jueves, 25 de noviembre de 2010

Legítima defensa (o el día del grito)


Todos llevamos un loco por dentro, dicen. No sé; en todo caso, el más próximo que tengo vive en el mismo edificio, y es largo, flaco y amargado. Camina con altivo porte militar, y dice ser graduado en varias academias de la milicia nacional, con doctorado en Administración y Logística de los Sistemas de Seguridad y Defensa. No sé qué tan ciertos sean sus estudios, ni qué hace para ganarse la vida, porque su único oficio conocido es deambular por el conjunto residencial. Entre los vecinos, cada uno tiene su propia versión sobre este extraño personaje. Para mi abuelo, él es un espía que trabaja para gobiernos extranjeros, a quienes les pasa informes sobre cómo vivimos; para mí es sólo un loco que todos los días habla solo desde una cabina telefónica próxima al edificio. En realidad, es la única cabina que hay en todo el sector y sus alrededores. Y parece más una escultura de un tiempo perdido que una cosa de utilidad pública. El único sujeto que “hace uso” de ese teléfono es él, el loco, que acude religiosamente a su cita telefónica todas las tardes.

Empujada por una ociosa curiosidad, decidí acercarme al teléfono en el horario en que el loco suele hacerlo. Al coger el auricular pude comprobar que ni siquiera tenía tono. Era un teléfono muerto, consumido por las nuevas tecnologías. Sin embargo, me quedé conectada al auricular mientras veía cómo el loco se acercaba, notablemente sorprendido y molesto ante mi presencia. Inventé una conversación ficticia; entretanto, él se paró detrás de mí, demostrando su impaciencia al sonar las llaves y mover el pie izquierdo para arriba y para abajo, sin despegarlo completamente del piso. No habían transcurrido cinco minutos cuando sentí su dedo índice como un dardo sobre mi hombro: “disculpe, necesito utilizar el teléfono. Debo hacer una llamada importantísima”. Al oír hablar de su prioridad, me pregunté si tal vez el abuelo tendría razón en eso del espionaje. Fingí una despedida con mi interlocutor y le pasé el auricular, no sin antes informarle que esperaría que culminara su llamada para yo discar nuevamente. Por respuesta sólo obtuve su mala cara y una expresión seca: “lo siento, me voy a tardar”.

Habló, vaya si hablo. Hizo varias llamadas. Conversaba con su supuesto abogado y le preguntaba por la demanda contra los antiguos inquilinos, ahora invasores de su propiedad. Llamó a su madre, insistía en que deseaba visitarla, pero del otro lado sólo escuchaba excusas que lo instaban a no hacerlo. Llamó al alcalde, le informó a la secretaria que era M. Quintero y que fue amigo suyo durante la escuela. Le contestó la llamada del comodín a un invitado del programa de concursos ¿Quién quiere ser millonario? La opción es la letra “A”, dijo muy seguro de su respuesta, y se despidió con tono jactancioso: “estoy para servirte, hermano. Salúdame a Eladio”.

De cuando en cuando el loco me miraba feo, con toda la disposición de no devolverme el auricular. En principio me divirtieron sus conversaciones ficticias, supuse que era su manera de drenar su condena comunicativa (casi nadie lo trata en el edificio por fastidioso). Al rato me aburrí y lo dejé, y mientras caminaba escuchaba cuando decía, en tono amoroso: “sí, yo también te quiero”.

