstinado espíritu de asociación, por inercia de hoja seca, que corre, salta y se destroza sobre la corriente con apariencia de inmenso regocijo; es, en una palabra, por esta cómoda mentalidad de carnero que nos conduce por la vida a hombres y a mujeres, en plácidos y apretadísimos rebaños. De todo lo cual deduzco que no debemos engreírnos ni despreciarnos demasiado por nuestras propias acciones, ya que como opinaba el buen abate Coignard: viles o nobles no son enteramente nuestras, las recibimos de todas las manos y casi nunca las merecemos.
Esperando que tendré el gusto de verlo pasado mañana, y que sabré entonces lo que piensa de esta última herejía lo saludo con todo mi cariño, y mi gran devoción.


Teresa de la Parra


miércoles, 26 de noviembre de 2008

Rincón público para llorar desnudos


En mi ciudad no hay trenes. Ni cielos con portaequipaje. Tampoco hay niñas que vuelen con sombrillas. Pero sí hay cuerpos que cuelgan en garfios y pájaros negros que les arrancan los pelos a picotazos. En mi ciudad hay animales con sed y esquinas con nombres que pocos conocen. Puertas de madera y edificios con vacíos. En mi ciudad hay baños para caballeros y baños para damas. Toallas en los hoteles y saleros en los restaurantes. Cajeros automáticos y timbres en las puertas. Pero en mi ciudad no hay rincones para llorar en público y desnudos. Un lugar donde uno meta una moneda y puede sentarse cómodamente a gimotear. Una máquina que después de introducir la moneda le dé al usuario, que está a punto de venirse en llanto, algunas servilletas para las lágrimas, para los mocos. No, no hay, ni siquiera un rinconcito; tan arrinconado como un confesionario, como una rockola vieja, como una letrina antigua.
No hay rincones para llorar en público y desnudos. No me porfíen, ya los he buscados en todos los letreros de las calles y siempre encuentro lo mismo: bancos, cines, bares, tiendas, librerías, casas de empeño, farmacias; pero nunca un letrero que diga: rincón para llorar desnudo (1 peso). Entonces a uno no le queda más remedio que irse a casa a desmigarse en un rincón del cuarto, en un acto privado de llanto y moco. De maldiciones y temores. Llorar solo, sin público, en silencio, calladito. Mordiendo la almohada, quedándose dormido después de deshacerse todo en lágrima suelta. Y volver a despertar en la madrugada con la luz del televisor encendido dándole a uno en la cara. Y pararse para ir al baño y cerciorarse de que uno es puro cuerpo, puro llanto, puro moco.

viernes, 14 de noviembre de 2008

El cerrajero de las palabras


Andrés Mujica era cerrajero de profesión y siempre le gustó jugar con las palabras, crear varias a partir de una, pronunciar en silencio sus sonidos, catarlos mientras los escuchaba y crearse un lenguaje propio, en el que él era el único interlocutor de su mundo. Consideraba que corazón es la palabra más bonita del diccionario y que corazón solitario es una fórmula poética muy linda, pero muy triste.
El cerrajero vivía solo con Aureliano su perro, y pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su taller. Le gustaba leer y hacer juegos de palabras; afición que practicaba desde que era niño, lo inventó cuando aprendió a escribir, empujado por la indiferencia de sus compañeros de clases, quienes lo excluyeron de sus juegos y complicidades al considerarlo un personaje raro y retardado. Sí, Andrés era el tonto del salón, el que tartamudeaba y pasaba en solitario sus horas de recreo.
            En casa, el pequeño rayaba las paredes con su nombre, modificando alternativamente cada letra, haciendo combinaciones entre ellas, convirtiendo las paredes en un crucigrama infinito. Al principio su madre no se perturbó, pero cuando las proyecciones espaciales del hijo aumentaron gradualmente, gracias a la adquisición de nuevo vocabulario, ella comenzó a preocuparse. El pediatra le dijo que si su hijo tenía una enfermedad, era una enfermedad creativa que podría llamársele el mal de las palabras o la enfermedad del crucigrama. Su madre no entendió muy bien la explicación del médico. Sin embargo, éste logró tranquilizarla cuando le aseguró que no era mal para morirse y que lo peor que podía pasar era que su hijo se dedicara a las letras.


