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Jake & Dinos Chapman |
Sólo cuando Víctor comenzó a masturbarse pudo saber a
qué olían las manos del sacerdote que de niño le ponía la hostia consagrada en
la punta de la lengua, en ese ritual litúrgico al que su abuela lo obligaba a
asistir domingo a domingo con el compromiso de que luego lo llevaría a una
función de cine. El aroma dulzón y algo repugnante de la mano derecha del cura
se le quedaría aferrado al olfato y al recuerdo como la magdalena proustiana.
Pero fue desde que descubrió, por experiencia propia, cuál era el origen de ese
olor particular que el muchacho comenzó a manifestar conductas neuróticas de
una asepsia oscura y enfermiza. Víctor, flaco y de piel pálida, un larguirucho
apuesto, aunque bastante esquivo y de cabello graso, quería evitar a toda costa
que sus manos olieran a esperma. Le causaba horrores pensar que la gente al olfatearlo
descubriera su gozo solitario. Lo peor era que mientras más temía ser
descubierto por las narices ajenas, mayores eran sus impulsos onanistas.
Antes de llegar a su decisión criminal, probó de todo
para evitar andar por la vida oliendo a paja recién hecha. La primera medida
que adoptó fue la de no saludar con la mano; así quedase como un grosero, no le
importaba, prefería esto a que su olor se impregnara en la mano del otro y quedaran
al descubierto sus placeres privados. Para Víctor no era un consuelo que la
mayoría de los seres humanos se masturbaran, sobre todo en la adolescencia,
para él era una desgracia que le abrasaba la nariz. El muchacho había
desarrollado una fuerte paranoia que lo llevó a extremos muy ridículos antes de
caer como víctima de sí mismo. Es fácil pensar en las fórmulas básicas que usó para
mantener las manos pulcras y los olores restringidos: jabón antiséptico, antibacterial,
líquido y en pastillas; también un poco de alcohol, preferiblemente al cien por
ciento. Una vez bien lavadas, piedra pómez y esponjas de alambre para
restregárselas. Al principio, Víctor agregó cremas suavizantes, con agradables
aromas, pero poco después las desestimó al convencerse de que su aroma dulce se
combinaba con el olor de sus fluidos, y esto empeoraba las cosas. Alguna vez se
le ocurrió masturbarse con guantes quirúrgicos y con un preservativo en el pene,
pero el placer no era el mismo, así que desechó tales implementos. Ni un día soportó la determinación de no tocarse, la
angustia le causo fiebre y un delirio que acabó con un reventón de leche sobre unas
de las páginas del libro de autoayuda con el que trataba de controlar su
adicción (…)
5 comentarios:
Un excelente cuento. Felicidades, Carolina.
Magda, me alegra que te guste.
Muy bueno.
Me gustó mucho su cuento en "Las malas juntas". Es el primer texto suyo que leo y me dejó una muy buena impresión.
Me topé por accidente con su página, y el accidente ya me tiene tres horas atascado en la pantalla...chapó Carolina, mis respetos. Este cuento de la paja cósmica es certero, afilado, de un humor muy sutil. Se le agradece.
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