
Soy de las personas a las que cuando asisten a eventos públicos —recitales, foros, tertulias, conversatorios, reuniones bohemias— se les activa una vocecita mandona en el cerebro que dice: deberías ir a tu rincón a escribir tus cosas. Junto a la vocecita se me instala un cosquilleo que me incita a emprender mi retirada. Aunada a la vocecita y al cosquilleo aparece mi precaria capacidad de comunicación. Lo confieso, soy un sujeto bastante asocial. Y esto no creo que sea petulancia, al contrario, sé que es timidez.
Hasta hace poco menos de un año asistía con relativa frecuencia a recitales y a presentaciones de libros, hasta que la vocecita paranoica pudo más que los innumerables versos malos que en medio del recital eran apagados por los sonidos de los saltamontes nocturnos. Esa era mi manera de desconectarme del recital, siguiendo el sonido de los saltamontes—siempre he asociado el ruido que producen con el balanceo de los columpios en los parques—.
Poco a poco he dejado de asistir a recitales, sobre todo desde que en este país los recitales y poetas se dividieron políticamente y actúan como grupos de choque. Ahora bien, a las tarimas y los escenarios que me impliquen como oradora, frente a un grupo de personas, les tengo más temor que a unos versos malos. Mi reticencia se produce al ponerme en el lugar del oyente, ¿qué les voy a decir? ¿Acaso están interesados en escucharme? Antes de comenzar a hablar me pregunto si los oyentes acudirán a las viejas estrategias de deslizarse de sus asientos, con sumo cuidado, para ir saliendo en puntitas de pie y una vez fuera del recinto pegar la estampida.
Sin embargo, y a pesar de mis temores y reticencias, decidí aceptar la invitación a participar en el conversatorio en las pasadas jornadas de creación de la ULA.
La cosa presagiaba una marea alta que me podría ahogar. En primer lugar, la moderadoraa quien le tocaba presentarme no asistió. En segundo lugar, se acercaba la hora de la cena en el comedor universitario y mi otro yo me decía: Para mí que se te va a armar la podrida. Estos muchachos se van a ir al comedor. Pero, a pesar de sus oscuras premoniciones, mi otro yo apocalíptico esta vez salió derrotado. Luis Moreno Villamediana me salvó del naufragio y fungió como moderador, los muchachos se quedaron a escucharme y a charlar conmigo. Y la poeta Edda Armas, otra de las invitadas de las jornadas, también nos acompañó.
Hablé del oficio de la escritura, de la disciplina y pasión que requiere, de los horizontes y espejismos que se le presentan a los escritores. Les eché un cuento, un cuento que les gustó. Al parecer todos quieren a “Pilar”, ese fue el cuento breve que leí. Algunas personas me han escrito, de manera anónima, para pedirme fotos de esa muchacha, y si es posible de su amiga Fabiana. Eso sí, lo hacen con mucho respeto. Me escriben algo así como: Estimada amiga, ¿sería usted tan amable de colgar una foto de Pilar en sus tejados? Atte., XXX. P.D. Se agradece no sea una foto tipo carnet.
Vuelvo al conversatorio, traté de ser breve para evitar ver con el rabillo del ojo los cuerpos deslizarse, cuidadosamente, de los asientos, dispuestos a escapar. Traté de ser breve para evitar ver los bostezos de mi otro yo y sus mohines señalándome cómo el recinto se iba quedando vacío.
Tuve suerte, la pasé bien. Creo que los estudiantes también. Me lo decía el tiempo transcurrido y ellos ahí sentados, escuchando atentos, haciendo preguntas y comentarios. Me sorprendieron algunos hablándome de mis cuentos, haciéndome preguntas estructurales de algunos relatos.
Este post lo escribí incitada por la curiosidad de los amigos Andromeda, Alexánder Obando y Gustavo Valle, y para agradecer el comentario de Mishka, quien no se escapó de su asiento y se quedó sentada sin hacerle caso a esa vocecita cizañera que le decía: ¿qué haces aquí?...