Pocos días después observé que al lado de la cabina estaba parada una camioneta de servicio técnico de la central telefónica. Me fijé en que dos hombres merodeaban el teléfono público; sin pensarlo me acerqué y les pregunté qué ocurría. Secamente me informaron que sacarían ese mamotreto de ahí, que ya no estaba cumpliendo ninguna función. “Mamotreto”: qué palabra tan ruda para nombrar algo que hasta hace poco servía. Inmediatamente pensé en el loco y tragué grueso; me sorprendí oliendo la idea de su posible suicidio. Su vida sin ese teléfono no sería la misma. Curiosamente, faltaban escasos minutos para que él apareciera dispuesto a cumplir su diario ritual. Llegó con aire preocupado y molesto, y les hizo las mismas interrogantes a los del servicio técnico, con la diferencia de que su rostro palideció cuando se enteró de las intenciones de la Compañía. Con el rostro descompuesto y dándoles manotazos a los técnicos, el loco se opuso al traslado y vociferó que no lo iba a permitir, que de ser posible se iba a comunicar con su jefe superior, que era amigo suyo de la infancia, al igual que del alcalde. Yo me mantuve al margen; sin embargo, pude ver las caras socarronas de los técnicos que continuaron en su oficio mientras el loco se alejaba rápidamente hacia el edificio.

Regresó con cadenas, dos buenos candados y un cartel que decía No a la incomunicación; y en un descuido de ambos hombres logró envolver la cabina con la cadena y atarse él mismo a ella. Pronto el lugar se llenó de curiosos, a quienes el loco convidaba a que lo apoyaran en su manifestación, pero sólo obtenía risas y burlas, sobre todo de los más jóvenes, que le respondían que debía buscarse una novia real. Solo y sin el apoyo popular, el loco cogió el auricular y se dedicó a hacer llamadas a importantes figuras públicas para informarles acerca del atentado comunicacional que se estaba cometiendo en su contra. En su delirio telefónico habló con el alcalde; le dijo al gobernador que había sido el novio más querido de su hija, que en paz descanse; con el presidente del Country Club se puso de acuerdo para jugar una partida de golf después de este terrible percance; se dirigió a sus antiguos profesores militares; y por último se estuvo hablando largo rato con el Intendente, con el cual se dedicó a cantar coplas llaneras. La gente se reía a carcajadas con el discurso del loco. “Sí, mi Intendente, yo me dejé de comer pollo. Esas cosas hacen daño a la hombría”; “cómo no, dormir en la intemperie llanera es lo más sabroso. Me parece muy bien que cuando te retires vuelvas al llano. Claro, claro que iré a visitarte”.

Los técnicos decidieron irse, alegando que no iban a mover a ese hombre porque no querían ser demandados luego por alguna de esas sociedades protectoras de animales que nunca faltan. Después de la partida de los técnicos apareció entre el público el popular Verde: un vecino ecologista, conocido por ese mote por su posición fundamentalista en favor de la ecología y del vegetarianismo. El Verde se acercó al loco y le dijo: “Compañero, qué te pasa. Lucha por una causa justa. Lucha por el planeta. ¡Cómo vas a estar defendiendo un teléfono! ¿No sabías que los teléfonos producen ondas cancerígenas? Mejor defendamos este árbol, un pino originario de estas tierras, de la época de nuestros hermanos indígenas”. Sin esperar respuesta del loco, que literalmente se hizo el loco y no escuchó su arenga, el Verde se fue a buscar una soga para amarrarse al pino que estaba junto a la cabina. Prefirió usar una soga de fibra en vez de utilizar metales contaminantes. Esto lo aclaró mientras hacía su nudo. También trajo un cartel hecho con material ecológico y pintado con tinta no tóxica que decía Liberen los árboles. Salvemos el planeta.

Al poco rato se acercó otro vecino, mejor conocido como El Titular, porque se lee todos los periódicos y siempre anda alarmado ante el caos mundial. El Titular los encaró llamándolos “pendejos”, y les dijo que si iban a pelear que fuera por una causa justa: “Hay que luchar por la alimentación de nuestros hijos. Debemos denunciar el quiebre de nuestra industria nacional”. Y sin ir a ningún lado, porque ya traía su cadena y su pancarta, se amarró a un poste y se puso a gritar: “¿Dónde están la leche, la carne, la Coca Cola? Devuélvannos nuestra cadena alimenticia”.

