Una mujer de piernas, de cabeza, de espaldas, de corazón. Una mujer de sombrero, de intuiciones, de sonrisas, camina por la calle, por la vida, por mis noches tejidas. Una mujer me espía desde el árbol, desde el balcón, desde la persiana a medio cerrar. Yo finjo no verla para permitir que me vigile mientras pienso en ella, en su talle, en su inconformidad, en su cabellera rota y en su corazón remendado. Ella observa atenta mis pasos, mi botella a medio vaciar, mi espalda recostada a la pared y mi mirada perdida buscando la noche.
Voy al baño, para permitir que ella se arregle el vestido que ha arrugado en su incómoda posición de espía, para dejar que retoque el carmín de su sonrisa y suelte las libélulas nocturnas que se han agolpado en su cabellera. Al cerrar mi cremallera oigo sus pasos ahogados en la sala de espera, y siento el olor de sus axilas lampiñas despedirse de sus soledades aéreas. Al volver a la sala, ella se esconde tras la cortina de estrellas azules. Recojo del aire sus libélulas incandescentes mientras ella descuida la punta de sus zapatos que se asoman altaneros y caprichosos desde la cortina corrida por el vuelo de la noche. Sola y desarmada, sin telón que cubra sus habitaciones, clósets y gavetas, la mujer me mira desde su posición descubierta. Me acerco y observo su rostro de laberintos y rayuelas. Ella me ve con sus ojos de luna eclipsada. Inmediatamente comprendo que me es imposible no ofrecerle una sonrisa de rehén enamorado de su captora. Cierra los ojos, suspira y levanta la cabeza, ofreciéndome el espectáculo de su rostro desenmascarado. Yo miro más allá de su rostro, su cuerpo, especialmente su cuerpo telúrico, colmado de volcanes y erupciones a punto de estallar en un gran vómito de mariposas embriagadas. Miro los senos que se esconden detrás de su vestido oscuro, husmeo los recovecos de sus caderas y piernas que se ofrecen velados por la tela celosa plegada sobre su piel, negándome la transparencia del desnudo. Al acercarme noto que gime como gata de jazmín, al tomar su cintura las libélulas comienzan a irrumpir por el balcón y reventar en colores la noche. Ella abre los ojos y sonríe mientras que desde su cabellera surgen libélulas floridas y estaciones vencidas que enceguecen momentáneamente mi mirada sobre sus labios. Tumbados sobre el sofá, en el centro de la sala, en mitad de silencio, en medio del revuelo de los insectos, nos acariciamos y entregamos al viejo juego de los amantes, justo en el centro, como en una especie de ritual mágico, en el centro de mi casa, en el centro de la sala, en el centro de su cuerpo.
Afuera se oyen ruidos de aquelarre, las brujas acostumbran reunirse a orillas del río para danzar, embriagarse y conjurar corazones. Suelo oírlas desde mi balcón y a veces he llegado a intuir el sabor de su piel bajo la luna trasnochada. Esta noche, cuando tengo entre mis brazos a la mujer cabellos de libélulas, el aquelarre ha sido más violento y escandaloso y al levantarme con la intención de cerrar la ventana del balcón, un millón de insectos floridos y risas hechizadas irrumpen, haciéndome perder el equilibrio. Todas revolotean alrededor de mi niña dormida, cuando trato de levantarme para echarlas de mi casa y de su cuerpo, la veo pararse desnuda y sonriente para escapar con sus piernas y cabellos de libélulas hacía el río, a reunirse con sus compañeras, en el aquelarre molesto por su ausencia.
Ella escapa con sus pies descalzos y sus senos silvestres, perseguida por la nube de luces, dejándome la casa oscura y silente. Entretanto, me siento en el balcón, despechado, a oírlas reírse de mí, de los hombres, de sus falos, de sus leyes.
