viernes, 26 de diciembre de 2008

Marco


Adriana tenía un gato. Su gato se llamaba Marco. Marco un día se fue de casa y se dedicó a viajar. Se hizo un gato trotamundos. Seguramente, fue atraído por el olor a pescado de las colas de las sirenas de las playas de Cumaná y se hizo al mar. En barcos de petróleo, con marineros noruegos y buques de piratas de lenguas muy extrañas, Marco recorrió los mares y puertos extranjeros.  Se talló varios tatuajes y conoció gatitas francesas; de labios rojos y  seductores maullidos que decían: Je t’aime.

Adriana extraña su gato, sin embargo ella sabe que a los viajeros felinos no se les puede detener los pasos. Marco se hizo mar y Adriana le escribió una tierna despedida, de esas que hacen burbujitas en los ojos de quienes amamos los animales. La despedida está escrita en su blog, que pueden rastrear desde estos tejados: http://www.lamanosigilosa.blogspot.com/. Y también pueden votar por ella para el concurso “1 año en un post. Y si mi historia no les convenció, déjense persuadir por la ternura de la mirada de Marco.

Carolina

martes, 16 de diciembre de 2008

Cabellos de libélulas


Una mujer de piernas, de cabeza, de espaldas, de corazón. Una mujer de sombrero, de intuiciones, de sonrisas, camina por la calle, por la vida, por mis noches tejidas. Una mujer me espía desde el árbol, desde el balcón, desde la persiana a medio cerrar. Yo finjo no verla para permitir que me vigile mientras pienso en ella, en su talle, en su inconformidad, en su cabellera rota y en su corazón remendado. Ella observa atenta mis pasos, mi botella a medio vaciar, mi espalda recostada a la pared y mi mirada perdida buscando la noche.

Voy al baño, para permitir que ella se arregle el vestido que ha arrugado en su incómoda posición de espía, para dejar que retoque el carmín de su sonrisa y suelte las libélulas nocturnas que se han agolpado en su cabellera. Al cerrar mi cremallera oigo sus pasos ahogados en la sala de espera, y siento el olor de sus axilas lampiñas despedirse de sus soledades aéreas. Al volver a la sala, ella se esconde tras la cortina de estrellas azules. Recojo del aire sus libélulas incandescentes mientras ella descuida la punta de sus zapatos que se asoman altaneros y caprichosos desde la cortina corrida por el vuelo de la noche. Sola y desarmada, sin telón que cubra sus habitaciones, clósets y gavetas, la mujer me mira desde su posición descubierta. Me acerco y observo su rostro de laberintos y rayuelas. Ella me ve con sus ojos de luna eclipsada. Inmediatamente comprendo que me es imposible no ofrecerle una sonrisa de rehén enamorado de su captora. Cierra los ojos, suspira y levanta la cabeza, ofreciéndome el espectáculo de su rostro desenmascarado. Yo miro más allá de su rostro, su cuerpo, especialmente su cuerpo telúrico, colmado de volcanes y erupciones a punto de estallar en un gran vómito de mariposas embriagadas. Miro los senos que se esconden detrás de su vestido oscuro, husmeo los recovecos de sus caderas y piernas que se ofrecen velados por la tela celosa plegada sobre su piel, negándome la transparencia del desnudo. Al acercarme noto que gime como gata de jazmín, al tomar su cintura las libélulas comienzan a irrumpir por el balcón y reventar en colores la noche. Ella abre los ojos y sonríe mientras que desde su cabellera surgen libélulas floridas y estaciones vencidas que enceguecen momentáneamente mi mirada sobre sus labios. Tumbados sobre el sofá, en el centro de la sala, en mitad de silencio, en medio del revuelo de los insectos, nos acariciamos y entregamos al viejo juego de los amantes, justo en el centro, como en una especie de ritual mágico, en el centro de mi casa, en el centro de la sala, en el centro de su cuerpo.

Afuera se oyen ruidos de aquelarre, las brujas acostumbran reunirse a orillas del río para danzar, embriagarse y conjurar corazones. Suelo oírlas desde mi balcón y a veces he llegado a intuir el sabor de su piel bajo la luna trasnochada. Esta noche, cuando tengo entre mis brazos a la mujer cabellos de libélulas, el aquelarre ha sido más violento y escandaloso y al levantarme con la intención de cerrar la ventana del balcón, un millón de insectos floridos y risas hechizadas irrumpen, haciéndome perder el equilibrio. Todas revolotean alrededor de mi niña dormida, cuando trato de levantarme para echarlas de mi casa y de su cuerpo, la veo pararse desnuda y sonriente para escapar con sus piernas y cabellos de libélulas hacía el río, a reunirse con sus compañeras, en el aquelarre molesto por su ausencia.

