martes, 7 de octubre de 2008

Natalia III


Mi abuela me enseñó a rezar, recuerdo muy bien, las cuentas del rosario son cincuenta y nueve. Divididas en diez ave marías, cinco misterios y cinco glorias. En las noches, especialmente los primeros viernes de cada mes, la abuela y mi madre me sentaban a su lado y comenzaban el rosario. Yo siempre me equivocaba en las cuentas, me costaba mucho trabajo concentrarme y vivía distraída pensando en cosas de niñas. Cuando perdía el hilo, las voces rezanderas se alejaban como el ruido de un automóvil en la madrugada, de esos que pasan por solitarias carreteras, dejando una estela de humo y olvido. Entonces simulaba que rezaba, pero en realidad sólo movía los labios. En más de una ocasión una de ellas o ambas me dieron un manotazo en la espalda para que me comportara y respetara. Pero yo no me distraía por irrespeto, lo hacía porque era una niña. Una niña que pensaba en juegos y en qué estarían haciendo sus amigos mientras a ella la obligaban a hincarse y rezar el rosario en familia. Cuando fui creciendo las distracciones se convirtieron en cuerpos de muchachos. Labios, espaldas, cabellos sucios y sensuales, pechos planos, entrepiernas abultadas. Con un poco más de edad los labios se convirtieron en besos y lenguas dentro de mi boca.
Mi abuela decía que era pecado tocarse o tener pensamientos de la carne. Al principio no entendía muy bien qué quería decir con eso de tener pensamientos de la carne. De niña pensaba que los bebés los hacían los padres a punta de besos, hasta el día que un amigo nos contó, a mi hermano y a mí, que el hombre se acostaba sobre la mujer y la penetraba con su pipí que se ponía muy duro. Yo me molesté y no quise creerle. Nuestro amigo se reía, y no conforme con la explicación teórica, se afanaba en mostrarnos con mímica y gestos. Lo hacía recostado a uno de los árboles que teníamos en el jardín. Yo veía como restregaba su parte de adelante sobre la corteza del árbol y me llenaba de rabia. No podía creer que mi padre le hiciera eso a mi madre. No conseguía imaginar a mi madre en tamaña inmundicia. Mi madre con mi padre. Nunca pensé que ella fuese capaz de hacer esas cosas. La odié.
Mi rostro se enrojecía de rabia, mi hermano quiso golpear a Daniel, así era como se llamaba nuestro amigo, pero prefirió salir corriendo. Siempre lo hacía, cada vez que se metía en problemas o estaba triste corría y luego se subía al árbol de guayaba. Pero el árbol de guayaba estaba ocupado con los frotamientos del pene de Daniel, así que no le quedó otra que salir corriendo y esperar que Daniel y yo nos fuésemos. Yo le pedía a Daniel que se detuviera, que no fuera tan cochino, que ya, que ya, pero él se reía y seguía moviéndose pélvicamente. Claro, como él no tenía madre, no le dolía. A Daniel lo abandonó su mamá cuando era un bebé. Se lo entregó al padre del niño y le dijo que no estaba preparada para ser madre. Cuando queríamos molestarlo le decíamos hijo de nadie, se lo repetíamos hasta que lo hacíamos llorar y salía corriendo a esconderse en su habitación. Nosotros nos avergonzábamos por nuestro detestable comportamiento y nos quedábamos callados viendo como Daniel lloraba en silencio y huía de nuestras burlas, pero nunca nos corregimos, siempre que peleábamos o estábamos en desacuerdo con él le llamábamos hijo de nadie, lo hacíamos siempre hasta que Daniel se acostumbró a ser el hijo de nadie y no lloró nunca más delante de nosotros.
Daniel seguía restregando su pene en el árbol, no me obedecía, aunque yo trataba de despegarlo del árbol tomándolo del brazo y diciéndole, diciéndole no, gritándole: ¡basta, basta! Sólo las hormigas pudieron con él. Una de ellas se metió dentro de sus calzones y le picó justo en uno de sus testículos. Yo me carcajeaba mientras veía como Daniel saltaba y se tocaba sus partes. Me reía, me reía. Ahora que lo recuerdo me sigo riendo.

El día que me enteré que el papá se subía sobre la mamá con su pipí muy duro y lo metía dentro de la cosita de la mamá, comencé a portaba mal con mi madre. Fueron días de rebeldía, de rabia, de venganza silenciosa. La gritaba, le faltaba el respeto, no le obedecía. Ella me reprendía y perdía la paciencia, pero nunca llegó a comprender mi rabia, mi mal comportamiento. Tampoco llegó a enterarse de que fue Daniel quien nos violentó la inocencia con sus movimientos pélvicos en nuestro árbol de juegos y escondites. Ese día esperé la noche subida en el árbol de guayaba, en el árbol desvirgado. Mi madre preocupada y harta de mi mal comportamiento me llamaba desde abajo, amenazándome con que si no bajaba me iban a comer los murciélagos, los que siempre venían por las noches a comer guayabas. Solamente de ese modo pudo convencerme de bajarme del árbol. Cuando me dijo que los murciélagos podían comerme recordé las guayabas mordidas que aparecían debajo del árbol en las mañanas. Yo estaba plenamente convencida de que los murciélagos eran vampiros potenciales, lo creía porque había visto a Bela Lugosi y Christopher Lee transformarse en murciélagos luego de chupar el cuello de una bella actriz y salir volando por las ventanas bajo la luz de una luna cercana a la medianoche.


Carolina Lozada. Los cuentos de Natalia

Ilustración: “Sinister Work”, Leonora Carrington

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