Todos los días la veo pasar al frente de mi casa. Es flaca, pequeña, pálida y fea, y siempre me saluda desde el otro lado de ventana; sonriendo desde su cara ancha y sin gracia; coronada con una pollina oscura y corta. Yo le respondo, tengo que hacerlo, no por obligación ni muestra de afecto, sino por mera cortesía. Mi saludo es seco, casi un gesto automático y aburrido. La muchacha (la llamo así porque no sé su nombre) trabaja en una compañía trasnacional que ofrece servicios y productos que garantizan la felicidad humana. Ella, una de sus vendedoras estrellas, lleva una chapa en el pecho que dice Yo soy feliz, pregúnteme cómo. Ya que nunca he creído en los rezanderos de la felicidad y me llamó la atención su letrero optimista, un día le hice una seña para que se acercara. “¿Cómo le haces para ser feliz?”, le pregunté con un tono socarrón y descreído. Ella sonrió, lo que me permitió notar que sus dientes eran grandes y disparejos. “Es fácil, sólo debes comprar y creer”, me respondió, e intentó cruzar el umbral de la puerta; pero se lo impedí como un buen cancerbero que cuida su guarida. Muéstrame lo que tienes, le dije, pero hazlo rápido, tengo poco tiempo. La muchacha sonrió nuevamente, y al hacerlo noté que sus ojos se achinaban.
Lo que me mostró fue una particular caja de pandora: un kit que contiene un CD con terapias de sonidos para aumentar la alegría y la inteligencia; varios sobrecitos de tés hechos de la raíz del ginkgo biloba, la única que resistió la bomba atómica (a la muchacha le dio gusto darme esta información), y que sirve para repotenciar la energía perdida; otros tantos CDs con charlas de autoayuda, indispensables para solucionar los problemas cotidianos; manuales de terapia Zen para la relajación y la meditación; un juego de botellitas con gotas de flores de Bach, ideales para todo tipo de dolencias físicas y emocionales; un recetario de comida saludable (productos sin Karma, me aclara la muchacha); un atrapa-sueños para poner en el espejo retrovisor y no estresarse en las colas del tráfico; un manual con posiciones sexuales que estimulan los chakras del amor y la pasión; varios cristales de sanación con instrucciones encabezadas por el sugerente: “Usted ya no necesita médicos, eso es cosa del pasado. Ahora sánese usted mismo”. Y como añadido, en la misma tradición de las Telecompras (ésas que dicen “pero espere, hay más…”), la muchacha me mostró, como la gran ñapa universal, un producto diseñado especialmente para nuestro país: unos hisopos antibacterianos que limpian, de nuestros maltratados oídos, los microbios a los que diariamente estamos expuestos por la sobreexposición a las alocuciones reglamentarias. Ante el asombro que mostró mi cara al ver ese producto, la muchacha se largó a explicarme la utilidad de los susodichos, que, para ser sincera, yo veía como unos corrientes palitos con la punta de algodón. Pero no, no se trataba sólo de eso, me aseguró la alucinada vendedora, que a estas alturas ya me hacía preguntarme si acaso se trataba de alguna paciente escapada de un hospital psiquiátrico: los hisopos nos mantienen el aura limpia de las impurezas sónicas. ¡Oh, my God!, exclamé ya al borde de un llanto nervioso. “Pero espere, hay más”, prorrumpió la mujer como una evangélica poseída: estudios científicos han demostrado que todos nuestros males provienen del germen que se nos acumula en el pabellón de la oreja y cuyo sedimento se desliza rápida y mortalmente hasta nuestro cerebro, emitiendo ondas bacterianas que nos arruinan el cuerpo, el alma, la alegría, el futuro, el corazón, la vida. “La palabra también puede ser veneno”, remató la muchacha mientras me ofrecía un hisopo como muestra gratuita.
Con una sonrisa que la hacía ver más fea, me preguntó: “¿Quiere ser feliz? ¿Se anima? Sólo le cuesta…” Pero antes de que dijera el monto ya le había tirado la puerta en la nariz. Eché llave, temerosa de que la mujer pudiera tumbar la puerta con las manos y el rostro enloquecido. Me quedé parada un rato en el más absoluto silencio, esperando escuchar el portón de salida, pero al no oír nada decidí asomarme a la ventana, y ahí estaba ella, como el personaje de una película de suspenso, sonriéndome y saludándome con la mano. A sabiendas de que no se iba a ir si no la despedía, asomé un poco la cabeza, mientras sostenía la puerta con el resto del cuerpo, y volví a escuchar su propuesta: “¿Quiere ser feliz? Es fácil”. No, hoy no, le respondí con una sonrisa nerviosa. Otro día será. “Muy bien, hasta luego, yo siempre estaré por aquí”. Su despedida me sonó a advertencia, a sujeto peligroso merodeando la casa. Yo siempre estaré por ahí. Por fin la vi alejarse, y me quedé con su hisopo limpia-aura en la mano. Afuera, un automóvil forrado de propaganda anunciaba desde un altoparlante la alocución reglamentaria del día en la plaza principal. Recordé en ese momento que desde hacía unos meses se había puesto en vigencia una ley que obligaba a toda la comunidad a presenciar y escuchar las alocuciones del Intendente en vivo. Y en el caso de personas mayores o de enfermos, los funcionarios del Estado, previa inspección, ubicaban pantallas y altoparlantes en lugares estratégicos para que ningún ciudadano se quedara sin escuchar los importantes discursos. Esa semana le tocaba a mi comunidad. Guardé el hisopo con sumo cuidado mientras me recriminaba por no haberle pedido al menos una docena de esos palitos mágicos.
Ilustración: “Sugar Food / Christ”, Liliana Porter
5 comentarios:
Maravillada...sonreida
qué creatividad.
Un abrazo, Carolina.
Lo tiene todo este ¿cuento?
Crea curiosidad en el lector, tiene ironía, humor y sarcasmo, un crescendo... y mensaje final.
Muy bueno, Carolina.
Un saludo!
Queridos: un cuento como tal no es; más bien es una broma. Para enfrentar la sordidez del afuera hay que armarse de humor; eso es lo que he estado haciendo con estas notas.
Lindos sus comentarios. Se agradecen.
Saludos
Carolina, a ciertos religiosos impertinentes les voy a responder "no, hoy no". Al fin siempre están ahí...
Broma o cuento, plasmas la vida misma con tu habitual soltura y mordacidad.
¡Saludos!
Hola, Andromeda, el "no, hoy no" siempre les dejará la puerta abierta. Como bien dices: ellos siempre estarán ahí.
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