domingo, 2 de noviembre de 2008

La carta




Querido hijo:

Cuando leas esta carta ya estarás lejos. Se la encargué a tu tío para que te la entregue cuando lleguen a América y estén a salvo de esta locura nazi que hoy nos separa. Sé que será difícil entender, pero sólo uno de nosotros podía viajar, y tu madre y yo apostamos por ti, porque eres lo que más amamos en esta vida.

Se nos advirtió que la invasión nazi está cada vez más cerca, por eso decidimos reunir nuestro dinero para tu viaje. Obedece a tu tío, él te llevará hasta Buenos Aires, allá los estarán esperando unos primos que les darán posada, luego ustedes comenzarán a resolver. Al principio, tal vez, sea duro, pero tendrán la vida por aliada, el resto queda de parte de ustedes.

Tu madre te envía bendiciones. Yo me quedo con ella, te prometo que la cuidaré. Tú cuídate y obedece a tu tío, la vida se encargará del resto.

Te amamos

Mamá y papá

P.D. En la bolsa blanca llevas unas galletas que tu madre preparó, son para el viaje.

Esta fue la carta de despedida que le escribieron mis abuelos a mi padre antes de enviarlo con su tío fuera de Varsovia, en ese septiembre que venía con olor a pólvora en sus pisadas. Mi padre la tenía guardada en una gaveta, dentro de un álbum de fotografías. Una noche me pidió que se la leyera. La noche cuando se estaba despidiendo de la vida.

Mi padre murió esa noche. Fue una muerte breve, sin sufrimiento; como una flor que se marchita y se desprende de su tallo. Alguien que se va en silencio sin molestar a nadie. Amaneció muerto, el viaje lo hizo en la madrugada, como cuando escapó de Varsovia. Los últimos días los pasó en su habitación, pidiendo, de vez en cuando, que lo asomara a la ventana. Le gustaba ver el mundo desde su ventana.

Horas antes de morir leí la carta. Él se encargaba de repetirla palabra por palabra porque se la sabía de memoria. Cada palabra, cada expresión pronunciada con un acento personal, con una voz que lo trasladaba a la casa materna, a la Polonia de mis raíces. La carta reproducida en el tiempo, tantos años y kilómetros de distancia

Querido hijo:

Cuando leas esta carta ya estarás lejos. Se la encargué a tu tío para que te la entregue cuando lleguen a América y estén a salvo de esta locura nazi que hoy nos separa. Sé que será difícil entender, pero sólo uno de nosotros podía viajar, y tu madre y yo apostamos por ti, porque eres lo que más amamos en esta vida

Mis palabras fusionadas con las de mi padre y mi abuelo. Tres generaciones leyendo una carta escrita en polaco. Una carta que le apostaba a la vida y escapaba de la muerte

Al principio, tal vez, sea duro, pero tendrán la vida por aliada, el resto queda de parte de ustedes.

La bolsa de galletas metida dentro de la posdata, como una encomienda de última hora. Unas galletas en forma de estrellas y corazones. Mi padre decía que tenían almendras y avellanas y que mi abuela siempre las preparaba junto al té de las tardes. Las galletas no fueron suficientes para el viaje. Entre él y el tío se las comieron antes de llegar a América. También me contó que pasaron mucha hambre porque el dinero sólo alcanzó para el boleto de partida. El tío robó joyas a su jefe, el dueño de la orfebrería, para poder pagar su viaje. Los bienes del orfebre judío fueron confiscados junto al resto de los bienes de todos los judíos de Varsovia, que de eso se enteraron después, porque al principio, todo era confusión. A los habitantes judíos de Varsovia los embarcaban en trenes, pero los pasajeros no sabían a donde los llevaban tan funestos vagones. Sólo tiempo después el mundo se enteraría de Auschwitz.

Tu madre te envía bendiciones. Yo me quedo con ella, te prometo que la cuidaré. Tú cuídate y obedece a tu tío, la vida se encargará del resto.

Te amamos

Mamá y papá

Mi padre y yo repitiendo al unísono el final de la carta

Tu madre te envía bendiciones. Yo me quedo con ella, te prometo que la cuidaré. Tú cuídate y obedece a tu tío, la vida se encargará del resto.

Te amamos

Mamá y papá

Repitiéndola tantas veces hasta que se nos secó la garganta y los ojos de mi padre comenzaron a humedecerse, ahogados en los recuerdos. Las palabras y los deseos de sus padres abriendo los goznes de una casa vieja y vacía, volando sobre los tejados de Varsovia, reproduciéndose en nuestras voces, escapando de nuestros labios, recorriendo el apartamento como las memorias que viajan desde los tiempos pasados.

Tomó mis manos y detuvo su mirada en la mía, así permanecimos un rato. Sin hablar, sin decir nada, grabando ese instante en nuestras memorias, guardándolo como un recuerdo. Me pidió una sonrisa, pero yo estaba llorando, me sentía triste. Logró hacerme reír, apretándome la punta de mi nariz como cuando era una niña

- Tengo la última sonrisa de mi padre grabada en la memoria

- ¿Cómo era?

- Fresca y pequeña

- ¿Dulce?