Ella escapa con sus pies descalzos y sus senos silvestres, perseguida por la nube de luces, dejándome la casa oscura y silente. Entretanto, me siento en el balcón, despechado, a oírlas reírse de mí, de los hombres, de sus falos, de sus leyes.

Carolina Lozada
Ilustración: “Albaricoque japonés”, de Chiho Aoshima

lunes, 8 de diciembre de 2008

La oscuridad de Nina


Los ojos de Nina se suben al autobús. Es miércoles y hace calor. No hay asiento disponible y Nina se queda parada, observando a los pasajeros que en su mayoría llevan la mirada pegada a las ventanillas en un mudo diálogo de miradas callejeras. El autobús cubre la ruta hacia las afueras de la ciudad. Vestido de azul circula diariamente por las calles de una ciudad en la que no existe el invierno, ni el otoño, sólo un eterno verano visitado por una primavera de flores exóticas. Bancos, escuelas, bazares y edificios son parte del escenario que circunda las vueltas de este transporte público.

La penetrante mirada de Nina se esparce por toda la unidad. Los pasajeros no se fijan en ella más allá de verla subir. Sólo atrapa la infantil curiosidad de un pequeño con sombrero y arma de juguete que la observa desde su asiento. Los ojos del niño, acostumbrados a las historietas y los comics, la miran atentamente. ¿Cuál es el atractivo que Nina ejerce sobre el chico?, ¿qué llama tanto su atención?, ¿serán sus ojos nocturnos que le embelesan? ¿o tal vez, esas cejas pobladas como un oscuro jardín?

Los labios cerrados de la mujer simulan una mueca de desinterés. No obstante, no puede disimular la incomodidad que le causa la mirada del pequeño vaquero. La madre, al percatarse de la indiscreción infantil, le habla al oído y el niño, después de oír las palabras, gira la mirada hacia la ventanilla. En ese momento una fila de ciclistas pasa al lado del autobús. El pequeño sonríe y pega su rostro y manos al vidrio que lo separa del ordenado grupo de deportistas. Uno de los ciclistas le sonríe y el niño le dice adiós con la mano cuando el autobús deja atrás las fibrosas piernas de los ciclistas. No muy lejos, los sigue un cartero en una vieja motocicleta, lleva el buzón repleto de correspondencia. Cartas de amor y desamor, cartas de madres, de soldados de guerra, de amantes que esperan en casa, cartas de suicidas, de remitentes sin destinatarios. El cartero se pierde en la reverberación del sol. Pronto, el paisaje se convierte en un interminable tendido eléctrico, acompañado de cadáveres de animales que ocasionalmente aparecen a orillas de la carretera y algunas aves que vuelan incasables quién sabe a qué lugar. Ante la monotonía del paisaje el chiquillo se aburre y se sienta nuevamente en su lugar, mientras la madre sigue leyendo una revista de modas y cocina.

Un pasajero se queda en uno de los solitarios parajes de un pueblo nacido a orillas de áridas montañas. La camisa a cuadros y el rostro curtido del hombre se pierden en la explanada. Aún queda más de una hora de viaje para llegar a la otra orilla de la ciudad. Nina logra sentarse. Desde su asiento, el pequeño puede observar el perfil de la mujer, una nariz discretamente pronunciada y una piel blanca levemente acariciada por el sol. Las manos, apenas descubiertas, se ven largas y suaves. Nina se desentiende del chico y se dedica a observar al resto de los pasajeros. Ve el brazo del chofer, un brazo curtido por los excesos de sol. Mira su cabeza invadida por las canas. Un hombre pensativo lleva la cabeza pegada a la ventana, está tan ensimismado que pareciera no sentir los saltos bruscos cuando el automóvil cae en esporádicos huecos callejeros. Los pasajeros saltan, producto del impacto, el cuerpo del hombre salta junto al resto de los pasajeros, pero su mirada continúa suspendida en pensamientos que sólo a él le pertenecen. Una señora con cara y cuerpo de matrona lleva las manos sobre su pronunciado vientre, en el cuello le cuelga una pequeña crucecita y al lado de sus piernas descansa una bolsa con víveres y pan. Es blanca, robusta, con brazos fuertes y saludables. Su cabellera rubia y poco abundante está cubierta por una pañoleta, tiene los ojos pequeños y una nariz clásica, viste de negro como una viuda eterna. La música suena a través de un equipo portátil en los oídos de un joven flaco, tan flaco como un lápiz. Sus pies y cabeza se mueven al ritmo de lo que escucha. Una mujer de rasgos delgados y tristes lee un libro grueso de olor milenario. Nina clava la mirada en la cabeza de la joven, observa los escuálidos cabellos esparcidos por su nuca, percibe el olor de su cabellera limpia, de su piel refrescada por lociones de baño. Es una mujer joven, debe estar enamorada, o al menos debe creer en el amor. Tal vez vaya a verse a escondidas con su amante, quizás quedaron en salir a caminar, a contemplar estrellas y esas cosas sencillas y vitales que les gustan hacer los enamorados. Las manos de la chica pasan las páginas del libro como empujadas por una fiebre inquietante. El libro habla de corazones y de noches vestidas con papel de celofán. Dentro del autobús hay más rostros, todos anónimos, algunos atractivos, otros menos llamativos, olvidables la mayor parte de ellos. Cada rostro sobre una cabeza que piensa, reflexiona, imagina, recuerda, sentados todos en la ruta del autobús azul.

