Los ociosos gatos de estos tejados se han ido estos días a espiar otros vecindarios. Ellos saben que en navidad la gente prepara buenos planos con carne, y yo soy vegetariana, así que me dejan sola. No importa, los espero en enero para que sigamos escribiendo. No me gustan los saludos navideños así que mejor nos vemos el próximo año. Mientras tanto les dejo “La cloaca”, cuento que hace poco fue publicado en Prodavinci. Chau.
La cloaca
Mi mujer está loca. Mi mejor amigo es un alcohólico. Mi vecina colecciona gatos. Yo reparo cañerías. La vida es un asco. Esta mañana salí de casa, dispuesto a oler la fetidez de las cañerías rotas, a sacar los pelos que obstaculizan el desagüe de viejas tuberías de edificios que a duras penas se soportan a sí mismos. Esta mañana salí con el mismo olor a obrero de siempre. Ese olor herrumbroso de manos acostumbradas a manipular el óxido, el olor a química procesada, a tubos galvanizados, a pobreza, a miserable pobreza. El edificio donde me tocaba trabajar queda cerca de casa. Sólo hay que caminar unas cuadras y sortear unos cuantos obstáculos (como el maldito perro de la esquina, que siempre se esconde a esperar a algún peatón distraído para asustarlo saltándole ferozmente con sus grandes colmillos, apenas lo detiene una reja enclenque que cada vez está más vencida por el peso del perro). Eso y el hedor de río bajo el puente y los puestos de comida amontonados en las calles. Pero a los malos olores estoy acostumbrado, ésa es la primera condición de mi trabajo. Además, vivo con una mujer que huele a aceite refrito y que engorda y engorda todos los días, hora tras hora, entre telenovelas y programas de concursos. Huele mal. Huele a tocineta, a mortadela, y suda como si fuera un gran pollo en un sartén. La odio. Ella también me odia. Nos odiamos. Ella está gorda. Gorda y loca. Todos los días juega a la lotería porque, según ella, la vida tiene que darle el premio que le debe. Está loca. Cuando la conocí ya era rolliza. Yo sabía que sólo bastarían unos años para que su obesidad se desparramara sobre mi vida, pero necesitaba una mujer para descargar mi esperma y ella fue la única que estuvo dispuesta a casarse conmigo. El resto de las mujeres ni siquiera permitían que me acercara. Yo era un potencial fracasado, nunca terminé la educación secundaria y de apuesto no tenía ni el nombre: Ramón.
Esta mañana, cuando llegué al apartamento desde donde me habían llamado, me abrió la puerta una mujer fea y malhumorada. Ah, el plomero, por fin llega, me dijo, dándome la espalda e metiéndose por el estrecho pasillo del apartamento mientras yo la seguía. Tenía un trasero grande. Muy grande y de huecos grasosos que se mostraban refugiados en la tela de licra de su pantalón. Su pelo estaba desteñido entre el tinte amarillo y el negro natural, tenía las manos de uñas muy largas, rojas y postizas. En la mesa de la sala, al lado de una figura de porcelana china y barata, estaba un portarretrato plástico con la forma de Mickey Mouse. Dentro de él había una foto: la mujer salía abrazada a un hombre moreno con cabello militar. El apartamento estaba decorado con el peor de los gustos: afiches de revistas en marcos dorados, diplomas de bachillerato clavados en la pared, una lechuza disecada con dos ojos de peluche en las cuencas vacías. La lechuza me abrumó con su mirada de juguete. En ese instante, la mujer me sacó de mi distracción: la poceta está tapada. Sabe, mi marido tiene el estómago muy fuerte y a veces tapa las cañerías. Me lo decía mientras me señalaba la poceta llena de agua y con un trozo de mierda meciéndose adentro. Es de mi muchacho, del más pequeño. Le dije que no hiciera, que estaba tapada, pero usted sabe cómo son los muchachos, nunca hacen caso. Le dieron ganas y… bueno, se hizo. ¿Usted puede sacarlo? Me miró con una sonrisa, fue la única sonrisa que usó durante todo mi trabajo. Una sonrisa sucia de cigarrillo. Tenía mal aliento y el rostro manchado por las píldoras baratas y los continuos embarazos. Está bien, le dije. Mi trabajo es la mierda. Ella salió, me quedé a solas en el baño. Mientras sacaba el excremento oía a la mujer hablar por teléfono. Se reía a carcajadas, su risa era estruendosa, grosera, sonaba como un montón de palmazos irreverentes y desordenados. Revisé el tanque de agua, me aseguré de que la bomba funcionara. Luego, me dispuse a abrir la cañería. Era muy vieja y estaba a punto de romperse. Si le decía esto a la mujer seguramente se iba a molestar, pensaría que le quería sacar más plata. Y yo no iba a trabajar por menos; además, quería irme del lugar, no soportaba el escándalo de la mujer. Ella seguía hablando por teléfono, le contaba a su amiga lo buena que estaba la novela de la tarde. Maldita, dije, maldita mierda es la vida, mientras sacaba la suciedad de las cañerías. La vida es una cloaca y yo un topo que la habita.
