
Hay un especial de la serie animada “Padre de familia” o “Family Guy”, como la prefieran llamar, en donde uno de los realizadores de la serie entrevista a varios televidentes que confiesan su rechazo al programa. Los entrevistados exponen las razones por las cuales no les gusta la serie; lo hacen frente a un hombre con una sonrisa que casi se le cae de la cara, y que los instiga para que sigan hablando todo lo mal que quieran de la serie. Comento este punto porque hace unos días el portal venezolano Prodavinci publicó mi texto “Yo soy feliz, pregúnteme cómo”, y las reacciones frente al mismo han sido: algunas airadas; otras de rechazo, de un rotundo “no me gusta y punto”; y otras más de lectores que manejan las nociones de sarcasmo, morbo, ironía y ficción. Un señor dejó un comentario en el que decía que, con todo respeto y con toda buena fe, le parecía antipática e intolerante la autora del texto. Al leer el comentario no pude evitar poner la cara del hombre de “Padre de familia”.
Un escritor es un sujeto que se expone, hasta podría decirse que el escritor tiene sus dosis de exhibicionismo impúdico. Nuestros cueros son las páginas que escribimos y mostramos. Algunas de esas pieles o tatuajes gustan; otros no; es la ley irreversible del “me gusta”, “no me gusta”.
Recuerdo cómo se me ocurrió la nota “Yo soy feliz, pregúnteme cómo”. Iba caminando por una calle poco transitada y vi venir a una muchacha con una blusa de mangas largas y rayas horizontales. Ella venía en sentido contrario y la calle le quedaba cuesta arriba. Se notaba cansada, tal vez sudaba un poco. Al tenerla muy cerca noté que era fea, que llevaba consigo una sonrisa un poco idiota y una chapa sobre la blusa. La chapa decía que ella había adelgazado, que le preguntaran cómo… Sí, está bien, yo estoy jodida de la cabeza, tengo cizaña en los ojos, descompongo y adultero la realidad que se me atraviesa. Sí, está bien, soy un ser antipático. El hecho es que no pude dejar de pensar y decir para mis adentros, después de examinarla rápidamente: “no, mija, tú nunca has adelgazado, tú siempre has tenido ese pobre cuerpo seco y sin curvas”. ¿Ven cómo el señor comentarista tiene razón? En lo que no tiene razón es en el asunto del sentido literal del texto. Si algo me gusta combatir es el sentido literal del mundo. Ojalá tuviera yo la riqueza y potencia de un Faulkner o de un Onetti para inventar otras ciudades, otras islas, las mías propias, para poder sacar un personaje de otro personaje, y de otro, y de otro, y de otro, como si se tratase de una muñeca rusa. Pero tengo que adecuarme a mis limitaciones.
En mi mundo literal escucho a un milico que habla y expele ácido cuando habla y se vomita hablando y se caga encima mientras habla y duerme hablando y aturde el sueño de todos los que intentamos dormir. En mi mundo literal hay un cementerio que veo desde una de las ventanas del apartamento. Es un cementerio plano donde puedo percibir parte de los rituales fúnebres. Y aunque el camposanto queda lejos, tengo buena vista y puedo distinguir el movimiento de los dolientes caminando. Los veo como sombras oscuras, borrosas. Esa visión constante de muertes ajenas me hace pensar en la mía propia y en la de los míos. En mi mundo literal hubiera escrito que la muchacha fea que pasó esa mañana por mi lado llevaba una chapa que decía “Yo adelgacé, pregúnteme cómo”, pero no: me caen mal los mundos literales; prefiero reconstruirlos, reinventarlos o, simplemente, inventarlos. Así que esa mañana seguí caminando, y pensaba y maquinaba qué hacer con ese personaje que se me atravesó, y decidí cambiarle la chapa, y la imaginé intentando venderme la felicidad. Ella, con su cara de cuarentena sexual, con su soledad obligada, con su cuerpo plano, asexuado. Ella, una muchacha que seguramente se masturba y llora porque el hombre o la mujer que desea no le da bola. Entonces me senté en un parque cercano, en el mismo parque donde una tarde oscura y fría me hice creer que había visto a la Cosette de Los Miserables caminando bajo unos sauces llorones. Esa tarde de la visión inventada, echada en la grama, me convencí de que también podría apostar a ser escritora, porque si imaginaba ver caminando por ahí personajes literarios debía hacerme escritora, porque la otra opción era hacerme loca, y esta última posibilidad no me apetecía mucho. Entonces preferí creer que quienes inventan personajes e historias, que muy bien pueden ser locos, también pueden ser escritores. Insisto, en ese mismo parque, que tiene nombre de héroe patrio, pero cuya literalidad no me interesa destacar, me senté para tomar notas y para obligarme a escribir después algo con esa mujer. Y dentro de las notas escribí “Yo soy feliz, pregúnteme cómo”, y continúe caminando y llevaba conmigo el cosquilleo que me suele dar cuando tengo una historia entre las manos. Más que un cosquilleo es una sensación de aceleramiento, de un extraño vértigo que me gusta. Ese vértigo, ese aceleramiento, me permiten nombrar la realidad desde la invención. Y eso me hace feliz o infeliz de a ratos, sólo de a ratos, porque no creo en la felicidad constante, tampoco en el drama omnipresente.