miércoles, 15 de julio de 2009

Una vaca en mi ventana

Cuando miro por la ventana de mi apartamento y veo esa vaca solitaria que, mañana tras mañana, mastica el escaso pasto que tiene a su alcance dentro de un terreno adyacente a una casa vieja y de tejas rojas, entiendo que vivo en una ciudad en tránsito entre un pasado campesino muy próximo y un presente que intenta ser urbano. Esta última reflexión me da en la cara después de haberme fijado en la vaca y toparme en el ascensor a un joven estudiante universitario, pálido, vestido de negro y con aspecto vampiresco. El joven baja conmigo hasta el sótano y escucha, en un aparato portátil, esa música que le deprime hasta la sangre. La vaca y el emo me hacen pensar en ese ambiguo lugar desde donde escribo y en su incidencia en mi escritura.

Vivo y escribo en Mérida, ciudad en donde el tiempo transcurre más lento y a veces tiene asomos de postales de inviernos extranjeros. Creo que el hecho de escribir en este lugar interviene en mi proceso creativo a pesar de que mis cuentos no necesariamente ocupen sus rincones. Digo que interviene la dinámica de la ciudad que se debate entre esa cosa nostálgica y color sepia, la vitalidad de una ciudad que no envejece sino que se renueva en un rostro joven y estudiantil, y el presente de un país tomado, como aquel cuento de Cortázar. Entre esas aguas trato de nadar, entre la nostalgia, el vigor y la desolación, entre el aroma del café de una abuela muerta y el olor maloliente de un uniforme expuesto, demasiado tiempo, al sol.

Como narradora me inscribo en ese tránsito entre un ayer poblado de fantasmas y casas con largos corredores, y un hoy con séptimos y octavos pisos, de ventanas abiertas hacia la intimidad de los vecinos, habitantes de un presente urbano en el que me gusta imaginarme historias protagonizadas por personajes extravagantes y ridículos.

La casa, generalmente astillada y derruida, es mi lugar del ayer, donde instalo memorias, los muertos que siguen desandando territorios que ya no les pertenecen, el tiempo pasado de los coroneles y su olor herrumbroso; mientras que los balcones y las ventanas de los edificios son el lugar presente desde donde muevo a mis personajes travestidos, mis alcohólicos solitarios o mis pedófilos en proceso de rehabilitación. Lugar citadino y actual donde, también, puedo observar desfiles de soldados y caudillos posmodernos, imagen que me permite entender que en este país tan frágil el pasado es apenas un velo que el presente rasga con facilidad para entrar en él. Sin embargo, y a pesar del ruido que producen las pisadas de las botas de hoy, no me interesa tanto contar sus pasos. Ante el ruido de las polainas prefiero subir el volumen de la música y escribir desde ciudades imaginarias, sobre personajes arrinconados y jodidos pero poseedores de buen humor, porque el humor es un buen arma para enfrentar el miedo.

El tema propuesto en la bienal me obligó a reflexionar y hasta a teorizar sobre lo que escribo, y esta situación me puso tensa, porque al hacerlo debí ubicarme más que como escritora como una persona que ha estudiado Letras y sabe, más o menos, catalogar las tendencias literarias

Entre pensamientos diversos me decía: mi primer libro está abarrotado de suicidas, tanto así que debió llamarse Libro de suicidios o algo parecido. El segundo inventa incidentes que no ocurrieron, con imágenes de cine en blanco y negro. Lo que estoy escribiendo ahora tiene otro tono y una postura distinta. Lo de ahora es más bochornoso e, insisto, ridículo. Mis personajes actuales son patéticos y neuróticos. Es inevitable pensar en las enseñanzas de la sociología y el sentido común, que nos recuerdan, como Gabriel Payares en esta misma mesa, que uno no puede escapar completamente del referente real desde donde se escribe, aunque haga literatura fantástica. Ante esto me pregunto, apelando ahora a los dictados del psicoanálisis y otro sentido común: ¿será que la formulación de mis nuevos personajes obedece a una respuesta inconsciente ante la locura real que estamos viviendo, realidad nacional de la cual es mejor reírse para no sucumbir ante ella? Realmente no lo sé, respondo con una candidez que prepara la introducción de la intertextualidad. Yo prefiero pensar que lo que escribo en estos momentos está influido por el cine y por escritores como Copi o los norteamericanos Saul Bellow y Edward Louis Wallant, que me ayudan con una memoria prestada y geografías apenas soñadas, con laberintos difíciles de cartografiar.

