domingo, 29 de noviembre de 2009

Pequeña Litty


Germán es impotente. No, mentira, Germán no es impotente, él tiene sus erecciones, pero a su manera. Él sólo se excita con fotografías de mujeres gordas, líricas, culonas con celulitis y preferiblemente pequeñas. Lo excitan especialmente las imperfecciones: mujeres contrahechas, cojas, tuertas, mutiladas, bizcas, y jorobadas son las más atractivas para este hombre que se masturba pensando en ellas mientras se ducha. Como es de esperarse, Germán vive solo. Trabaja en la municipalidad y parte de su sueldo lo destina en pagar las fotografías, que el asistente del área de anomalías del hospital le vende. En ellas se ven jorobas tumefactas, hongos erosionando uñas de los pies, pintadas de rojo, malformaciones vaginales, anos irritados por las hemorroides, pezones hinchados y putrefactos de pus. Por estas fotos, Germán paga muy caro, pero el gozo que recibe ante su vista compensa el gasto. Sin embargo, el verdadero sueño de este hombre es encontrar una mujer gorda, pequeña y con una verruga en su clítoris, y, además, que tenga voz de bolerista. Con la mirada puesta en tal fin está suscripto a revistas científicas y enlaces amarillistas que explotan la rareza humana. También visita, frecuentemente, los circos y centros de anomalías.

Hace unos pocos años, Germán estuvo a punto de encontrar a la mujer de su vida. Ella se hacía llamar Pequeña Litty, y era una cabaretera que cantaba boleros y vivía en una casa rodante, con la cual viajaba por México y los Estados Unidos. Pequeña Litty tenía una historia familiar muy triste: al nacer, su madre la abandonó en un basurero, de donde fue recogida por un mendigo, que la crió y abusó de ella hasta que logró escapar de sus manos. Desde niña aprendió a ganarse la vida escribiendo poemas malos, los cuales recitaba en las taguaras donde la metía el mendigo. Cuando se hizo mujer, se dio cuenta que tenía voz para los boleros. Y tras el sueño americano se fue un día, Pequeña Litty.

Pero el éxito no llegó a su vida, a pesar de que recorrió todo el norte con su patético espectáculo. Nadie iba a sus funciones, ni siquiera aprovechaban la primera noche, cuya función era gratuita. Así que Pequeña Litty no tuvo más remedio que prostituirse, y para hacerlo explotó su rareza: su estatura era de 1 metro 42 centímetros, era dueña de un trasero gigante y grasoso, y dentro de su vagina, justo sobre el clítoris, tenía una enorme verruga con pelos como alambre de púa.

Gracias a su padrastro, Pequeña Litty había descubierto que su verruga era muy placentera sobre el miembro de los hombres. Así que hizo mano de la publicidad y ofreció sus servicios con un cartel escrito en gringo y en castellano: Prostituta venezolana, cantante de boleros, brinda sus servicios sexuales.

Al principio, a los hombres les daba asco su verruga negra y grande, pero una vez que sentían el placer que les producía el grano sobre sus machos encabritados, se hacían clientes y regaban la voz. El negocio de Pequeña Litty creció, y los anuncios de la prensa fueron desplazados hacia la red. Fue ahí donde la contactó Germán.

Pequeña Litty cobraba por sexo virtual, y Germán lo pagaba de buena gana. Lo que él más disfrutaba era ver la verruga dentro de su vagina. Ella se la mostraba mientras le cantaba boleros. Dios los cría y Skype los junta. El tiempo pasó y ambos amantes virtuales se enamoraron. Germán tenía las paredes de su casa forradas de fotografías de la Pequeña Litty desnuda. Y la mujer imprimía con devoción los poemas que Germán le escribía. Poemas sobre excrecencias y frustraciones.

Un día decidieron juntarse, como dios manda, prostituta y aberrado. Pusieron fecha y anillo de compromiso, pero un cáncer vaginal devoró a la mujer en tres días. No hubo nada qué hacer. Desde entonces, Germán padece la ausencia de la verruga virtual de Pequeña Litty.

Iustración: “Gloomy Sunday Girl”, Stu Mead

miércoles, 18 de noviembre de 2009

La Cruzada de María Eugenia


María Eugenia, la madre de Ana Paula, se convirtió al evangelio una vez internada en el asilo. Desde entonces escucha voces que vienen del cielo y le dan órdenes. Ella es la elegida para mediar entre Dios y la corrupción del hombre en la tierra, asegura a sus médicos, también a sus colegas. Su principal misión es exterminar el mal concentrado en un cuerpecito infantil llamado Ana Paula, pero esto no se lo confiesa a nadie, únicamente lo habla a solas, mientras planifica cómo darle muerte a su siniestra hija.

En un descuido de los guardianes del asilo, un día María Eugenia logró escaparse, llegó hasta el centro de la ciudad, pidió dinero como una mendiga y con lo reunido se dirigió a una tienda de telas y luego a una quincallería donde, según ella, la atendió dios metamorfoseado en chino. Dios le vendió un Cristo de plástico, que emite quejidos propios de la crucifixión al apretarle los pies. Con la tela comprada se hizo un manto y regresó al asilo por voluntad propia, en ese lugar se haría de un ejército para combatir el mal que ella engendró en su vientre.

El adoctrinamiento fue rápido y sencillo. A María Eugenia se unieron Felipe Aristegui, mejor conocido como Napoleón Bonaparte; Matías el gordo; Iñaki el flaco, dos locos inseparables a quienes las enfermeras llaman Sancho Panza y Don Quijote; María Trinidad, una vieja que atrapa moscas y se las come; y dos locas jovencitas, adoradoras del sol, conocidas en el asilo como Minerva y Artemisa.

Alertados por el movimiento religioso de este grupo de pacientes, los médicos decidieron dar de alta a María Eugenia para evitar que el manicomio se convirtiera en un centro religioso. Como era de esperarse, los locos se resistieron a la drástica medida, y para demostrar su descontento organizaron el Frente Religioso de Defensa Popular, se atrincheraron en la sala de visita y cogieron a dos enfermeros como rehenes. El líder de la revuelta era Napoleón Bonaparte, quien comandaba las operaciones yendo y viniendo dentro de la habitación, con las manos cruzadas sobre la espalda y un mohín de cavilación constante en su rostro. En el centro de la sala se encontraban María Eugenia, Minerva y Artemisa con los brazos extendidos al sol, y las cabezas completamente rapadas, y dando vueltas alrededor de ellas estaba María Trinidad cazando moscas. La sala era custodiada por Don Quijote y Sancho Panza, quienes portaban tremendos machetes que le habían robado días antes al jardinero del manicomio.

Leopoldo, un químico recluido por voluntad propia, que esperaba en el asilo la noticia del otorgamiento de su merecido premio Nobel, era el encargado de mediar entre los alzados y la dirección del manicomio. Sin embargo, María Eugenia se cansó de las negociaciones y amenazó con asesinar a los rehenes si no le permitían irse con su séquito a hacer la cruzada contra el mal. Leopoldo respaldaba la petición de la ungida y advirtió a la directora que volaría el sitio con una bomba que tenía en su cabeza de no aceptar la propuesta de María Eugenia.

El Frente Religioso de Defensa Popular fue liberado y huyó por los caminos verdes. Leopoldo se quedó en el asilo, diseñando una fórmula letal para envenenar el agua del planeta si no se le otorgan el Nobel. Cuando Lucrecia, la gata de Ana Paula, avizoró desde el ático a la hilera de locos que se dirigía a la casa, se lamió los bigotes con hambre maligna.