Adaptación literaria de un pasaje del filme
Historias mínimas de Carlos Sorín.
El viejo espera el tiempo pasado que no vuelve. Ese tiempo que tiene forma de perro y que ladra en la distancia buscando un dueño perdido. El viejo está sentado sobre una silla de madera gastada, con asiento y espaldar de cuero raído, manchado por el uso. Al fondo de su espalda se encuentra una casa cimentada de recuerdos, de días muertos, de tiempo oxidado. Dentro de sus ventanas lo observa una mujer que ya no existe y un hijo indiferente, ajeno. Al frente tiene el horizonte de la pampa. Espacio sin límite, soledad habitada de firmamento. Nubes desparramadas como cuerpos de formas maleables. Los ojos del viejo no pueden clavarse en ningún lugar porque no hay destinos en la pampa, únicamente lejanías imposibles de atajar. Sólo espacio que no se puede tocar porque siempre es infinito, porque siempre está más allá. Los años transitan tan lejos y sin embargo pesan tanto para este viejo que vela una muerte pasada. Una muerte con quejido de perro. Los años siguen transcurriendo, empujados por esas gruesas nubes que se extienden en las anchuras de un firmamento sin mayores coordenadas que la extensión del tiempo. En un lugar de esa explanada, continúa ahí sentado como un enigma antiguo y desértico. El cuerpo corrompiéndose, las manos pecosas, casi sin uñas, marchitándose sin remedio, pero también sin premura. La vista nublada del pasado. Él lo sabe: su futuro está en el pasado, en ese instante en que su perro Malacara lo abandonó, reprochándole una complicidad asesina de silencio.
Cierra los ojos para oler el invierno que se aproxima. El invierno, esa época del desnudo desamparado, de las texturas agrietadas como gritos del silencio, del mate alrededor de un fuego y una familia que no existe. Invierno, ese tiempo blanco que viene caminando por las solitarias carreteras del sur. Ese frío que se aproxima a sus pies.
El viejo se mira las manos; le tiemblan involuntariamente. Están solas, tan solas como su corazón. Mientras observa como esas extremidades del cuerpo se corrompen sin consideración ni pudor, un autobús pasa al frente como una irrupción lejana, dejando su estela de humo y la imagen de rostros asomados a las ventanillas. La mayor parte de los rostros somnolientos no se fijan en el hombre que está sentado afuera de una casa de la pampa, algunos pocos, los más curiosos lo ven; pero no se detienen a mirarlo. Sólo un niño pega el rostro contra la ventanilla para observarlo desde la fugacidad de un vehículo en marcha. La mirada y las manos del niño son efímeras como la intempestiva mirada de un recuerdo. El niño lo ve, el viejo lo mira. Se miran. La imagen del niño arrastra aún más al viejo al pasado. Él mismo, es él mismo visitándose en el pasado de su infancia. Una irreversible soledad se le aglutina en el corazón y en la garganta. Impulsado por una extraña fuerza decide no esperar más. Se levanta para ir a buscar a Malacara y enfrentarse al pasado.
Decidido y decrépito sale a la carretera, sólo lleva el mate, pocas monedas y nada que perder. Camina revestido por las tonalidades de un sol austral. La cabeza calva y manchada es cubierta con un gorro grueso y cálido. Lleva puesta una chaqueta oscura para soportar las envestidas del mal tiempo y unos zapatos amarillos de excursión que algún joven turista le regaló al abandonar la pampa.
Allá va el viejo, mírenlo, caminando solo por esa carretera tan abandonada. Lento, pausado, torpe; un poco desequilibrado. Si lo observamos desde esta distancia vemos como va caminando en su propia penumbra, buscando un atisbo de lucidez diaria, necesaria. Vean su espalda un poco inclinada hacia la derecha como un objeto cansado. Gastado y cansado. Lo vemos perderse, convertirse en un punto en la carretera. Está un poco desquiciado este viejo, miren que tomarse la vía, irse intempestivamente como un delirante que busca caminos imposibles. ¿Y de qué otro modo podríamos llamar a alguien que pretende asaltar el pasado?
Ese sonido que se escucha es el viento. No es un susurro, no es una voz ni un fantasma, es el viento. En estas soledades el viento es un compañero, una constancia que no abandona. Lo siento dar vueltas, juguetear, fingir voces e ir y venir hacia mí. Aquí está, caminando conmigo una vez más. El viento transporta mi voz hacia otros lugares tan distantes que ni siquiera puedo imaginar que existan, pero sólo yo me escucho, en un susurro. Aquí estoy, en el último rincón del mundo, más allá de este lugar no hay nada. Abismo y vacío. Si caminara más lento me cansaría menos, ¿pero qué más lento puede caminar un viejo? El cansancio es uno mismo que ya está agotado, que ya se está acabando, que ya se está yendo.