Contra todo pronóstico Andrés no se dedicó a las letras, prefirió hacerse cerrajero, manteniendo como axioma de vida que las palabras son como las llaves, sólo hay que aprender a usar las adecuadas para abrir el corazón de los hombres.
La madre murió cuando el cerrajero había pasado la treintena. Sólo Andrés y Aureliano fueron a su entierro, el resto de quienes la conocieron ya la habían olvidado. En su lápida, Andrés se encargó de hacer una inscripción que sólo él podía entender y que se quedó mirando largo rato mientras llovía y las ranas saltaban entre los charcos de agua que se formaban en el cementerio.
El hombre regresó con su perro a casa y en su corazón llevaba inscripta una dolorosa palabra: muerte. Muerte era la única palabra con la que nunca se atrevió a jugar. Siempre le pareció una palabra pomposa, acartonada, fea, de mal gusto, amargada, oscura, sin gracia, la palabra más difícil de pronunciar. Esa noche se quedó dormido trazando y tachándola de la pared.
Es ocioso decir que Andrés Mujica nunca se casó. Ninguna mujer estuvo dispuesta a seguir las pretensiones amorosas de un hombre que reinventaba el lenguaje del amor. La mayoría de ellas se fastidiaban con el juego de combinaciones que Andrés hacía de las palabras afectuosas. Sus fórmulas de amor no funcionaban, ninguna mujer fue capaz de entender su enrevesado lenguaje y los niños lo llamaban el loco de las palabras. En su laberinto sin salida se quedó solo con  su propia reinvención del lenguaje.
            La comida favorita del cerrajero era la sopa de letras y los cereales en forma de letras. Pasaba largo rato componiendo y descomponiendo palabras en su taza de comida, al punto que a veces se olvidaba de comer. En sus cuadernos de anotaciones se dedicaba a hacer las más intrincadas combinaciones hasta llegar al paroxismo de hablar en voz alta en el lenguaje crucigramático que había inventado. En esto estaba cuando Doña Matilde, la mujer más rezandera del pueblo, se acercó a la cerrajería para pedirle que la ayudara a abrir la puerta de la que había perdido su llave. Al escucharlo, Doña Matilde aseguró que hablaba en lengua, en el dialecto de Dios. Estupefacta de devoción ante lo que ella creía era un milagro, se arrodilló a los pies del hombre de las palabras enrevesadas y las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras daba aleluyas porque Andrés Mujica, el cerrajero, había sido bendecido por la lengua divina. El comentario se regó como polvorín por todo el pueblo hasta extenderse por los lugares vecinos, desde donde comenzaron a llegar peregrinos, creyentes, ociosos y periodistas amarillistas. Pronto el consultorio psiquiátrico popular requirió a dos nuevos pacientes: Andrés Mujica y Doña Matilde.
La tarde en que Andrés recibió la citación casi policial del psiquiátrico, se arregló lo mejor posible y se comportó como pudo ante la avalancha de preguntas necias hechas por el psiquiatra. Que si cómo fue su infancia, que si tenía algún amigo, que si por qué no se había casado, que si se masturbaba todos los días, que si, que si. A todas estas indiscretas preguntas, Andrés respondía como un caballero, despejando cualquier duda sobre una posible locura agresiva, quedando registrado en su historia médica como un poeta loco, pero no peligroso. Al salir del consultorio, Andrés se topó con Doña Matilde, quien nuevamente se tiró al piso cuando lo vio, abriendo los brazos al cielo en señal de franca devoción. Andrés pudo salir. Doña Matilde quedó internada.
En las afueras de psiquiátrico lo esperaba una multitud de devotos, ociosos y curiosos. El cerrajero se había convertido, sin proponérselo, en el Santo hombre de las palabras. Algunas mujeres embarazadas lo buscaban para que les diera un nombre combinado para sus hijos. Otras personas querían que bendijera sus negocios; también aparecían mudos que confiaban que al oír las palabras del cerrajero podrían ellos pronunciar las suyas y los más devotos sólo querían escuchar la lengua divina. Andrés Mujica caminaba nervioso entre la gente, no comprendía el revuelo que estaba causando y tampoco entendió por qué la academia de la lengua lo había excomulgado del idioma oficial. De repente, y sin previo aviso, el extraño hombre de las palabras pasó de tonto a santo. Eran cambios muy bruscos para un hombre que tenía un lenguaje y un mundo propios y que no entendía los códigos de este mundo. Abrumado por las constantes visitas que quisieron convertir su taller en un santuario de peregrinación, sufrió un proceso de ensimismamiento que le enmudeció el habla. Su boca se cerró y no hubo ninguna llave capaz de abrirla. Su rostro se consumió de tal manera que parecía que se había quedado sin dientes. Los devotos se sintieron defraudados y dejaron de visitar el taller-santuario. Algunos pocos, los más fanáticos, se quedaron a escuchar su silencio, pero el silencio fue tan ensordecedor que abandonaron su empresa.
Pasaron los días, las lluvias y las sequías. Aureliano murió. Murió como los buenos viejos: dormido. El cerrajero volvió a abrir la boca, se la abrió la palabra muerte. Primero la madre, luego Aureliano, ahora sólo quedaba él. La muerte es la mayor de las censuras, es una palabra que cierra los ojos, la boca, la vida. Es la soledad de un tránsito que nadie sabe adónde nos lleva.
Andrés dejó de dormir pensando en la muerte. Se la imaginaba borracha y grosera, otras veces elegante, en más de una ocasión la pensó sordomuda, parada al frente de él, haciéndole señas para que la siguiera. El hombre volvió a sus juegos de niño, lo que en un principio fue motivado por la incomunicación con el mundo, ahora lo motivaba el miedo al tránsito hacia lo desconocido. Volvió a hacer crucigramas en las paredes, usando para ello sólo la palabra muerte. Le temía, le temía mucho a la pomposa, a la fúnebre, a la mala gente que fue capaz de llevarse a un perro tan bueno
Como Aureliano. Asustado diseñó una llave para cerrar su taller, para evitar que la innombrable pudiera pasar. Pobre Andrés, su desesperación lo llevó a subestimar a la mejor de todos los cerrajeros. No hay puerta que no pueda abrir, ni fosa que no pueda cavar. El día llegó, la muerte también. Andrés ya estaba muy viejo. No hubo necesidad de forzar la cerradura, la puerta estaba abierta. Al principio, él tuvo miedo, pero el rostro sereno de ese ser que no era hombre ni mujer, lo tranquilizó. Andrés comenzó a hablar en su lenguaje, pensando que soliloquiaba, pero para su sorpresa la muerte entabló con él un diálogo en ese extraño lenguaje crucigramático que el cerrajero había inventado. Se sintió muy dichoso porque por primera vez, alguien lo entendía. Pronto Andrés comprendió que la muerte conoce todos los idiomas, hasta los que no existen oficialmente y aquellos que han muerto en los labios de sus últimos hablantes. Era la primera vez que el hombre no se sentía tan solo e incomunicado. Y pudo aceptar tranquilo que la muerte es parte de la vida, que sólo somos pasajeros en tránsito en este mundo y que lo único que nos sobrevive son las palabras que siguen pronunciándose en otros.
Andrés estaba listo. Echó un vistazo a su alrededor y aliviado comprendió que no extrañaría nada, pues todo lo que amaba estaba en su corazón. Antes de irse pidió permiso para escribir una nota, era la primera vez que escribía con una sintaxis gramatical tradicional. En la nota pedía que lo enterraran junto a su madre. Se acostó en la cama, cerró los ojos y su última palabra fue una sonrisa.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Trópico imperfecto