Otro muchacho, que no era vecino y de quien nadie supo de dónde salió, se acercó al hombre y le espetó: “¿De cuándo acá la Coca Cola es parte de nuestra cadena alimenticia?” Y sin esperar respuesta ni pensarlo dos veces, echó mano a un spray y rayó todas las paredes que tenía a su alcance con mensajes autóctonos—ecologistas: “Dile no a la Coca Cola. Toma agua ´e panela”. “No uses Nivea, ponte Aloe Vera”. “Las hamburguesas embrutecen. Come cachapa de maíz”. Y como si fuera poco el circo que se había armado, de la azotea del edificio se asomó un joven vestido con un manto naranja, que con un altoparlante en la mano exigía la liberación del Tíbet; mientras que de otra azotea vecina otro joven, de franela negra y con el rostro pintando de blanco, le impelía a dejarse de luchas snobs y extranjeras y lo invitaba a exigir la liberación de los nuestros. “Liberen a los presos políticos”, gritó y alzó el puño, recibiendo el apoyo de los presentes, que inmediatamente empezaron a gritar al unísono: “Liberen a los presos políticos”.

Pronto las quejas y molestias que vecinos y transeúntes tenían dentro explotaron como una reacción en cadena. Algunos protestaban porque eran muy feos; otros porque sus parejas no hacen suficientemente el amor; las viejas reclamaban la belleza de la juventud perdida; y las más jóvenes exigían rebajas en las cirugías estéticas. Muchos se quejaban, amargados, por no tener acceso a las divisas para poder salir del país; los desempleados lanzaban los gritos más aplastantes y desesperados de toda la masa furiosa. Con los aullidos vinieron los destrozos, las muestras de impotencia, frustración y rabia social. Cuando la policía apareció, ya la turba se había apoderado del escenario y de la situación; habían armado barricadas y focos de ataque. Yo huí del lugar antes de que la cosa empeorara aún más. El resto de los acontecimientos los vi en televisión: la protesta fue apaciguada con balines y gases lacrimógenos. En el último noticiero del día observé la cara del loco, que a pesar de la arremetida de la fuerza policial se negaba a soltarse de la cabina telefónica, y se aferraba como una fiera al auricular mientras intentaba hablar. “¿Aló, Intendente? Soy yo, otra vez. Aquí explotó la bomba de tiempo. Tenga cuidado, la pólvora se extiende”.

Ilustración: “Dulle Griet”, Pieter Brueghel el viejo

lunes, 15 de noviembre de 2010

Se me cae la cara


Se me cae la cara de la vergüenza cuando él habla, no puedo controlarlo. Así nomás, se cae, se hace una bolita de piel y rueda por el piso, buscando huir. Mis dedos ya están cansados de buscar mi rostro por los escondrijos de la casa, y se abren y se exasperan cada vez que esto sucede, pero nadie tiene la culpa, ni siquiera mi cara que anda por ahí, hecha un añico, como una pelota de piel con dos ojos oscuros. Da miedo si usted la ve desde su propia altura, digamos un metro setenta y cinco, y ella en el piso, estacionada al lado de la nevera o metida en el ropero o debajo de la cama con dos ojos pestañeando, y una boca roja y carnosa, como si se tratase de un juguete siniestro. Esto no es nada nuevo, la cara se me cae desde hace años, cuando lo escucho a él enunciar, con la mayor desfachatez, los verbos más imperativos de la lengua que desgraciadamente compartimos.