Carolina Lozada
Ilustración: “Albaricoque japonés”, de Chiho Aoshima
Voy al baño, para permitir que ella se arregle el vestido que ha arrugado en su incómoda posición de espía, para dejar que retoque el carmín de su sonrisa y suelte las libélulas nocturnas que se han agolpado en su cabellera. Al cerrar mi cremallera oigo sus pasos ahogados en la sala de espera, y siento el olor de sus axilas lampiñas despedirse de sus soledades aéreas. Al volver a la sala, ella se esconde tras la cortina de estrellas azules. Recojo del aire sus libélulas incandescentes mientras ella descuida la punta de sus zapatos que se asoman altaneros y caprichosos desde la cortina corrida por el vuelo de la noche. Sola y desarmada, sin telón que cubra sus habitaciones, clósets y gavetas, la mujer me mira desde su posición descubierta. Me acerco y observo su rostro de laberintos y rayuelas. Ella me ve con sus ojos de luna eclipsada. Inmediatamente comprendo que me es imposible no ofrecerle una sonrisa de rehén enamorado de su captora. Cierra los ojos, suspira y levanta la cabeza, ofreciéndome el espectáculo de su rostro desenmascarado. Yo miro más allá de su rostro, su cuerpo, especialmente su cuerpo telúrico, colmado de volcanes y erupciones a punto de estallar en un gran vómito de mariposas embriagadas. Miro los senos que se esconden detrás de su vestido oscuro, husmeo los recovecos de sus caderas y piernas que se ofrecen velados por la tela celosa plegada sobre su piel, negándome la transparencia del desnudo. Al acercarme noto que gime como gata de jazmín, al tomar su cintura las libélulas comienzan a irrumpir por el balcón y reventar en colores la noche. Ella abre los ojos y sonríe mientras que desde su cabellera surgen libélulas floridas y estaciones vencidas que enceguecen momentáneamente mi mirada sobre sus labios. Tumbados sobre el sofá, en el centro de la sala, en mitad de silencio, en medio del revuelo de los insectos, nos acariciamos y entregamos al viejo juego de los amantes, justo en el centro, como en una especie de ritual mágico, en el centro de mi casa, en el centro de la sala, en el centro de su cuerpo.
Afuera se oyen ruidos de aquelarre, las brujas acostumbran reunirse a orillas del río para danzar, embriagarse y conjurar corazones. Suelo oírlas desde mi balcón y a veces he llegado a intuir el sabor de su piel bajo la luna trasnochada. Esta noche, cuando tengo entre mis brazos a la mujer cabellos de libélulas, el aquelarre ha sido más violento y escandaloso y al levantarme con la intención de cerrar la ventana del balcón, un millón de insectos floridos y risas hechizadas irrumpen, haciéndome perder el equilibrio. Todas revolotean alrededor de mi niña dormida, cuando trato de levantarme para echarlas de mi casa y de su cuerpo, la veo pararse desnuda y sonriente para escapar con sus piernas y cabellos de libélulas hacía el río, a reunirse con sus compañeras, en el aquelarre molesto por su ausencia.
Ella escapa con sus pies descalzos y sus senos silvestres, perseguida por la nube de luces, dejándome la casa oscura y silente. Entretanto, me siento en el balcón, despechado, a oírlas reírse de mí, de los hombres, de sus falos, de sus leyes.
Carolina Lozada
Ilustración: “Albaricoque japonés”, de Chiho Aoshima
3 comentarios:
Hoy decidí empezar por el último relato publicado, no sin cierta absurda desazón al dejar un hueco con otros tantos que también voy a leer.
¿De dónde te viene la inspiración Carolina? Me imagino que tantas historias mágicas, ingeniosas y poéticas hierven en tu mente, urgidas de brotar en forma interminable.
Esta noche me llevo la imagen del aquelarre, del fondo azul y estrellado, de las libélulas, y de unas amazonas que un día soñaron que eran brujas. :)
Bss.
Creo que se logra un excelente efecto entre la descripción de los dos primeros párrafos y la sorpresa del aquellarre de los dos últimos. Muy bueno.
Un abrazo.
Andrómeda, "Cabellos de libélulas" surgió a partir de una noche con balcón y faroles. No había luna y la ciudad estaba lejos. El resto son insectos que revolotean como los recuerdos.
Un abrazo para ti.
Asterión:
Me gusta la idea del aquelarre, no importa que sea íntimo e individual. Alguna vez viví en un edificio con vista al mar. Algunas noches subía a la azotea a hacer mi propio aquelarre.
También un abrazo para ti.
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