De pronto, su risa escandalosa se apagó. Ahora sólo quedaba el sonido de una radio con música estridente y los comerciales de un televisor a muy alto volumen. Ella se asomó al baño; parada en la puerta me preguntó cómo iba todo. No quise responderle, no quise mirarla. En ese momento encontré atascada en las tuberías una pequeña arma de juguete. Una pistola oscurecida por el sucio. Por fin tenía un arma en las manos. Pensé en mi mujer, pensé en el perro de la esquina, pensé en la mujer que tenía enfrente. Ella no esperó que yo respondiera y salió. Ahora sí estaba solo. Solo y con un arma de juguete. Volví a poner todo en su lugar, todo menos el arma. Me levanté del piso y la lavé escrupulosamente y encontré su color original. Era verde y oscura.
Me aseguré de que todo el proceso del desagüe funcionara bien. Observé cómo el agua giraba hasta perderse por el hueco oscuro. Salí del baño con el arma de juguete en el bolsillo. La mujer estaba en la sala, frente al televisor. Veía un programa esotérico en el que un hombre amanerado hablaba de la energía interior y del color del aura de la gente. Tosí y saqué a la mujer de su concentración. Le pedí que revisara y se asegurara de que todo marchara bien en su escusado. Varias veces le dio a la manecilla y vio cómo el agua se perdía en la oscuridad del hueco que se la tragaba. Cuando confirmó que mi trabajo estaba hecho, le cobré la cuenta. Regateó entre dientes y sacó sin pudor el dinero de su sostén beige. No quise decirle la verdadera causa del embotellamiento en su poceta, preferí que creyera que habían sido las tripas de su esposo. Antes de salir le recomendé: dígale a su marido que coma más ligero, que por poco revienta la cañería. Salí. Afuera no llovía, tampoco hacía frío ni calor. Yo caminaba con mi arma de juguete, la acariciaba en el bolsillo del pantalón. Era dueño de un arma de juguete, podría matar de mentira a mucha gente.
Con el dinero que gané me fui hasta el comedor popular. Suelo comer ahí, prefiero hacerlo que llegar a la casa y ver a mi mujer sudando al mediodía. En el comedor almorzaría con otros pobres diablos como yo, más pobres que diablos. La encargada de servir el almuerzo es una vieja bastante gorda y enferma. Siempre ha trabajado en ese lugar, siempre ha tenido esa mala cara. Ella pone la grumosa comida sobre la bandeja mientras sostiene entre sus labios un cigarrillo que no para de fumar. Una vez, la ceniza del cigarro cayó sobre el puré de papas que me estaba sirviendo. Ante mi reclamo me miró con el ceño fruncido, tomó la bandeja, quitó la parte afectada, volvió a poner la bandeja sobre el mostrador, se cuadró con las manos en la cintura y me increpó: ¿usted cree que está en un restaurante francés? Luego me dio la espalda y encendió un nuevo cigarrillo. Fuma tantos como el número de bandejas que sirve. Lo más grotesco de ella son sus piernas ulceradas por las várices. Alguna vez la administración del comedor me contrató para arreglar las tuberías del lugar. Echado en el piso de la cocina veía pasar las cucarachas y observaba las piernas ulceradas de esta mujer ir y venir. Las varices largas y gruesas se asomaban desde sus piernas como queriendo romper la piel y salpicar con su sangre oscurecida todo alrededor. Las úlceras le producían dolor, por eso se quejaba y maldecía. Pobre mujer.
Por supuesto que no es un restaurante francés, es un comedor con menú popular, y como habitualmente vengo a este lugar reconozco a algunos comensales. A mi izquierda tenía al amolador, el tipo que recorre los caseríos anunciando que amuela cuchillos y tijeras. Al menos dos veces por semana pasa por el barrio con su clásico grito: el amolador. Es un hombre que produce desconfianza, nunca mira a los ojos cuando habla y no suele hablar. Un día llegó a este lugar de miserables y se instaló. Nadie sabe de dónde vino, pero se corre el rumor de que llegó huyendo de la ley, después de haber matado de varias puñaladas a su esposa. A los muchachos del barrio les gusta inventar historias en torno a él; entre otras cosas han dicho que lleva la cabeza de su mujer en la caja de herramientas.
