domingo, 20 de junio de 2010

El diario ilustrado de Olivia Martina

Mi nombre es Olivia Martina y padezco de insomnio por culpa de mi madre postiza. En las noches, cuando quiero dormir, a ella se le ocurre ponerse a leer mamotretos como el que ven en la foto. Sí, ella tiene sus amores con autores centroeuropeos. Odio a mi madre. El día que pueda la voy a morder. Apaguen la luz, por favor. ¡Dejen dormir!

Hace poco me regaló un gato y una muñeca. ¿Acaso cree que podrá lograr que deje de aborrecer a los gatos? Ja, ¡pobre ilusa! Yo tengo mi propia versión del gato con botas: el gato sin patas, sin hocico, sin bigotes; el gato mutilado.

A esta muñeca me la rajo.

Listo. You are muerta, muñequita de trapo.

Ahora, a esconder el cuerpo del delito. Con estos ojos nadie creerá que soy una asesina.

En esta computadora mi madrastra tiene sus archivos. A ver, intervendré en esta historia. Le sabotearé sus cuenticos.

Aquí me tiene, ella escribiendo y aún no me ha dado cena.

Pero me vengaré, a esa libreta le caigo a diente en cuanto pueda.

La tengo manipulada, en cuanto vea las hojas rotas regadas sobre el piso le pondré esta mirada y caerá rendida a mis patas. Eres una madre muy idiota.

Se ha ido, es el momento de actuar.

Fíjense, es tan idiota que no se ha dado cuenta de que la muñeca está muerta. Si son buenos observadores notarán que le borré los ojos del rostro, pero ella le dibujó unos nuevos. Mi madrastra está loca.

Antes de Olivia

Después de Olivia

Les presento mi museo personal del horror. Me pareció haber visto un cerebro salir de un lindo canario.

Jijiji, ¡soy mala!

Tengo que deshacerme de este cuerpo; pronto comenzará a oler mal. Ya sé, culparé a Stalin. ¿Qué tanto es un muerto más para Stalin?

Toma, camarada, deshazte de este cuerpo.



Bueno, mejor no, mejor me quedo con la muñeca. En el fondo no es tan malo dormir con una muñeca.

sábado, 12 de junio de 2010

El desalojo (o la caída del último hombre solo)

Él no quería irse, prefería mantenerse aferrado en un punto de ese suelo blando y pálido, con su cuerpo flaco y flexible debajo de las noches con sus días, pero una ley antiquísima lo obliga a desalojar ese pedazo de terreno que él creía propio. El suelo habitado se hizo inestable, y sus compañeros empezaron a marcharse. Grandes sacudidas telúricas dieron cuenta de montones de caídos; todos muertos en el piso, barridos de un escobazo. De nada sirvió oponer resistencia; un magnetismo invisible los echaba del lugar, los invitaba al destierro. Él veía marchar a sus compañeros solos y arrastrados por el viento. Se iba quedando solo y sus fuerzas cedían. Angustiado pensaba en el día que le tocará a él. Cuando llegara la hora ¿sentiría dolor?, se preguntaba. No obtenía respuesta, sólo escuchaba con temor el sonido del viento que lo empujaba. Un día sintió venir el desalojo, fue como un temblor de raíz, pero no dolió, fue un temblor ligero que lo arrancó y lanzó al vacío. Sintió vértigo, sintió que caía, sin dolor, sin ceremonia el último cabello de ese hombre viejo y ahora calvo.

Ilustración: “The Wasteland”, de Juan Muñoz