-

- Ahora tengo la tuya

- Y yo la tuya

- Viste, la podemos reproducir en nuestra cabeza. Como en el cine

Mi padre y sus versiones fílmicas de la vida. Para él la vida es una película que se graba diariamente. Una película con tomas memorables, también escenas muy aburridas, algunas tristes, otras alegres. Decía que sólo bastaba tener un ojo observador y cuidadoso para detener las mejores escenas, como esa, la de la sonrisa de su padre al despedirle. Con una sonrisa le di las buenas noches, él me devolvió la suya, la última porque esa noche murió.

Dicen que cuando morimos desandamos por nuestros caminos, que hacemos un viaje por el mundo de los vivos antes de irnos. También se dice que algunas personas, recién fallecidas, se despiden de los suyos. La noche en que murió mi padre no sentí ningún evento fuera de lo normal, más allá de la ventana abierta con su cortina meciéndose con el viento.

Tal vez mi padre también haya viajado a Varsovia antes de morir. Quizás volvió a la casa de mis abuelos para recordar su vida antes de los nazis. Imagino a mi padre caminando en silencio sobre las calles de Varsovia, refugiado por las luces de los faroles nocturnos. Llegando a la casa de su infancia, parado al frente de ella. La casa, en un principio, oscura y vacía, se iluminaría y poblaría a su llegada. Mi padre abriendo los goznes de la reja y entrando con pasos prudentes pero también curiosos. Observando como era todo antes de su partida. El árbol en la entrada, las flores en el balcón, una bicicleta pequeña recostada en la pared, cerca de la puerta. La casa está habitada. Un niño como de siete años asomado a la ventana, es el único que lo ve llegar. Mi padre parado frente al niño de la ventana, separados sólo por el cristal y los años y la guerra y el exilio. Un niño con el rostro rociado de pecas, un mechón de cabello despeinado, los ojos verdes y grandes como los del hombre que acaba de llegar. Mi padre frente a él mismo tantos años después. Después de la guerra, después del exilio, después de la muerte. El niño con un auto de juguete en sus manos, olvidándolo cuando vio llegar al hombre, al viejo. Con la memoria fotográfica de mi padre, él detendría la mirada en la expresión de asombro y temor del pequeño de siete años. Y la mirada de él, hombre viejo, ante el reconocimiento de sí mismo en el pasado. Él posando su mano sobre el picaporte, sin necesidad de abrir la puerta porque ya estaba abierta, sólo se necesitaba empujar levemente y abrirse paso. El niño que sale corriendo a esconderse ante la repentina visita del viejo, dejando olvidado en su escape el auto con el que jugaba. El viejo parado en la sala viendo la radio que estaba en un rincón, al lado de otros objetos. Los pasos de mi padre no se sienten, es como si sus pasos fuesen etéreos. Un olor a dulce sale desde la cocina. Él se para en la entrada y ve como la madre prepara las galletas, extendiendo la masa, cortando con un molde en forma de corazón las galletas que irán al horno. El hombre se arrincona al lado de la despensa, como un ratón a olisquear el dulce aroma mientras ve como la madre extiende la masa, corta las galletas, las mete en el horno y saca las que ya están listas, guardándolas en un recipiente transparente, poniéndolas en la vitrina donde él no las puede alcanzar porque es muy bajito, sólo tiene siete años.

El viejo que vuelve a su pasado, sale de la cocina y llega hasta la habitación donde está el padre sentado en su escritorio, leyendo un libro. El viejo se para al frente del hombre que lee. Lo observa. El lector no se percata de su presencia, está muy ensimismado en su lectura. El visitante lo mira y se da cuenta que está mucho más viejo que su padre. El padre y la madre que no tuvieron tiempo de envejecer.

Ya es muy tarde, es hora de marcharse. Las despedidas no pueden ser muy largas porque a uno le dan ganas de quedarse. Ahora hay que ir por el muchacho, él debe entender que hay que irse.

La habitación está en el segundo piso junto al cuarto de los papás, para poder entrar hay que tener cuidado para no tropezar con los juguetes que el niño deja regados. Un soldadito de plomo, un hombre de goma que se estira y estira, algún taco para armar. El niño acostado en la cama, sin poder dormir porque tiene miedo. Con la almohada cubriéndose el rostro, asomándose furtivamente para fisgonear al viejo que entra en la habitación. No hay que tener miedo. El viejo se acerca a la cama y le ofrece una sonrisa, el niño lo mira con desconfianza, se niega a reconocerlo. El viejo mete la mano en su bolsillo, saca el juguete que el pequeño dejó en la sala. Se lo entrega y el niño sonríe

− Vamos, ya es hora.

El viejo que le ofrece la mano al niño, el niño que lo mira con sus ojos grandes y verdes. Los dos que se reconocen, una sonrisa en medio del silencio nocturno. El niño que acepta la mano del viejo. Los dos que se van con la noche. El auto de juguete que permanece sobre la cama, la ventana que se queda abierta con el viento colándose entre sus cortinas. La casa que vuelve a quedar a oscuras y vacía.

Carolina Lozada

Ilustración: Lewis Hine

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Carolina, gracias por compartir este texto.

Carolina dijo...

Gustavo:
Gracias a ti por tus visitas, lecturas y comentarios.
Un abrazo