El cielo se me amontonó esa tarde. Un cielo de nubarrones grises, opacos, desgraciados. Tú me decías que los días grises te gustaban porque eran fríos y sentías que estabas lejos de este trópico imperfecto. El gris es para día de muertos, te refutaba y tú seguías mirando por la ventana esa extensión de cielo desde donde se descargaban litros de lluvia. Yo quería arrancarte de esa ventana y mostrarte que estaba ahí, para ti, contigo. Quería pedirte que me tocaras, que no me dejaras sola. Pero te ibas más allá de esa lluvia y esa tarde malditamente opaca y te plantabas en ese país donde yo no existía y caminabas sus calles y recorrías tu vida con acento extranjero y nadie más que tú era el extraño en esa ciudad tan ajena.
Te tocaba los hombros, media con mis dedos la prolongación de tu espalda. Dejaba que los dedos te persiguieran por tu cabello y trataran de encontrarte y traerte hasta aquí, de vuelta conmigo. Pero te echabas a un lado, aferrándote más al afuera de esa ventana. Entonces el corazón se me hacía chiquitito de puro dolor y las lágrimas no empezaban a caer porque afuera ya llovía y no valía la pena desgastarse. Además, estaba acostumbrada a llorar por dentro, a hacerme agua adentro. Pez ahogado en el desierto de la noche. A veces, tú te volteabas para preguntarme qué me pasaba y nunca podía responderte con esa tristeza que cargaba encima.
Y seguías hablándome de cómo era allá, en el pasado, en donde yo no existía. Allá, tan lejos de este presente. Y hablabas con nostalgia y el ruido de los truenos y el estruendo del agua cayendo no te dejaban escuchar mis pasos que se iban, cruzando el afuera lluvioso, buscando el lugar donde no llovía.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Mujer frente al espejo