Cuando regreso a mirar un mapa más tangible, noto que escribo desde la provincia de un país provinciano, y esta circunstancia, en términos de promoción y difusión literaria, hace más precarias mis posibilidades de ser leída. Se trata de una topografía literaria que funciona como muñecas rusas, que me hacen pensar en todas las matrioshkas que hay encima de mí. A veces el lugar de escritura se compone de capas geológicas, que sobrepone una edad sobre otra, y una plataforma de promoción sobre otra, y todos esos niveles podrían aplastarnos. Los que escribimos en esta ciudad corremos el riesgo de que nuestras historias se queden encerradas dentro de las montañas. Pero la mitología y el Asterión de Borges nos enseñan que hay un hilo que puede hacer que escapen los relatos.

Mis cuentos se valen también del tránsito entre el lugar escurridizo de la memoria y la cotidianidad del que hablé antes, y el territorio portátil de toda lectura posible. A veces nos leen los miembros de un jurado y ellos, asumiendo su autoridad, mediana o grande, en la conformación del status literario, se encargan de darle movilidad a nuestros escritos. Debo reconocerlo: el hecho de que La Casa de las Letras Andrés Bello haya publicado y puesto a circular mi primer libro a un precio irrisorio, después de haber sido premiado en un concurso, ha contribuido a que tenga algunos lectores, algunos más optimistas y buena gente que otros, pero lectores, en definitiva.

Pero el mecanismo más eficaz para dar a conocer mi trabajo ha sido la difusión digital, que nos obliga a definir el territorio portátil como el territorio por antonomasia. Un territorio, además, ubicuo y simultáneo en el que pueden convivir un apartamento y una vaca en distintas ventanas fácilmente intercambiables en la pantalla de la computadora, en la que sobreviven la abuela muerta y sus costumbres campesinas y el uniforme maloliente de un general.

Las publicaciones digitales sirven para reacomodar las instancias de lectura, a veces a golpes de azar, es verdad, como ocurrió en mi caso. Porque es difícil poner el dedo en esa profusión de papel que no es papel, en tantos y tantos escritos que se sobreponen como en el palimpsesto más complejo y confuso que haya podido pensarse. Hoy estoy aquí y se me dio la oportunidad de escribir en “Quimera” gracias al blog 500 ejemplares. De igual manera, uno de mis cuentos aparece publicado en la antología del cuento venezolano hecha en Eslovenia porque Juan Carlos Chirinos, encargado de la compilación, lo leyó en Letralia, el portal digital que mantiene Jorge Gómez Jiménez.

Regreso a la vaca, al muchacho pálido. Vuelvo a la habitación de la escritora, a su espacio propio, ganado por señoritas con nombres antiguos. La encuentro ya no dispuesta a tener sólo una habitación. Ella también quiere salir de ese espacio. La veo que mira por la ventana, convencida de su derecho de poder averiguarles la vida a sus vecinos; malas costumbres aprendidas de un señor llamado Onetti, y de otro, más joven, de apellido Wallant.

La escritora piensa en el tiempo de sus historias, no sabe en cuál detenerse, y mientras se decide escribe en ambos tiempos para no dejarlos tan íngrimos, tan solos. Desde la ventana de su habitación ve la ciudad en que vive e imagina otras calles sin nombres, excusas para tener la autonomía de nombrarlas. Yo estoy de acuerdo con ella, creo que está en su derecho, porque ¿cuál otro puede ser el lugar del escritor sino aquel que él puede crear?