Recuerdo la primera vez que sucedió, cómo olvidarlo: yo estaba sentada en el sofá con todos mis órganos y sentidos en su santo lugar. El televisor estaba encendido, también el de mi vecino, y el del vecino de mi vecino, y el de todos los vecinos de este país. Y fue ahí cuando él dijo: “Yo soy un superhombre y ustedes….nomás que hombrecitos. Ah, y mujercitas. Sí, eso, mujercitas. Yo debería andar con capa, pero tengo humildad, así que me disfrazo de mortal, pero yo voy más allá. Mis ojos son de fuego, mi corazón, un cañón”. Se rió, se rió muy fuerte, era la carcajada de un loco. A su lado había una corte de enanos vestidos de circo. Todos reían junto a él. Las carcajadas no me dejaron escuchar el primer crujido de mi piel despegándose de la calavera. Sentí mi cara abochornarse, eso sí, rostro que se enrojece y se calienta, así que me fui al baño, y el espejo me devolvió la cara del otro desgarrándose, yéndose, harta de lo mismo. Me desesperé, mis dedos también se desesperaron conmigo, trataron de asir ese pedazo de pliegue que se desterraba junto a mis ojos irritados. La boca también se largó, así que me quedé sin gritos. Los dedos se amontonaban en la cabeza para compartir el desespero. Desfallecí.

Sí, eso fue al principio, cuando no estaba acostumbrada a quedarme sin rostro, pero poco a poco uno se va habituando hasta a las cosas más absurdas e irracionales, sino cómo explicar que el superhombre siga ahí, haciéndose trono. Cuando me quedo sin cara, deambulo por la casa como una sombra que choca con las paredes, un torpe fantasma que no se percata de los obstáculos materiales; mientras tanto mi cara hecha una bolilla de piel con ojos anda dando trastes por la calle, porque si bien al principio se quedaba en casa, ahora le ha dado por echarse a caminar. Entonces a mis dedos no les queda más remedio que dejarme sola e irse tras mi cara, que suele regresar con la boca rota o los ojos morados por los golpes callejeros.

Temo que algún día me quede sin rostro; tendré que hacerme a la idea de que mi cara finalmente va a caerse, compungida de tanta vergüenza. Y los afanosos dedos no volverán a ponerla en su lugar, como solían hacerlo. A veces me da pena con ellos, ¡trabajan tanto, los pobres! Junto a ella se irá mi acento, que cada día se siente más avergonzado de sí mismo, junto a ella se irá mi ceño fruncido. Ése que se monta en la cara cuando lo escucha hablar, a él, al superhombre. Un ceño fruncido que es todo un señor, muy serio. Mi sonrisa se irá con ellos, presta por ahí a que las muecas le rompan los dientes en las calles de un país que ya no ríe tanto como antes. Las sonrisas se están cayendo, si no me cree salga a la calle para que vea muecas. Me quedaré sin labios para besar; no besar aburre y hasta duele. Tendré que dibujar labios, ojos, nariz, cejas, mentones. Lo haré para pegármelos cuando mi rostro se haya expropiado definitivamente. Tendré que pintar los ojos negros y pequeños, un poco chinos como los de mi padre. Tendré que dibujar esa escasez de cejas que a veces disimulo con maquillaje. Tendré que pintar los labios con creyón de cera, obviamente rojo, el único color que mis labios originales aceptan. Tendré que hacer varias versiones de ojos, para usarlos dependiendo de la situación de asombro, ternura o enojo. Tal vez las manos se queden conmigo; crispadas, atormentadas, nerviosas. Probablemente hagan ejercicios de locura como tratar de asir un cuello que no existe, asfixiarlo, callarlo. Mis manos necesitarán silencio, al menos su silencio. Tan ilusas ellas querrán callarlo. Se imaginarán a sí mismas tratando de taparle la boca para que mueran sus palabras. No hable más, señor, por favor, no hable más. Cállese, no hable más, necesitamos su silencio. Mis pobres manos están enfermas, todo el tiempo sueñan que están tapando esa gran boca, ese sulfuroso volcán. ¡Ah, mis pobrecitas manos han enloquecido!, tendré que internarlas en el sanatorio. Y me quedaré tan sola, sin rostro, sin manos. Sola con él y mis oídos que gozan de tan buena salud.

Ilustración: “Selbstdarstellung in Orangefarbenem Umhang”, Egon Schiele