La solicitud de parada por parte de la madre del chiquillo vestido de vaquero, despierta a Nina de su concentración en la lectora. Al levantarse, dispuestos a abandonar el autobús, el chiquillo se voltea, mira a Nina y le hace una señal de disparo con su arma de juguete. El eterno bang bang de los westerns norteamericanos. Gary Cooper, Clint Eastwood, Lee Van Cleef en el imaginario de bandidos y vaqueros, de buenos y malos. El joven de la música en los oídos sonríe ante el travieso gesto del pequeño. A Nina no le hace gracia la travesura. Sus grandes y oscuros ojos miran con recelo al niño y al joven que sonríe divertido desde su asiento. La madre toma fuertemente al niño de la mano, apura su paso mientras le recriminaba su comportamiento con la señorita. Con una sonrisa apenada trata de disculparse con Nina, pero ella continúa inmutable como un muro silencioso y ajeno. La madre y su hijo bajan del autobús, rápidamente y a escondidas, el niño le hace una mueca a Nina desde la calle antes de perderse ambas figuras, dejadas atrás por el transporte que continúa su recorrido por calles que parecen hechas de mediodías, por casas de sol y ventanas abiertas. Hace calor, mucho calor. El pulso de las calles languidece en una especie de sopor suspendido. Los rostros de los transeúntes se muestran agotados. Las aves se posan sobre árboles cansados. Los pasajeros del autobús transpiran en silencio, la somnolencia los invade. Desde las ventanillas del ala derecha se puede observar un mendigo con aspecto delirado afeitando su rostro con una vieja hojilla desechable. Se ve muy sucio y aun cuando afeita una y otra vez su rostro frente al vidrio de un auto estacionado, su oscuro bigote permanece aferrado a la piel como el moho al pan viejo. La joven no se fija en el mendigo, está absorta en la lectura. Lee historias del oriente maravilloso, de especies y decorados sensuales, de bailarinas con vientres ardientes, de mujeres de ojos cautivadores. Camellos, caballos, alhajas, guerreros, arena mortal e infinita.

Poco antes de llegar al destino final de la ruta, Nina cierra los ojos y piensa en silencio. Nadie sabe en qué o en quién piensa. Quizá recuerda su infancia, tardes de juegos y chocolates, los amores furtivos en la adolescencia, algún deseo por satisfacer. Sus pechos bajan y suben al ritmo de su acelerada respiración. Ninguno de los pasajeros se percata de que el corazón de esta mujer crece en aceleraciones. Su corazón bombeando sangre a una velocidad vertiginosa. De pronto, sus ojos de hechicera nocturna se abren como poseídos por una fiebre alucinante, sus manos que parecen muy suaves, se deslizan hasta la cintura, sus labios pronuncian unas palabras que nadie entiende o que pronto el caluroso viento se traga. De repente y con determinación hala un cordón escondido entre sus ropas, un cordón que bien pudo haber sido una de esas vistosas alhajas que llevan las mujeres en los cuentos milenarios del oriente maravilloso, o tal vez, un simple cordón blanco, gris, triste cordón de muerte. En instantes, el autobús explota, justo en la entrada a la otra orilla de la ciudad. Los pasajeros no tienen tiempo ni para sorprenderse. El chofer apenas puede mirar por el espejo retrovisor, la matrona se lleva las manos a la cruz que cuelga en su cuello, el joven flaco no oye las palabras de Nina y sigue tarareando las canciones. La lectora ve la expresión de la mujer y sabe inmediatamente de que se trata, ha leído tanto sobre esto, pero nunca pensó que podría pasarle a ella. El miedo hace que el libro caiga a sus pies. Los pensamientos del hombre ensimismado vuelan junto a su cuerpo. Después de la explosión viene el silencio de la muerte. Las llamaradas de fuego apagan los gritos del chofer y los pasajeros. Los colores del infierno, el olor chamuscado de la muerte.