El amolador me miró y me saludó con un gesto seco, inexpresivo, impersonal. Yo miré su caja de herramientas con envidia. Él carga uno o varios cuchillos, tal vez la cabeza putrefacta de su esposa; yo llevaba un arma de juguete. Sólo podía matar de mentira. Doy pena.
En la mesa de enfrente vi a Juan. Este hombre ha pasado toda su vida desempleado y los hijos le dan algo de dinero para mantenerlo alejado. El dinero le alcanza para la bebida y la comida. Vive con su madre, la vieja medio loca a la que acude mi mujer para leerse las cartas. Yo no sé qué busca mi mujer en el tarot. ¿Qué le puede deparar el destino? ¿El número gordo de la lotería? ¿Un príncipe azul? Mi mujer está loca.
Juan me vio e hizo un gesto como indicando que quería sentarse a mi lado, supuse que tenía ganas de hablar. A nadie le gusta conversar con él, yo tampoco tenía ganas, así que metí mis ojos en la comida y fingí que él no existía. En una de las mesas vecinas estaba el tipo que vende leyes en la entrada del metro. Lo saludé, le pregunté cómo le iba en el negocio. Me dijo que más o menos, que como las leyes no se cumplen en este país, nadie las compra. Le aconsejé que cambie de ramo, que en este país a la gente le gusta comprar mierda y eso es lo que hay que darles. Se quedó pensativo mientras sostenía la cuchara ante la boca y un pedazo de costilla navegaba entre los círculos aceitosos de su plato de sopa. Me miró y me dijo que tenía razón, luego se metió la cuchara en la boca.
Terminé de comer y salí del lugar con el sabor aceitoso de la comida. Afuera veía al resto de los comensales salir, igual que yo, con un cintillo grasoso al borde de los labios. No había dónde lavarse porque los baños fueron clausurados hasta nuevo aviso, debido a que múltiples filtraciones lo tienen inundado.
En la tarde debía arreglar el lavamanos de Emiliano, un conocido de toda la vida, así que caminé hacia su casa, deteniéndome únicamente en la plaza, donde aproveché una de las tuberías rotas, escondida entre la grama, para lavarme la boca. Un poco después de las 2 llegué a casa de Emiliano, que me recibió vestido con un pantalón ancho y oscuro y una barriga grande y desnuda. Pasa, me dijo, y caminó señalándome el lugar donde estaba el baño. La casa se veía desordenada y bastante sucia. Emiliano vive solo, nunca se casó. Siempre vivió con su madre, hasta que ella murió. Yo le he dicho que es un hombre con suerte, sin mujer y con una casa para él solo. No está de acuerdo, me dice que es un hombre triste que nunca supo conquistar a una mujer. Bah, tonterías, le refuté, y me puse a revisar su lavamanos.
Sobre el lavamanos reposaba una máquina de afeitar, de esas recargables que ya no se usan; la afeitadora estaba junto a una brocha para esparcir la espuma. Arriba, el espejo pequeño y empañado en el que Emiliano se observa diariamente en su reiterada soledad y anunciada vejez. Abrí la llave y el agua que salió se quedó empozada. Mientras destapaba la tubería, Emiliano me hablaba desde la puerta. Sabes, Ramón, es triste esto de vivir solo, uno termina conversando consigo mismo y discutiendo con los programas de televisión. A veces no te da hambre y cuando te da comes cualquier porquería para engañar el estómago; muchas veces prefieres beber. Beber y fumar. Y la vida se te va en silencio como si fuera humo de cigarrillo. Ramón, así la vida es un hastío, remataba Emiliano en sus reflexiones de lavado. Antes de que Emiliano retomara su rosario de ociosas lamentaciones, le aseguré que era un afortunado, que no debería quejarse, que si viera cómo come mi mujer se regocijaría en la soledad de su desgano. Emiliano intentó seguir quejándose, pero lo detuve a tiempo al sacar un montón de pelos que estaban acumulados en las paredes de un tubo. Me levanté, se los mostré: mira, te estás quedando calvo. Efectivamente, el claroscuro del centro de su cabeza se está acentuando. Los ojos de Emiliano me miraron dolientes. Es cierto, dijo, e inmediatamente se quedó callado. Callado y triste. Terminé mi trabajo y no quise cobrarle. Me despedí y él se quedó clavado en la puerta de la sala. Con un gesto de dolorosa resignación me dijo: solo y calvo. Cerró la puerta.
