domingo, 3 de octubre de 2010

Soliloquio en el laberinto


Estos días he mantenido una diatriba personal y nada escandalosa contra un minotauro transgénico y resucitado de viejos tiempos. Mi diatriba, que en principio pensé altamente original, es en realidad un soliloquio comunitario de gran escala. La vanidad de mi ingenio se vio herida y hasta un poco avergonzada cuando notó que en todos los rincones del suelo compartido, el soliloquio contra el minotauro es algo natural. Sin echarme a morir por mi poca originalidad, asumo que en esta pelea soy apenas una voz sin cuerpo que enfrenta un minotauro superpoderoso, que avanza dispuesto a aplastarme no sólo a mí, sino a miles, millones de voces sin nombres. Nuestras únicas vías de escape son los escondrijos, las rendijas, el haz de luz por donde nos llega su aliento caliente y ulcerado. Su aliento amenaza con fundirnos anímica y físicamente, pero a pesar de todo nos mantenemos pacientes, esperando que el monstruo siga caminando con sus pasos atropellados, tropezándose, golpeándose la cabeza con tozudez, con vehemencia. Una vez, otra vez, una vez, otra vez. Para no desfallecer inventamos juegos creativos para socavar el talón de Aquiles del minotauro: su débil inteligencia. Sí, el minotauro es un ser fuerte y despiadado, pero poco inteligente; suele pasar, hasta en las mejores familias de los monstruos universales más famosos.

Aprovechando nuestra ausencia corporal lanzamos juegos de palabras, preguntas, acertijos, episodios históricos que cuentan fracasos épicos de antaño, trabalenguas con moralejas, refranes, chistes y fábulas nunca superadas. Ante el ataque verbal de la comunidad invisible, el minotauro se atraganta. Las preguntas y demás juegos se les quedan atascados en el cerebro, sin lograr resolver ni las más elementales formulaciones lingüísticas. El minotauro herido emite los más vomitivos bramidos, que caen como lluvia ácida sobre nuestras voces repartidas por todo el laberinto. Atropellados, sólo contamos con nuestra inteligencia y sentido común para enfrentar las feroces embestidas del monstruo.

En este rincón, donde me refugio, también huyo de las voces que reiteradamente invocan al minotauro por su nombre. Prefiero no hacer de él más que una referencia abstracta, para no seguirlo alimentando. Para auxiliarme en tan forzosa técnica apelo a mi sentido auditivo para que se enfoque en las voces que se alejan de la caca y las pisadas del omnipresente sujeto. En esa búsqueda casi desesperada y vital, entre un mar de voces monótonas que repiten la fórmula “Había una vez un minotauro maníaco-depresivo”, mis oídos lograron captar una voz aislada, atemporal y ciertamente extranjera: la de Nuni Sarmiento y sus excéntricos cuentos. Así que mientras el minotauro brama y la lluvia ácida cae a cántaros desvergonzados sobre las aceras de este laberinto compartido, yo cierro los ojos para escuchar una historia hecha “Revés”:

Hace años decidí retirarme del detestable mundo y encerrarme en mi casa. Traje conmigo a un sirviente para que se encargara de mis asuntos y de las inevitables relaciones con el mundo exterior. Es un joven bueno que se conforma con servirme en silencio, y aunque a veces su presencia me resulta un poco molesta, yo sé que hace lo posible por evitarme disgustos. Por la mañana, cuando abro los ojos, veo una taza de café humeante a mi lado, pero no hay rastros de su persona. Nada me alegra más que esta ausencia. Siento entonces tanto agradecimiento hacia él que hasta he llegado a pensar que merece ser amado, aunque yo estoy muy vieja para esas cosas y él no es más que un muchacho. Pero otras veces, mientras desempolva los libros de la biblioteca, no puede evitar que se le escape un estornudo. De inmediato se me sube la sangre a la cabeza, pierdo el control de mis nervios y paso días y días en cama, incapaz de moverme. El me alimenta con puré de verduras y caldo de aves. Su expresión suave y lejana me transmite una devoción impecable. Sus ojos siguen el trayecto de la cuchara, se posan en mis labios, regresan al plato. Es un individuo sensible. Sabe perfectamente que si se atreviera a mirarme a los ojos, yo sufriría una terrible recaída.

Por suerte, hace mucho que no comete un error. Mi estado anímico es excelente, mi condición física inmejorable. Ni el más discreto ruido perturba mis oídos, ni la menor huella visible se presenta ante mis ojos, y si no fuera por la pulcritud de los muebles, el piso reluciente, la cama que se hace como por arte de magia en cuanto le doy la espalda, las comidas delicadas y sabrosas en el momento oportuno, un vaso de vino, una taza de té, un libro abierto en la página exacta, yo estaría segura de que mi sirviente no existe.

Han pasado meses, tal vez años, no sé, pero su bondad entrañable ha persistido haciendo de mi vida un paraíso. Día y noche alabo su tacto y su prudencia. Los libros están limpios, nada turba la paz de mi espíritu. A veces me pregunto cómo es posible tanta pulcritud, tanto esmero. Lo que más me asombra es que adivine constantemente mis deseos, algunos de los cuáles yo misma desconozco. Es él quien me los sugiere con sutil acierto, poniendo a mi alcance lo necesario para satisfacerlos. Como se ve, es una persona inteligente. Sabe que me gusta soñar y que de vez en cuando mis sueños caen en el hastío. Pero a través de un libro o un objeto, él hace revivir en mí el placer de una fantasía ya exhausta, y me insinúa nuevas tramas, giros ocultos, que sólo una mente excepcional podría urdir, y que me permiten entregarme a un nuevo goce. Tengo que reconocer que mi sirviente es un genio.

