jueves, 22 de abril de 2010

Diario de un loco. Soy un rincón de mi sombra

Soy un rincón de la casa, lo dije ayer y hoy soy un rincón más pequeño. La oscuridad empezó a entrar por la puerta principal y como una hiedra lenta, pero afanosa y decidida se fue subiendo por las paredes. Se metió entre las grietas y huecos sin clavos, tapó las manchas y filtraciones. Avanzó segura, buscándome y me encontró hecho un rincón con pelusa y polvo. Me halló con los ojos cerrados y el corazón tratando de latir bajito. De nada sirvieron las manos cubriendo el rostro; en un intento torpe y desesperado para evitar el paso de la sombra. Ella encontró desviaciones, atajos, las triquiñuelas de las travesías, para esto le sirvieron unos ojos con pestañas cortas, mal custodiados, unas fosas nasales que del susto se dilataban y contraían, unos poros abiertos y unos dientes desnivelados que impedían el cierre hermético de la bóveda bucal.

Fue así como la cabeza se me llenó de sombra. También el cuerpo y el presente y el futuro. Los ojos se me convirtieron en bruma; los oídos en sonidos, repiques, voces, aullidos terribles, gritos salvajes. La sombra es una jungla. El corazón se me hizo miedo; las manos un manojo de nervios. El afuera se convirtió en un pacto de no agresión: yo no te paso, tú no me pisas. Por eso evito salir, soy respetuoso de los pactos. Salgo muy pocas veces, por obligaciones humanas, pero hacerlo significa alborotar la oscuridad. Afuera mis miedos se juntan en confabulación; sé que quieren matarme. Me lo han dicho al oído. Lo hacen cuando estoy dormido.

En la calle camino evitando los cruces peatonales, preferiría colgarme del tendido eléctrico y cruzar como un mono o saltar los tejados como un gato; pero las veces que lo he intentado he terminado en prisión. En mi último paseo me detengo frente a un vendedor de frutas, veo cómo parte en dos patillas y melones. Le pido señor, por favor, abra usted mi corazón y fíjese como lo habita la sombra, como una fruta podrida. Mi corazón oscuro y piche. El frutero no me hace caso y la mujer que espera por sus frutas me mira con temor y maldad, y aprieta su cartera contra su pecho. El pecho es el lugar de las traiciones, señora, le digo y sigo mi camino. Paso dos horas detenido en la esquina de una acera, decidiéndome a cruzar la calle, siento pánico, me atormentan los sonidos de las bocinas, me atemorizan los potenciales asesinos en los rostros de los conductores. Una mujer vieja, con andadera, se me acerca para que la ayude a cruzar. Yo miro su pelo naranja, su piel muy blanca, arrugada y pecosa. Mi corazón da varios saltos atrás, como un músculo suicida. Esta mujer me quiere empujar a los automóviles, me digo. Sé que es parte del ejército de la sombra, lo veo en sus ojos con cataratas. “Ayúdame”, me ruega y mira la calle, pero ayudarla sería suicidarme. La empujo, veo rodar su andadera, veo cómo sale su dentadura postiza como un escupitajo, veo volar su pelo anaranjado y chirriante. Grito y huyo. Soy un rincón de mi sombra.