No quise regresar a casa temprano, así que preferí pasar por el bar. Un bar vespertino que el dueño insiste en promocionar con el cartel de la entrada: Bar de Eulogio. El bar vespertino. Se reserva el derecho de admisión. En efecto, Eulogio abre de 1:00 a 6:30 p.m., religiosamente de lunes a sábado. A las 6:30 saca a empujones, junto a su esposa, a los borrachos que se niegan a abandonar la bebida a tan tempranas horas. En el bar de Eulogio, el sol de las tardes se cuela por las ventanas y orificios del techo y se posan sobre las mesas y los rostros sudados y amarillentos de los clientes del lugar. Los manteles plásticos de cuadros rojos con centros florales están desteñidos por el rayo de sol que les pega tarde tras tarde.
Ahí estaba el Chivo, mi mejor amigo, sentado en una de las mesas, acompañado sólo por la flor plástica del florero transparente.
—¿Cómo está, compadre?
—Jodido, ¿no me ves?
—Sí, el mismo de siempre.
—¿Y tú?
—Pues aquí, huyendo de mi mujer a las 4 de la tarde.
—¿Y las cañerías?
—Tapadas y podridas como la vida.
Después del saludo nos quedamos callados. Pedí una cerveza y le invité la otra. El Chivo ha bebido tanto en su vida que se emborracha con dos cervezas, ya no debe tener sangre en las venas, su cuerpo está copado de alcohol. Mi compadre y yo nos conocemos desde que éramos muy jóvenes, él fue el padrino de mi boda y ya ni siquiera puede visitar mi casa porque mi mujer lo echó por borracho. Es mi compadre y yo sería incapaz de botarlo de mi casa, aun cuando reconozco que es un abusador: a veces nos visitaba y se quedaba echado en el sofá por varios días. Pero con todo y eso es mi amigo, y a los amigos hay que perdonarles todo, hasta los vicios, porque además todos somos adictos. De una manera u otra todos somos adictos a algo. Mi mujer es adicta a la lotería y a la comida grasosa, mi compadre no puede vivir sin la botella, yo soy adicto a esas niñas bonitas que nunca me miran y que siempre espío cuando salen de la escuela.
El Chivo y yo bebimos, no teníamos mucho de qué hablar, no pasa mucho en nuestras vidas. Somos los tipos aburridos que se encuentran en el lugar de costumbre. Después de varios tragos nos hicimos preguntas empujados por la inercia, sólo para decir algo, para que el silencio no fuera tan ensordecedor.
—¿Y cómo está la vaina, compadre?
—Jodida.
—¿Y la mujer?
—Gorda.
Y volvimos a quedarnos callados, viendo cómo los rayos del sol iban recorriendo todo el lugar hasta que desaparecían cuando se acercaban las seis de la tarde y era hora de ir pensando en desalojar el bar si no queríamos que nos echaran. Pedí la cuenta y me quedé sin dinero. Le hice señas a mi compadre para que se levantara, siempre cuesta un poco hacerlo salir, pero al final obedece, es un hombre tranquilo, incapaz de meterse con nadie. Eulogio lo sabe. Nos despedimos y salimos a la calle. Yo lo acompañé hasta su casa y caminé hasta la mía.
Hace pocos minutos llegué a casa, no al hogar, no al dulce hogar. Al apenas poner un pie en la sala oigo la voz de mi mujer: ¿cuándo vas a arreglar el lavaplatos? Mira que esa gota de agua que no termina de caer me atormenta. Es muy sabio ese refrán que dice que en casa de herrero, cuchillo de palo. Bla, bla, bla. Bla más bla más bla. Bla. Bla. Bla. Ya no escucho lo que dice. Su voz se convierte en una lluvia inaudible de reproches.
Voy a la cocina y busco algo de comer, veo la llave del lavaplatos amarrada con un trapo amarillo que trata de contener las gotas que caen. Me río, al fondo se siguen escuchando sus reclamos despaturrados en voces sin sentido. Ella no existe, me digo, es sólo una masa amorfa. No existe, intento convencerme. De pronto, la siento detrás de mí. ¿Estabas bebiendo?, me pregunta. No le respondo, continuaban lloviendo los reclamos e insultos. Me fijo en la gota de agua que cae desde el trapo amarrado. Ella habla y habla y yo me escabullo por el caño, imagino que soy una gota que se desliza por una gran red de tuberías que no llevan a ninguna parte. Oigo sus palabras como ahogadas por el agua, haciendo eco en el metal. Abstraído completamente, sólo percibo balbuceos, hasta que ella grita y me devuelve a la cocina. La miro. Habla y habla. Es en ese momento cuando recuerdo que tengo un arma de juguete en el bolsillo del pantalón. Deslizo mi mano hasta ella, la saco y le apunto en la boca: bang. Se queda callada. Sonrío y salgo de la cocina, voy hasta el baño y me doy una ducha, y mientras siento las gotas refrescantes caer sobre mi cuerpo imagino que me voy junto al agua por el desaguadero.
Ilustración: Francis Bacon