
Hace unos días fue publicada en Yahoo en español una encuesta en la que preguntaban sobre nuestros personajes favoritos del cómic. Entre las opciones estaban Mafalda y Condorito. Sin pensarlo mucho y empujada por una fuerza sentimental corrí a votar por Condorito, el pajarraco chileno creado por Pepo. Una vez que hube votado, vi con asombro que Condorito lideraba la encuesta sobre una ultrafamosa y mil veces reeditada y citada Mafalda. Me alegré, juro que me alegré por el “roto” Condorito y por mis lecturas de infancia. Porque mis primeras lecturas no fueron cuentos de hadas, tampoco mis padres, ni mis abuelos, se echaban al lado de mi cama a leerme historias de princesas y castillos. No lo hicieron, pero sí nos contaban, a mis hermanos y a mí, cuentos de caminos, historias de espantos, relatos con personajes tan increíbles que parecen de ficción. Así crecí, sin muchos libros célebres, pero con mucho cuento encima. Y para contar cuentos de camino mi padre es un experto. “Vamos a echar cuentos”, nos decía. Y ésa era la única religión en casa.
Luego vinieron las historietas, éstas llegaron a casa con la puntualidad de un tío adicto a los cómics. “Kalimán”, “El Santo”, “Águila solitaria”, “Memín”, “Fuego”, y mi favorito, “Condorito”. Los ejemplares de “Fuego” y “Águila Solitaria” ya no salían, pero mi tío los coleccionaba. Y como yo era una buena niña, me los prestaba. Entre mis lecturas recuerdo cómo me quedaba esperando que en la próxima entrega de “El santo” el enmascarado de plata se quitara la máscara. Y esto, obviamente, nunca llegó a ocurrir.
También llegué a leer historietas que podrían catalogarse como pornografía popular, llamadas “Lolita”. Claro, a éstas tuve acceso cuando estaba un poquito más grande. Y las leía escondida, en el baño, luego de que descubrí el arsenal entre los archivos secretos de mi tío. Recuerdo que cuando me confesé para mi primera comunión, le conté (con mucha vergüenza) al sacerdote sobre mis lecturas prohibidas. Asombrosamente, el sacerdote no tomó mucho en cuenta mis hábitos “literarios”, pero sí me amonestó porque admití que frecuentaba poco la iglesia. Varios años después me enteré de que este sacerdote era adicto a la pornografía, lo supe por una amiga que trabajaba en una tienda de videos y me contaba que el representante de dios en mi municipio paraba su camioneta afuera de la tienda y mandaba a uno de sus monaguillos a alquilar las películas pornográficas, en el formato betamax de la época.
Pero volviendo a “Condorito”, debo confesar públicamente, y sin vergüenza, que fue una de mis primeras lecturas y que tengo algunas cuantas historietas guardadas en los archivos de la nostalgia en mi casa materna. Cuando visito la casa de mi madre y mi primita Anthonela, que curiosamente hoy cumple once años, me pide prestado un “Condorito”, se lo presto con el mismo celo con que me lo prestaba mi tío. Y con las mismas condiciones, hablándole de “usted”, porque un andino nunca tutearía a su familia: “Se lo presto, pero me lo cuida, porque si me lo daña, no le presto ningún otro”.
Hubo una época en que viví una temporada en Santiago de Chile, y al poco tiempo de estar en la ciudad le pregunté a mi amigo Daniel Quiroga por la escultura que le habían hecho al pajarraco en algún lugar de la ciudad. Daniel, que era un señor muy culto, amante de la música clásica y encargado de hacer las reseñas musicales sobre los conciertos en el Teatro Municipal de Santiago para el Diario El Mercurio, me dijo: “Ah, el roto Condorito”. En ese momento supe que en Chile “roto” es el término empleado para referirse a los seres de la periferia.
Y fui hasta la comuna de San Miguel (lugar de origen de la banda “Los prisioneros”), ahí se encontraba la escultura de Condorito. La escultura no es más que una obra hecha de concreto y yeso, o algún otro material barato. Está ubicada en una placita escondida. Y qué otra cosa se podría esperar de este vago periférico y polifacético.
Junto al personaje de mi infancia me tomé una fotografía que algún amigo malsano publicó en la prensa de Mérida, junto a uno de mis cuentos. Esa foto me hubiese encantado ponerla junto a este post, pero la perdí en un asalto en el que me despojaron de mi bolso, dentro del cual llevaba un diario con una carta de amor de un antiguo novio y mi foto junto a Condorito. En mi bolso llevaba otras cosas, como dinero, mi cédula de identidad, algún libro, mis lentes de lectura, mis lentes de sol; pero ninguna cosa me dolió tanto perder como el diario, la carta y la foto.
En la casa de Asterión sugerí escribir una carta a los señores carteros para que no se queden con libros de otros destinarios, aquí en mi casa propongo escribir una carta a los señores ladrones para que se roben todo menos nuestros pedazos de nostalgia.