El viento gime cansado en una ciudad golpeada por el sol. Los ojos de Nina desaparecen, seguramente se pierden en la oscuridad de sus pupilas. Sólo se hallan restos esparcidos en ese lugar de muerte fanática, una pequeña cruz aferrada a un cuello destrozado, los solitarios audífonos de un equipo de música portátil y las páginas quemadas de un libro que con la brisa comenzaron a volar y a ser leídas por el viento: te cuento una historia pero no me arranques el corazón.

jueves, 4 de diciembre de 2008

La mosca de Luis


Me gustan las moscas. Las historias con estos pequeños seres de patas afines a las suciedades. Moscas fatales que les gusta suicidarse en las sopas. De los cortometrajes que forman parte de “Ten minutes older”, uno de mis favoritos es “The enlightenment” (de Volker Schlöndorff), aquel de la voz en off detrás del insecto que reflexiona sobre el tiempo en un día de campo alemán. Pero no es de moscas alemanas de las que quiero hablar, tampoco de mis propias moscas; hoy quiero hablar de La mosca de Luis, especialmente de aquella mosca que vuela con las patas manchadas de sangre muerta en esos siniestros pasillos de “Death row”, uno de los poemas que forman parte de su último libro En defensa del desgaste (Mérida: Mucuglifo/Fundecem, 2008). Un poema que se hace cuento en su recorrido por esas carnes, por esos platos, por esas almas:


Death row



la solitaria mosca que está parada encima de una copa
viene de lejos/
de otros
manteles sucios,
conoce otros cadáveres;
en sus ojos ve uno cien restos de carne
de tantos platos de cartón/por donde anduvo
en la pampa (y en
/Lima),
como si sostuviera en ellos un poco de comida
por si acaso no consigue
en el nuevo paraje;
salió de noche del primer país,
¿no es también ligeramente oscura su mirada?;
cuánto debió viajar antes de finalmente/detenerse
sobre una vaca/y sobre aquel alambre
lleno de sangre
(lleno de pelos);
igual estuvo sobre un hombre muerto
/eso de allí es un campo abandonado,
/una mujer sola cuatro hijos;
la mosca ha jamado todas las vísceras de todas las morgues;
se ha regodeado en todos los museos
y conoce
las mejores narices;
ninguna corbata se le ha resistido;
ha estado en todas partes
(la mosca/bicha)
como un dios llamado para/la absolución final;
pongámonos en fila,
mostremos las llagas,
que la mosca se apiade de nosotros,

una piel blanda,
una vida triste,
unos pocos cabellos

(Poema de Luis Moreno Villamediana)

lunes, 1 de diciembre de 2008

El viejo


Adaptación literaria de un pasaje del filme
Historias mínimas de Carlos Sorín.