Los días han seguido pasando sin un cambio aparente, aunque ya mi felicidad no es tan perfecta. Sé que es absurdo, pero desde hace algún tiempo no hago más que esperar el momento en que mi sirviente cometa algún error, aunque sea pequeño. No lo comete, por supuesto. He llegado a permanecer despierta toda la noche para sorprenderlo en el momento en que coloca la taza de café humeante sobre la mesita, pero en el instante justo el sueño me traiciona. Abro los ojos y se ha desvanecido. También pasé días buscándolo. Caminé por la casa, abrí y cerré las puertas, me escondí toda la tarde en la cocina esperando a que acudiera a preparar la cena, todo en vano. Sin embargo, cuando sentí hambre, me encaminé al comedor y encontré la cena servida. Es obvio que mi sirviente no es normal. Me fui esa noche a la cama de mal humor, soñé cosas raras.

Pasé después el día de un lado a otro, con desazón creciente, ya sin intención de sorprenderlo. Quise llamarlo, pero me repugnó la idea. Me fui al vestíbulo (un lugar que no veía desde que me retiré del mundo) con la esperanza de encontrar allí algún desperfecto, pero todo estaba tan impecable como el resto. Vi una rosa amarilla recién cortada y me incliné hacia ella; tal vez su aroma me calmaría un poco los nervios. En eso estaba, aspirando su delicada fragancia, cuando oí el estornudo. No era un estornudo como los de antes (aquellos eran vulgares y violentos), sino un estornudo afectado, bastante falso, pero estallé en júbilo, di un saltito (el primer saltito que daba en mucho tiempo) y me abracé a una silla.

Poco a poco, en los errores que mi sirviente me ofrecía con generosidad creciente, fui descubriendo nuevas alegrías. Es verdad que me pasaba los días aguzando el oído, en perpetuo estado de alerta. Pero una mañana alcancé a ver un talón que desaparecía por la puerta y luego comprobé, muy satisfecha, que parte del café se había volcado en el platillo. Para un sirviente como él era un error considerable. Claro que en realidad no eran errores sino aciertos, ya que los cometía para complacerme. Pero igual, cada vez que encontraba la comida muy salada o me llegaba el estrépito de una taza al romperse en la cocina, el corazón me latía de contento. Me volví adicta a las imperfecciones.

Así, al cabo de algún tiempo, mi casa se convirtió en un caos muy divertido. Incluso conseguí que mi sirviente dejara que lo viera y me permitiera participar en las tareas destructivas. La pasábamos muy bien, el día entero jugando a que todo saliera al revés de como a la señora le gustaba. El hacía de señora, yo de sirviente, porque el papel de señora, la verdad, ya me tenía bastante harto. Se me ocurrían las cosas más horribles, como llevarle el café a las seis de la mañana, cuando la señora se había acostado a las cuatro, un café recalentado y con mucha azúcar, tal como la señora detestaba.

Para mi disgusto, una mañana la señora se tomó el café con gran deleite. Al día siguiente se lo llevé muy tarde, recién hecho y con una pizca de azúcar. Fui yo el que me deleité entonces ante las muecas de asco de mi señora, que amenazó con despedirme. Me reí a carcajada limpia, y la señora, en lugar de molestarse, se rió conmigo. Por eso, en adelante, y ateniéndome a las reglas del juego, me mantuve serio, haciendo todo como más desagradaba a la señora y pasándola estupendamente. Ya no dejé caer los platos, pues a la señora le encantaba el estruendo, ni serví las comidas a destiempo, porque disfrutaba mucho del desorden. Hasta aprendí a contener los estornudos. Y aunque la señora se moría de las ganas de prescindir de mis servicios, no pudo hacerlo, pues jamás logró encontrarme. Me convertí en el sirviente más escurridizo, furtivo e inasible... un fantasma dedicado con esmero a sabotear los deseos de mi ama.

Una mañana mi señora dejó intacta la taza de café, el pescado a la plancha del almuerzo, las sencillas papas al vapor con aceite de oliva y perejil picado de la cena. Lo mismo al día siguiente. Después de muchas dudas, decidí entrar en su alcoba, corriendo el riesgo horrible de darle una alegría. Mis temores —no los de darle una alegría— eran ciertos. Con su camisón impecablemente blanco que tanto odiaba, pues le gustaban sucios, viejos y usar el mismo siempre, la anciana yacía completamente muerta en su cama. Se me encogió el corazón al verla así y lloré desconsolado, porque en el fondo la quería y qué sería de mí ahora sin ella. ¿Acaso me había excedido en la imperfección de mis servicios? No, porque de haberla complacido, la señora hubiera muerto mucho antes. Al día siguiente el llanto persistía, pero igual junté mis cosas para irme, ya mi presencia no estorbaba.

Andando sin rumbo por la calle, con mi maleta vieja, se me borró de pronto el llanto. Me sentí alegre, volátil, inmensamente libre, feliz de haber escapado de esa historia, de ser yo nuevamente.

Tomado del libro Revés. Mérida: Siembraviva, 2003

Ilustración: Nuni Sarmiento.