No era fácil para él ser un palillo de fósforo, él prefería que lo llamaran cerilla; como llaman a los fósforos en las historias que los padres, de la casa donde vivía, contaban a sus hijos cuando en medio de una noche de tormenta se quedaban sin energía eléctrica, y eran sacrificados algunos de sus compañeros de caja, raspándolos contra la temible banda lateral: la guillotina, el mayor temor de todo fósforo.
Al principio eran cien y vivían hacinados en una caja pequeña, con la ilustración de un paisaje solitario en la parte de afuera. Con el tiempo fueron siendo cada vez menos y una noche casi fue él a quien sacrificaban para acompañar una historia en la oscuridad. Estaba en el medio de otros compañeros, escuchando el trajinar de las cucarachas que aprovechan la oscuridad para salir de sus escondrijos, cuando oyó el movimiento, la abertura de la caja. Asustado, vio a los dedos entrar como policías represivos que buscan entre el tumulto a los sospechosos habituales. Se salvó por un fósforo.
Ser un cerilla es vivir en estado de angustia constante, es la cruel espera del turno. Algunos no pueden soportar la presión de sus destinos y enloquecen, y sus cabezas se debilitan y no sirven ni para hacer fuego. A ellos se les conoce como los blandos. Existen otros fósforos más combativos, que a sabiendas de la fatalidad de sus destinos deciden morir con fiereza, y cuando éstos son llevados a la banda resinosa, liberan sus cabezas encendidas sobre la piel de la mano del verdugo, quemándola en el acto, provocando palabras de ardor e irritación. Mueren como héroes. Estos combatientes suelen ser anónimos, nadie dentro de la cajetilla conoce su identidad. A estos mártires se les conoce como los cabezas calientes.
Nuestro fósforo, es decir; la cerilla, siempre tuvo la certeza de su cobardía, jamás se convertiría en un extremista. Él prefería pactar, de ser posible se ofrecería voluntariamente como pieza para armar un barco de cerillas, así tuviera que vivir el resto de su vida dentro de una botella. También se le ocurría que podría ser parte de una composición infantil, algo así como una casita hecha de cerillas. Sutilezas que cualquier padre amoroso podría colgar en la nevera. Con el tiempo se pondría amarillo y más débil, su cabeza perdería esa cualidad volátil, pero al menos viviría tranquilo. Y algún día sería arrancado de la nevera y guardado en un baúl de recuerdos o simplemente sería echado a la basura. Éste sería el peor de los escenarios, aún así le veía su lado positivo: si lo echaban al camión de la basura viajaría por el mundo, se le endurecería la piel. Las chicas de las cajetillas que conocería en su aventura, lo verían como una cerilla viajera, experimentada, interesante. A más de una le volaría la cabeza.
La cerilla soñaba con su destino de viajero, se veían mudándose de cajetilla en cajetilla, con ilustraciones y cotizaciones de distintos países. Conviviría con cerillas de otras nacionalidades; algunas amarillas, otras marrones, rojas tantas otras. Soñaba mientras afuera llovía y la olvidada ventana abierta de la cocina dejaba colar el viento y también la lluvia. El agua se extendía y pasaba sobre la caja de fósforos que alguien dejó tirada en cualquier parte del mesón, expuesta al agua. Soñaba mientras se ahogaba y la cabeza se le iba despintando, inservible para hacer fuego. Inútil cerilla. Un simple fósforo acomplejado.
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