viernes, 21 de agosto de 2009

Vuelven las moscas de Luis



Oídos prestos, mis amigos, todos

no todo acaba con bulla,

no siempre se escucha la explosión de las válvulas

las tuberías

cuando todo termina,

ni por reflejo/cuando todo termina/se agrietan las casas vecinas

ni se sacuden los pericos mojados porque se dieron cuenta/

tarde tal vez/

de que eso se ha perdido entre (todo)

agudos dobleces,

en los suburbios/cerca

de despoblados bulevares y avenidas con grandes charcos

que sólo reflejan la calma del cielo,

no los hundimientos secretos,

no las vacías cisternas sin tapa/ni plaga

tampoco;

mi final cotidiano,

la conversión de una sombra con cierta estructura

en una sombra o en pura estructura/

pálida y frágil/

y cubierta de manchas de mostaza y óxido,

ocurre en una caja/sin ecos/

entre secos y cortos ruidos atenuados

que hacen los pulmones cuando claudican los oídos

las corrientes de aire visible adentro las entrañas

los talones cuando se rompen las rodillas el pelo las nalgas,

pero más nada,

como si el paso de enfermo a hongo a olor a polvo

fuese la destrucción de un plato

(uno de postre) (uno blanco) (azul en el borde)

(sin más señas)

no en el cuarto de al lado/

siquiera/

sino en un vasto comedor pringoso abandonado

donde hacen fiesta las moscas,

las moscas distraídas,

sobre el dibujo de frutas amarillas/rojas

en manteles de hule

sin fanfarrias tampoco las moscas

Luis Moreno Villamediana. Del libro Eme sin tilde (Caracas: Equinoccio/Universidad Simón Bolívar, 2009)




sábado, 15 de agosto de 2009

Ana Paula

Aunque tenga un nombre cristiano y de niña bien, Ana Paula es un maldito demonio. Tal vez el origen de su maldad radique en los nueve meses y 32 minutos que estuvo en el vientre antes de nacer. Estaba atorada, casi ahorcada en el cordón umbilical. El médico se las vio negras para traerla al mundo. Tuvo que valerse de un forceps para terminar de sacarla del maltratado útero de la madre. Ana Paula nació fea y mojada, como todos los niños. No lloró, tampoco gritó, ni siquiera con el par de nalgadas que le dieron las enfermeras asistentes en el parto. Abrió los ojos, eso sí. Lo hizo casi al instante del nacimiento. La enfermera más supersticiosa contaría después, en su casa, que esa niña la miró con malos ojos. El marido no la escucharía, estaba desempleado y pasaba todo el día en casa viendo pornografía y haciéndose pajas, tenía la cabeza ofuscada de ver mujeres deseables, y la sola presencia de su esposa, gorda, sin atractivos, le provocaba una depresión que lo llevaba casi a la más completa inoperancia sexual.

La madre de la recién nacida no quedó bien después del parto. Una pálida debilidad se apoderó de su rostro y de su cuerpo. Había que alimentarla y atenderla hasta en sus necesidades básicas. Pocas veces le ponían la niña en el regazo, cuando esto ocurría la pequeña la miraba con sus grandes y oscuros ojos, como si la quisiera hundir en el abismo de su mirada. La sirvienta más supersticiosa de la casa diría a su novia, otra sirvienta de una familia vecina, que esa muchachita miraba a su madre con maldad. A la novia se le paraban los pelos y le pedía que no dijera esas cosas.

El médico que atendió el parto no corrió con mejor suerte. Ese mismo día, después del difícil alumbramiento, llegó a casa y encontró a su mujer con su mejor amigo. Su primera reacción fue querer matar a ambos, pero sólo mató a la mujer, con un bisturí. A su mejor amigo no le pudo hacer nada, lo quería demasiado. Ya llevaba siete años viviendo con ellos, y era un muy buen ejemplar de gran danés.

Una noche, Esteban, el padre de Ana Paula, sorprendió a su mujer parada frente a la cuna de su hija. Se desesperó al ver que con una almohada trataba de ahogar a la pequeña. Esteban la alejó y tiró al piso. Poco tiempo después la mujer fue internada en un hospital psiquiátrico. Para esos días ya Ana Paula comenzaría a sonreír, alguien muy supersticioso diría que su sonrisa tenía algo oscuro y hermoso.

Ilustración: Kees Van Dongen



domingo, 2 de agosto de 2009

Onetti, un domingo



“Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada” (Los adioses, 1954).