Las mujeres tenemos una relación especial con el espejo. Dentro de él creemos está nuestro alter ego, quien responderá todas nuestras preguntas y oirá nuestras confesiones. Una mujer sentada frente a un espejo es más sincera que hincada en un confesionario. Al espejo le contará todo, le dirá abiertamente que no le gustan sus tetas y que su trasero está muy caído y qué lástima haber heredado esa nariz del padre. Le dirá que muchas veces no es feliz. Únicamente el espejo podrá entenderla y le devolverá la tristeza en su mirada.
Al pasar el tiempo, su relación con el espejo dejará de ser tan íntima. La flacidez y los kilos demás la inhibirán de mirarse desnuda frente a él. El espejo comenzará a ser ese amante con la luz apagada. El cuerpo de ella sufrirá de pudor y el espejo seguirá siendo tan sincero como siempre. No le negara que está engordando y envejeciendo y que ya no le dirán muchacha sino señora. Y que los más jóvenes, le dirán vieja. Es ahí cuando el espejo se convierte en enemigo y la mujer lo romperá a pedazos o le cubrirá la mirada con pedazos de trapos y olvido.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Muchacha

Esa mujer no sabe que la pienso. Esa muchacha sin pelo, con la juventud arrancada de un trancazo. Duro, insolente, despiadado. Esa muchacha que estaba ahí sentada, esperando su turno. Sentada junto al resto de mujeres; grandes, ya viejas, ya sin pelo, úteros enfermos. Y ella como otro cuerpo enfermo.
No sé fijaba que yo la miraba, toda yo estaba escondida detrás de esos lentes negros. Y era casi mediodía y las otras mujeres iban pasando y ella esperaba ahí sentada, con el cuerpo enfermo encima, con dos ojos que ya no miraban nada. Sentada ahí, seno joven que de pronto se marchita, que se desprende, que se aleja, que quiere ser ausencia. Y tú ahí, muchacha, con todo ese dolor encima, con la punta de la lágrima que cae al piso pero que no revienta, que sigue siendo lágrima y se desliza por el piso, recorriendo los pasillos, detrás de los zapatos blancos, de las camillas. Haciéndose agua, nada, olvido.
Muchacha, yéndote al escuchar tu turno, con esos pasos lentos, tan poco vitales. Muchacha con la vida pudriéndosete encima como un vestido viejo, que se rompe, que se deshilacha. Yéndote, muchacha, arrastrando contigo los pedazos de belleza que aún te cuelgan. Y yo quedándome sola, con dos senos, con pelo, con un útero en buen estado. Sola, con restos de recuerdos.

Carolina Lozada©

jueves, 6 de noviembre de 2008

Mantequilla untada


Suavemente, como quien teme hacer ruido, la mantequilla se desliza por la hogaza de pan. El olor del café invade la cocina y el viento matutino golpea los ganchos de la ropa tendida y aún mojada. La mano que unta la mantequilla es pequeña y de uñas largas. Los calcetines son oscuros. Las manos que calzan los calcetines son grandes, gruesas, manos de hombre fuerte. El hombre sacude los zapatos y sale a la cocina. El desayuno está servido. La mujer que sirve el desayuno está vestida con bata de baño, tiene el cabello mojado y despeinado. No se dan los buenos días, apenas se percatan de la presencia del otro. El hombre pregunta si ha untado el pan con mantequilla o con margarina. Mantequilla, sabes que odio la margarina, responde la mujer de mala gana. No hubo más palabras, desayunaron en una mesa servida con café, pan, mantequilla y queso. Apenas se oyen los ruidos engullentes. Crocante el pan, aspirado el café.

La radio transmite las noticias de la BBC, un nuevo ataque suicida en Bagdad, un grupo armado libanés secuestra a unos soldados israelitas, Bush hablando de la libertad. Ambos oyen las noticias sin inmutarse. Siguen los ruidos guturales de la alimentación. Crocante el pan, aspirado el café.