El viejo espera el tiempo pasado que no vuelve. Ese tiempo que tiene forma de perro y que ladra en la distancia buscando un dueño perdido. El viejo está sentado sobre una silla de madera gastada, con asiento y espaldar de cuero raído, manchado por el uso. Al fondo de su espalda se encuentra una casa cimentada de recuerdos, de días muertos, de tiempo oxidado. Dentro de sus ventanas lo observa una mujer que ya no existe y un hijo indiferente, ajeno. Al frente tiene el horizonte de la pampa. Espacio sin límite, soledad habitada de firmamento. Nubes desparramadas como cuerpos de formas maleables. Los ojos del viejo no pueden clavarse en ningún lugar porque no hay destinos en la pampa, únicamente lejanías imposibles de atajar. Sólo espacio que no se puede tocar porque siempre es infinito, porque siempre está más allá. Los años transitan tan lejos y sin embargo pesan tanto para este viejo que vela una muerte pasada. Una muerte con quejido de perro. Los años siguen transcurriendo, empujados por esas gruesas nubes que se extienden en las anchuras de un firmamento sin mayores coordenadas que la extensión del tiempo. En un lugar de esa explanada, continúa ahí sentado como un enigma antiguo y desértico. El cuerpo corrompiéndose, las manos pecosas, casi sin uñas, marchitándose sin remedio, pero también sin premura. La vista nublada del pasado. Él lo sabe: su futuro está en el pasado, en ese instante en que su perro Malacara lo abandonó, reprochándole una complicidad asesina de silencio.
Cierra los ojos para oler el invierno que se aproxima. El invierno, esa época del desnudo desamparado, de las texturas agrietadas como gritos del silencio, del mate alrededor de un fuego y una familia que no existe. Invierno, ese tiempo blanco que viene caminando por las solitarias carreteras del sur. Ese frío que se aproxima a sus pies.
El viejo se mira las manos; le tiemblan involuntariamente. Están solas, tan solas como su corazón. Mientras observa como esas extremidades del cuerpo se corrompen sin consideración ni pudor, un autobús pasa al frente como una irrupción lejana, dejando su estela de humo y la imagen de rostros asomados a las ventanillas. La mayor parte de los rostros somnolientos no se fijan en el hombre que está sentado afuera de una casa de la pampa, algunos pocos, los más curiosos lo ven; pero no se detienen a mirarlo. Sólo un niño pega el rostro contra la ventanilla para observarlo desde la fugacidad de un vehículo en marcha. La mirada y las manos del niño son efímeras como la intempestiva mirada de un recuerdo. El niño lo ve, el viejo lo mira. Se miran. La imagen del niño arrastra aún más al viejo al pasado. Él mismo, es él mismo visitándose en el pasado de su infancia. Una irreversible soledad se le aglutina en el corazón y en la garganta. Impulsado por una extraña fuerza decide no esperar más. Se levanta para ir a buscar a Malacara y enfrentarse al pasado.
Decidido y decrépito sale a la carretera, sólo lleva el mate, pocas monedas y nada que perder. Camina revestido por las tonalidades de un sol austral. La cabeza calva y manchada es cubierta con un gorro grueso y cálido. Lleva puesta una chaqueta oscura para soportar las envestidas del mal tiempo y unos zapatos amarillos de excursión que algún joven turista le regaló al abandonar la pampa.
Allá va el viejo, mírenlo, caminando solo por esa carretera tan abandonada. Lento, pausado, torpe; un poco desequilibrado. Si lo observamos desde esta distancia vemos como va caminando en su propia penumbra, buscando un atisbo de lucidez diaria, necesaria. Vean su espalda un poco inclinada hacia la derecha como un objeto cansado. Gastado y cansado. Lo vemos perderse, convertirse en un punto en la carretera. Está un poco desquiciado este viejo, miren que tomarse la vía, irse intempestivamente como un delirante que busca caminos imposibles. ¿Y de qué otro modo podríamos llamar a alguien que pretende asaltar el pasado?

Ese sonido que se escucha es el viento. No es un susurro, no es una voz ni un fantasma, es el viento. En estas soledades el viento es un compañero, una constancia que no abandona. Lo siento dar vueltas, juguetear, fingir voces e ir y venir hacia mí. Aquí está, caminando conmigo una vez más. El viento transporta mi voz hacia otros lugares tan distantes que ni siquiera puedo imaginar que existan, pero sólo yo me escucho, en un susurro. Aquí estoy, en el último rincón del mundo, más allá de este lugar no hay nada. Abismo y vacío. Si caminara más lento me cansaría menos, ¿pero qué más lento puede caminar un viejo? El cansancio es uno mismo que ya está agotado, que ya se está acabando, que ya se está yendo.
¿Qué hará Malacara cuando me vea? Debí haberlo buscando antes, no lo hice por cobardía. Voy en búsqueda de alguien que tal vez no quiera verme. La única razón por la que un perro no pueda perdonar a su dueño es por la traición. Bueno, los perros perdonan todo, hasta las traiciones. Soy yo quien no me puedo perdonar. Lo traicioné, me negué, no existí. Así lo entendió él esa tarde, en medio de esta misma carretera, más adelante, sólo unos largos pasos más adelante. Malacara, Malacara, no fue mi culpa; quizás asuma la cobardía pero no la culpa. Malacara.

El viejo llama al perro, dice que es su perro. Su llamado se escucha como un silbido que es tragado por la inmensidad y el frío. Estás muy solo viejo, estás delirando.