Recuerdo mi primer encuentro con Onetti, ocurrió en Caracas, bajo el puente de la avenida Fuerzas armadas, en el rincón de remate de libros usados. Era domingo y los libreros ofrecían precios especiales para los lectores que preferíamos ir en búsqueda de lecturas que del perdón cristiano en las iglesias. Yo había comprado varios libros y me quedaba poca plata, tan poca que podía adquirir sólo uno más. Removí los textos en el mesón con la rapidez y habilidad que tenemos las mujeres para buscar gangas en las tiendas, y fue ahí cuando me topé con dos títulos de dos autores disímiles, en su oficio y en su posición frente a la vida, uno de los libros era Para una tumba sin nombre de Juan Carlos Onetti, el otro: La colmena de Camilo José Cela; ambos tenían el mismo precio y estaban publicados bajo el mismo sello editorial y dentro de la misma colección. No había leído a ninguno y tenía que decidirme. Lo primero que hice fue leer ambos inicios, soy de las que cree en los buenos arranques. Si un escritor pierde un cuento o una novela después de haber logrado un buen arranque es un hecho lamentable. Afortunadamente con Onetti no ocurrió esto, sus historias se mantienen sostenidas por el dominio y la destreza de un buen escritor, exigente, laborioso, entregado hasta el frenesí en su oficio.

Reproduzco el inicio que me inclinó hacia Para una tumba sin nombre: “Todos nosotros, los notables, los que tenemos derecho a jugar al póker en el Club Progreso y a dibujar iniciales con entumecida vanidad al pie de las cuentas por copas o comidas en el Plaza. Todos nosotros sabemos cómo es un entierro en Santa María. Algunos fuimos, en su oportunidad, el mejor amigo de la familia; se nos ofreció el privilegio de ver la cosa desde un principio y, además, el privilegio de iniciarla”. Pero como en la vida no todo es literatura hubo otra razón para escoger esta novela, una razón más bien sentimental: el hombre que me acompañaba esa mañana había nacido en Montevideo, así que no lo pensé más y metí a un uruguayo dentro de mi bolso, y con el otro me fui caminando de la mano.

Con el tiempo me hice adicta de la escritura onettiana. Más adelante, en tiempos de tesis universitaria, me enteré de que el uruguayo se había referido a Camilo José Cela como un “mal escritor, peor persona”. De modo que creo tomé una buena decisión, y si sumo a esto los apartados 4 y 5 de Roberto Bolaño en sus “Consejos sobre el arte de escribir cuentos”, cualquier curiosidad que haya quedado suspendida sobre la obra de Cela se extinguió en algún remoto domingo: “Hay que leer a Quiroga, hay que leer a Felisberto Hernández y hay que leer a Borges. Hay que leer a Rulfo, a Monterroso, a García Márquez. Un cuentista que tenga aprecio por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral. Sí que leerá a Cortázar y a Bioy Casares, pero en modo alguno a Cela y a Umbral”, “Lo repito una vez más por si no ha quedado claro: a Cela y a Umbral, ni en pintura”.

Títulos como El Pozo, Los adioses, Juntacadáveres, El astillero, “Jacob y el otro” no hicieron más que azuzar mi adicción. Pero el trancazo definitivo vino con La vida breve, con ésta se produjo la epifanía. Y vale aquí una confesión testamentaria, por si acaso muero mañana —todos vamos a morir mañana— si me preguntan por las novelas que me han causado mayor impacto he decirlo: Crimen y castigo y La vida breve.

El pasado 1 de julio a Juan Carlos Onetti se le ocurrió cumplir cien años. Su natalicio pasó un poco desapercibido, como ocurrió ciertamente con su vida y obra. El uruguayo siempre fue un autor de bajo perfil, un poco huraño a la sobre-exposición pública. La celebración fue discreta, más bien íntima. Nada que ver con los recordatorios, delirios y homenajes cada vez que Cortázar anda de cumpleaños, pero bueno, que no es para lamentaciones ni recriminaciones que hago esta nota, sino para celebrar escrituras necesarias y amadas. En algún momento pensé escribir para esa fecha aniversaria pero luego decidí posponer, a mí tampoco me gustan las infames canciones de cumpleaños.

De Onetti se han dicho muchas cosas, que si su misoginia, que si su morboso pesimismo. A mí estos postulados me aburren, prefiero leer lo que escribió la periodista María Esther Gilio con su certero y encantador estilo. Considero que Gilio es quien logró acercarse de manera más efectiva al nada dócil escritor.

Comencé este breve texto con el inicio de Los adioses, y para ser coherente quiero cerrarlo con ese final tan sobrio y limpio:

Casi sin respirar, miré a la muchacha que inclinaba la cara sobre el conjunto inoportuno, airadamente horizontal, de zapatos, pantalones y sábana. Estuvo inmóvil, sin lágrimas, cejijunta, tardando en comprender lo que yo había descubierto meses atrás, la primera vez que el hombre entró en el almacén —no tenía más que eso y no quiso compartirlo—, decorosa, eterna, invencible, disponiéndose ya, sin presentirlo, para cualquier noche futura y violenta.