jueves, 31 de mayo de 2012

Los dados del diablo


| ENTREVISTA CAROLINA LOZADA, ESCRITORA

"El escritor es un gran mentiroso"


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La narradora venezolana ganó, en 2011, el Premio de Literatura Stefanía Mosca (mención Crónica) por "La vida de los mismos" CORTESÍA
DANIEL FERMÍN , CAROLINA LOZADA , ESCRITORA |  EL UNIVERSAL
sábado 26 de mayo de 2012  12:00 AM
A Carolina Lozada (Valera, 1974) le aburre la autoficción. La escritora venezolana, ganadora del Premio de Literatura Stefanía Mosca en 2011, retrata parte de su vida a través de historias ajenas, que reunió en La vida de los mismos, un libro de crónicas que fue presentado en la pasada Feria Internacional del Libro de Venezuela.

Recuerdos, realidad, ficción. Todo está ahí, en una obra que mezcla reseñas de lecturas que la han marcado con testimonios biográficos. "Lo bueno de las crónicas es que es un territorio maleable. Puedes jugar con la ficción y la realidad. No necesariamente lo que está en La vida de los mismos es mi vida. Es sólo parte, más el añadido de mi mirada como escritora. No es mentira aquello de que el escritor es un gran mentiroso. En las crónicas hay mucho cuento, no nos olvidemos de eso", dijo la autora, que tiene cinco libros publicados.

Así, la trujillana -egresada de la Escuela de Letras de la Universidad de Los Andes (Mérida)- recuerda a Victoria de Stefano, Virginia Woolf, Juan Carlos Onetti, Lydda Franco Farías. Como para darle las gracias por sus escritos. "No me gusta la idea de seguir maestros, pero considero que hay afectos literarios. Hay autores que te dieron un zarpazo en algún momento de tu vida. Cuando escribo sobre Onetti, por ejemplo, lo hago porque es un autor por cuya obra siento gran admiración", agregó la autora de Los cuentos de Natalia.

La muerte, el amor, la ciudad, lo femenino. Argumentos eternos retratados desde la intimidad. De eso va la obra de Lozada, que es una especie de viaje interior. "La literatura debe ser un ejercicio interior que viaje a lo exterior. A la literatura, lo viejo y lo nuevo le competen. También el adentro y el afuera. La literatura debe estar al lado del diablo, a quien le competen todos los mundos", explicó la narradora, que administra, junto con Luis Moreno, el blog literario 500 ejemplares.

La vida de los otros 

La vida de los mismos es también, en parte, un homenaje a la propia escritura. La autora, en uno de sus textos, parafrasea a Onetti: "Escribí, idiota, que el tiempo pasa". Ella le hizo caso. "El mayor enemigo de un narrador es la flojera. Si tienes algo que contar, el tiempo, si no existe, se inventa. Ningún escritor verdadero se ha detenido por falta de tiempo. Alguien que diga que no escribe porque no tiene tiempo es un gran farsante. (William) Faulkner escribía mientras trabajaba en la administración de un prostíbulo, dicen. (Franz) Kafka escribía a pesar del horrible trabajo que tenía", dijo la también finalista del V Premio de Cuento de la Policlínica Metropolitana en 2011.

Lozada es de esos que escribe a pesar de la certeza del fracaso. Ella quiere contar historias. "Hay escritores exitosos, hay quienes desesperan por ser famosos, y hay quienes escriben a pesar de la incertidumbre. Me anoto en esa última lista. Hablo del fracaso porque la incertidumbre es su prima hermana. El fracaso es una posibilidad, aunque hay quienes hacen del accidente o de la derrota un logro. En todo caso, el motor de un escritor debe ser el deseo de contar algo".

Y Lozada cuenta historias. Hace literatura que traspasa los géneros. Vive varias vidas a través de ellas. Ya lo dijo el propio Onetti: "La vida es uno mismo, y uno mismo son los otros". Por eso el título, que se lo sugirió Moreno. "La literatura sirve para los simulacros. La literatura es una gran casa de empeños, en la que uno puede ir a dejar o buscar prestado. Para mí sería muy aburrido hacer ficción realista y cotidiana de mi vida. Por eso me gusta espiar a los demás, como quien se asoma detrás de la mirilla de una persiana y ve el mundo andar", concluyó Lozada. Así, toma prestadas otras vidas. 

dfermin@eluniversal.com

viernes, 11 de mayo de 2012

Paja cósmica en Las Malas Juntas


Jake & Dinos Chapman

Sólo cuando Víctor comenzó a masturbarse pudo saber a qué olían las manos del sacerdote que de niño le ponía la hostia consagrada en la punta de la lengua, en ese ritual litúrgico al que su abuela lo obligaba a asistir domingo a domingo con el compromiso de que luego lo llevaría a una función de cine. El aroma dulzón y algo repugnante de la mano derecha del cura se le quedaría aferrado al olfato y al recuerdo como la magdalena proustiana. Pero fue desde que descubrió, por experiencia propia, cuál era el origen de ese olor particular que el muchacho comenzó a manifestar conductas neuróticas de una asepsia oscura y enfermiza. Víctor, flaco y de piel pálida, un larguirucho apuesto, aunque bastante esquivo y de cabello graso, quería evitar a toda costa que sus manos olieran a esperma. Le causaba horrores pensar que la gente al olfatearlo descubriera su gozo solitario. Lo peor era que mientras más temía ser descubierto por las narices ajenas, mayores eran sus impulsos onanistas.
Antes de llegar a su decisión criminal, probó de todo para evitar andar por la vida oliendo a paja recién hecha. La primera medida que adoptó fue la de no saludar con la mano; así quedase como un grosero, no le importaba, prefería esto a que su olor se impregnara en la mano del otro y quedaran al descubierto sus placeres privados. Para Víctor no era un consuelo que la mayoría de los seres humanos se masturbaran, sobre todo en la adolescencia, para él era una desgracia que le abrasaba la nariz. El muchacho había desarrollado una fuerte paranoia que lo llevó a extremos muy ridículos antes de caer como víctima de sí mismo. Es fácil pensar en las fórmulas básicas que usó para mantener las manos pulcras y los olores restringidos: jabón antiséptico, antibacterial, líquido y en pastillas; también un poco de alcohol, preferiblemente al cien por ciento. Una vez bien lavadas, piedra pómez y esponjas de alambre para restregárselas. Al principio, Víctor agregó cremas suavizantes, con agradables aromas, pero poco después las desestimó al convencerse de que su aroma dulce se combinaba con el olor de sus fluidos, y esto empeoraba las cosas. Alguna vez se le ocurrió masturbarse con guantes quirúrgicos y con un preservativo en el pene, pero el placer no era el mismo, así que desechó tales implementos. Ni un día soportó la determinación de no tocarse, la angustia le causo fiebre y un delirio que acabó con un reventón de leche sobre unas de las páginas del libro de autoayuda con el que trataba de controlar su adicción (…)