¿Qué hará Malacara cuando me vea? Debí haberlo buscando antes, no lo hice por cobardía. Voy en búsqueda de alguien que tal vez no quiera verme. La única razón por la que un perro no pueda perdonar a su dueño es por la traición. Bueno, los perros perdonan todo, hasta las traiciones. Soy yo quien no me puedo perdonar. Lo traicioné, me negué, no existí. Así lo entendió él esa tarde, en medio de esta misma carretera, más adelante, sólo unos largos pasos más adelante. Malacara, Malacara, no fue mi culpa; quizás asuma la cobardía pero no la culpa. Malacara.
El viejo llama al perro, dice que es su perro. Su llamado se escucha como un silbido que es tragado por la inmensidad y el frío. Estás muy solo viejo, estás delirando.
No estoy delirando, es mi voz que se escucha desde afuera, que sale desde adentro para reprenderme y hablar por mí, pero soy yo mismo. Hablo en alto para no sentirme tan solo, pero a veces no puedo controlar mi voz que se convierte en voces y personas que me miran y hablan por mí. Algo así le pasaba a un viejo de una historia de peces y de mar. Un viejo que rodeado de tiburones en el mar escuchaba una voz en alto que no era la voz de Dios. Un hombre que iba por su pesca más preciada, un pez enorme, más grande que sus ambiciones. Pero el viejo fracasó, las manos se le engarrotaron y los tiburones fueron comiendo en grandes zarpazos el pez que había pescado y que llevaba amarrado en su bote. El animal por el que había luchado tantas horas seguidas en el agua. Al viejo, únicamente le quedaron sus manos engarrotadas y sangrantes y un esqueleto; un hermoso y gigantesco esqueleto marino.
Par de automóviles recogen al transeúnte y lo van adelantando a su destino. Para las personas que se encuentra en la vía, el anciano inventa nombres impostores, identidades postizas, falsas peregrinaciones. No quiere que nadie sepa quién es, ni qué hace ni por qué lo hace. Así recorre kilómetros hasta que llega a un punto alejado de su casa. En ese punto el invierno está muy cerca pero todavía quedan pedazos de otoño. Se detiene, sabe que más allá sólo queda el vértigo del vacío, sabe que más allá no hay puntos cardinales, ni estaciones, tampoco límites, tampoco tiempo. El viejo siente el frío, está llegando el invierno, lo siente entrar por los pies. Ni siquiera sus zapatos de excursionista pueden protegerlo de ese frío. Golpeado por el viento, cierra los ojos y llama a su perro.
Malacara, Malacara, ven amigo. Hacía tiempo que quería venir por ti pero no me había atrevido. Cobardías de un hombre viejo, lo sabes. Tú también estás cansado como yo, mira como tienes esos ojos caídos. No te quedes ahí parado con la cola gacha y asustada, tal vez parezca un extraño que ha venido desde muy lejos, pero soy yo, el hombre a quien acompañabas en las mañanas y por las tardes en las tareas diarias de la vida en la pampa ¿Llevabas mucho tiempo esperándome? Debí haber venido antes, pero ya Malacara, ahora estoy aquí.
No hay mucho que contar, la casa está igual que siempre después que ella se fue, el silencio se apropió de las paredes, de las esquinas. La tristeza se fue comiendo poco a poco los espacios al punto que se tomó la casa y ya no podía estar yo dentro de ella. Sin darme cuenta de pronto me convertí en un extraño y la casa me fue echando de sus dominios, de su progresivo deterioro. Mi hijo. Mi hijo no sé, él siempre fue tan ajeno, hace mucho tiempo que no sabemos nada del otro.
Me estás olfateando Malacara, sí, hazlo, está bien, reconóceme. Reconoce al mismo hombre de siempre, sólo que más viejo. ¿A qué huelo Malacara? ¿a tiempo pasado?, tal vez sea eso, un fantasma del pasado. He recorrido mucho tiempo y el firmamento siempre es el mismo: largo e infinito, he caminado tanto para encontrarte, para poder explicarte lo que pasó ese día. Viste, estos zapatos, son buenos, me los regaló un joven de la ciudad que vino a conocer la pampa. ¿Son bonitos, verdad? Bonitos y amarillos. Te gustan mis zapatos, por fin has movido tu cola, ya me reconoces. Ahora sólo falta que me perdones, aunque es tan difícil perdonar.
En este momento puedo hablar del pasado. Puedo decir que ese día no me dio tiempo de frenar y que él se atravesó, de pronto y sin previo aviso. Ya sé que fui un cobarde y no me quise bajar del auto aún cuando tú emitías un llanto quejumbroso y ese pedazo de carretera se quedaba atrás con un centro de muerte. Fue por cobardía, no quise detenerme, no quise voltear, no quise ver la cara de la muerte. Y me miraste con esos ojos desfallecidos, con esa tristeza casi humana, con ese dolor de animal herido. Y yo no me apiadé, seguí, seguí hasta que la vista se me cansó y cuando te busqué, ya no estabas.
Fue un accidente mi querido Malacara, un desgraciado accidente.
Ahora te echas a mi lado como antes, ¿será que me has perdonado? ¿Acaso importe el perdón en estas detenciones del tiempo?
Vamos Malacara, caminemos, ya no tengo frío, ya no me queda el tiempo, ya no me siento solo.