No estoy delirando, es mi voz que se escucha desde afuera, que sale desde adentro para reprenderme y hablar por mí, pero soy yo mismo. Hablo en alto para no sentirme tan solo, pero a veces no puedo controlar mi voz que se convierte en voces y personas que me miran y hablan por mí. Algo así le pasaba a un viejo de una historia de peces y de mar. Un viejo que rodeado de tiburones en el mar escuchaba una voz en alto que no era la voz de Dios. Un hombre que iba por su pesca más preciada, un pez enorme, más grande que sus ambiciones. Pero el viejo fracasó, las manos se le engarrotaron y los tiburones fueron comiendo en grandes zarpazos el pez que había pescado y que llevaba amarrado en su bote. El animal por el que había luchado tantas horas seguidas en el agua. Al viejo, únicamente le quedaron sus manos engarrotadas y sangrantes y un esqueleto; un hermoso y gigantesco esqueleto marino.

Par de automóviles recogen al transeúnte y lo van adelantando a su destino. Para las personas que se encuentra en la vía, el anciano inventa nombres impostores, identidades postizas, falsas peregrinaciones. No quiere que nadie sepa quién es, ni qué hace ni por qué lo hace. Así recorre kilómetros hasta que llega a un punto alejado de su casa. En ese punto el invierno está muy cerca pero todavía quedan pedazos de otoño. Se detiene, sabe que más allá sólo queda el vértigo del vacío, sabe que más allá no hay puntos cardinales, ni estaciones, tampoco límites, tampoco tiempo. El viejo siente el frío, está llegando el invierno, lo siente entrar por los pies. Ni siquiera sus zapatos de excursionista pueden protegerlo de ese frío. Golpeado por el viento, cierra los ojos y llama a su perro.

Malacara, Malacara, ven amigo. Hacía tiempo que quería venir por ti pero no me había atrevido. Cobardías de un hombre viejo, lo sabes. Tú también estás cansado como yo, mira como tienes esos ojos caídos. No te quedes ahí parado con la cola gacha y asustada, tal vez parezca un extraño que ha venido desde muy lejos, pero soy yo, el hombre a quien acompañabas en las mañanas y por las tardes en las tareas diarias de la vida en la pampa ¿Llevabas mucho tiempo esperándome? Debí haber venido antes, pero ya Malacara, ahora estoy aquí.
No hay mucho que contar, la casa está igual que siempre después que ella se fue, el silencio se apropió de las paredes, de las esquinas. La tristeza se fue comiendo poco a poco los espacios al punto que se tomó la casa y ya no podía estar yo dentro de ella. Sin darme cuenta de pronto me convertí en un extraño y la casa me fue echando de sus dominios, de su progresivo deterioro. Mi hijo. Mi hijo no sé, él siempre fue tan ajeno, hace mucho tiempo que no sabemos nada del otro.
Me estás olfateando Malacara, sí, hazlo, está bien, reconóceme. Reconoce al mismo hombre de siempre, sólo que más viejo. ¿A qué huelo Malacara? ¿a tiempo pasado?, tal vez sea eso, un fantasma del pasado. He recorrido mucho tiempo y el firmamento siempre es el mismo: largo e infinito, he caminado tanto para encontrarte, para poder explicarte lo que pasó ese día. Viste, estos zapatos, son buenos, me los regaló un joven de la ciudad que vino a conocer la pampa. ¿Son bonitos, verdad? Bonitos y amarillos. Te gustan mis zapatos, por fin has movido tu cola, ya me reconoces. Ahora sólo falta que me perdones, aunque es tan difícil perdonar.
En este momento puedo hablar del pasado. Puedo decir que ese día no me dio tiempo de frenar y que él se atravesó, de pronto y sin previo aviso. Ya sé que fui un cobarde y no me quise bajar del auto aún cuando tú emitías un llanto quejumbroso y ese pedazo de carretera se quedaba atrás con un centro de muerte. Fue por cobardía, no quise detenerme, no quise voltear, no quise ver la cara de la muerte. Y me miraste con esos ojos desfallecidos, con esa tristeza casi humana, con ese dolor de animal herido. Y yo no me apiadé, seguí, seguí hasta que la vista se me cansó y cuando te busqué, ya no estabas.
Fue un accidente mi querido Malacara, un desgraciado accidente.
Ahora te echas a mi lado como antes, ¿será que me has perdonado? ¿Acaso importe el perdón en estas detenciones del tiempo?
Vamos Malacara, caminemos, ya no tengo frío, ya no me queda el tiempo, ya no me siento solo.