El hombre termina su desayuno. En sus bigotes quedan suspendidas migajas de pan. Se levanta, deja el plato en la mesa y sale a trabajar. La mujer se queda tomando el café. Contempla el plato del marido. Ve los bordes de pan tostado, los que él no comió, los que siempre deja en el plato, su manía alimenticia diaria. Un borde de pan sobre otro formando una torre de pan tostado. Maníaco de mierda, dice. Se levanta, agarra el plato y echa las sobras del desayuno en el basurero. Pequeñas cucarachas merodean las sobras del día anterior. La mujer guarda la leche, el queso, y el pan, olvidando la mantequilla que queda solitaria y a la intemperie sobre la mesa.

Ella se seca el cabello, se viste y pinta sus labios. Sale. La casa queda acompañada por las voces de la radio. Continúa la tensión entre Líbano e Israel. De la mujer sólo queda su perfume esparcido por el apartamento.

Un ratón se asoma desde su guarida, mueve sus bigotes e inspecciona el área. Las cucarachas dejan de merodear la basura para subir hasta la mesa. Sus patitas caminan por la amarilla y suave superficie de la mantequilla. El ratón prefiere la despensa en la que hay paquetes de galletas mal cerradas. La BBC anuncia el secuestro de unos reporteros en Irak. Las cucarachas siguen empeñadas en la mantequilla. Un mosquito sobrevuela todo el apartamento con su melodía a cuestas y en el balcón las palomas llegan sin previo aviso.

Mediodía, hora de almuerzo. No hay presencia humana, tampoco a la hora de la merienda. 6:30 perecen cinco soldados norteamericanos en suelo iraquí, anuncia la BBC justo en el momento en que el hombre abre la puerta. El hombre trae margarina. En forma retadora pone el envase sobre la mesa, al lado de la mantequilla que dejaron las cucarachas. El ratón se asoma desde la despensa. En la radio suena ciudad de locos corazones.

El hombre recorre el apartamento y se cerciora de que la mujer no ha llegado. A esa hora ella está pasada de tragos con su amante, flotando sus adúlteras piernas sobre el cuerpo del mancebo dentro de las sábanas de algún hotel. Una hora después llega a casa, no tiene necesidad de dar explicaciones, ellos se entienden en silencio. Se desarregla y va a la cocina. El ratón y las cucarachas se esconden ante la luz delatora. Ella ve el envase de margarina, lee la etiqueta: margarina con sal. Maldice. El hombre está atento a su reacción y se ríe cuando la oye proferir la imprecación. La mujer guarda el envase en la despensa y limpia los restos de mantequilla derramados sobre la mesa. Apaga la luz, el televisor, la radio. No hay cena esa noche, tampoco las buenas noches. Se dan la espalda hasta mañana.

Al otro día ella se levanta, se baña, pone a hervir agua para el café. Él se pone los calcetines, ella unta la mantequilla sobre el pan tostado. Se fija que el pequeño cadáver de una cucaracha quedó atrapado en la suavidad amarilla de la mantequilla. La mujer lo ve y no se inmuta, al contrario, sonríe maliciosamente y desparrama el cuerpo del insecto muerto sobre la lonja de pan que le servirá al marido. Esparce minuciosamente la mezcla sobre el pan hasta dejar sólo una pasta amarilla con diminutos puntos negros.

¿Qué le pusiste a la mantequilla?, ¿qué son estos puntos negros?

Pimienta.

El hombre come y al ver que ella no se lleva un bocado a la boca le pregunta

¿no piensas desayunar?

No. No tengo hambre, sólo tomaré café.

La mujer sonríe al ver cómo el hombre se lleva a la boca el pan tostado con la mantequilla untada. La BBC anuncia la guerra en el Líbano.

Carolina Lozada

Ilustración: Nighthawks, de Edward Hooper

martes, 4 de noviembre de 2008

Cuadernos cineastas venezolanos: Luis Armando Roche


El domingo 09 de noviembre será presentado, en el marco de la FILVEN 2008, el libro sobre la obra cinematográfica de Luis Armando Roche, escrito desde este tejado por esta inquilina por encargo de la Fundación Cinemateca Nacional. Luis Armando Roche es un cineasta con una búsqueda interesante y poseedor de un don de gente, sabroso. Realizador de la primera road movie venezolana: "El cine soy yo" (1977); película que contó con la participación de la actriz francesa de la época de Godard: Juliet Berto. Roche también cuenta en su haber con un documental sobre Carlos Cruz Diez, hecho en el taller del artista plástico en Francia, a principios de los setenta. Si alguien quiere saber sobre el proceso de las famosas fisicromías de Cruz Diez, debe ver este trabajo: "Carlos Cruz Diez en la búsqueda del color".
Si andan por Caracas, están invitados.