miércoles, 11 de febrero de 2009

La vecina desnuda

Si al menos pudiera levantarme y darle de comer a ese perro que se echa a mi lado y me mira con ternura. Si pudiera alcanzar las flores de la ventana para rociarles un poco de agua. Si el cerebro pudiera enviarle una señal a mi mano para que agarre el teléfono que está reventándose sobre la mesita de noche. Y el recibo de energía eléctrica que a mí no se me ocurrió cancelar a tiempo. Ahora, seguro, me la cortan. Y ese refrigerador que está tan repleto de hielo. ¿Por qué no le hice caso a mi madre cuando me recomendó comprar una nevera sin escarcha? La leche, ¿la compré de larga duración? No recuerdo. Qué poco precavida soy, Dios mío. Ni siquiera recuerdo si guardé el envase de leche dentro de la nevera o lo dejé afuera junto al resto de las compras. ¿Y ahora cómo hago para ir hasta la cocina y arreglar un poco las cosas? No, ahora ya no puedo. Tal vez mañana venga Cecilia y limpie el apartamento. Qué pena con ella, ojalá no encuentre el envase de leche a punto de estallar, porque eso suele suceder con los cartones de leche. Una vez consumida su fecha de duración se abomban como globos y la bebida se descompone en un sabor apestoso. Lo sé porque en más de una ocasión, por descuido, he tomado un sorbo de leche dañada. Llego, abro la nevera, tomo un trago sin fijarme en fechas de vencimiento ni pensar en cuántos días lleva ahí metida. Y bueno, a escupir el buche blanco y pastoso. ¿Pero qué digo? Cecilia no va a venir mañana. No va a venir porque yo la boté. Le hice un cheque y le pedí que no viniera más, qué bruta soy, ¿cómo pude hacer eso? ¿Cómo pude botar a Cecilia? Además, ella no tuvo la culpa. La taza se rompió porque se le cayó de las manos. Se rompió porque las cosas frágiles se rompen cuando se caen al piso. Te vas porque no te soporto, pero si yo no soporto a nadie.  Y la Cecilia es una buena mujer, mantenía el apartamento limpio, se aguantaba mi neurosis y me daba consejos para la salud. Qué bestia soy, Dios mío. Ahora estoy arrepentida, ¿cómo hago para que Cecilia regrese? No, ella no va a querer regresar. Yo como siempre arrepintiéndome después de mandarme la cagada. Bueno, ¿qué se le va a hacer? Cómo que qué se le va a hacer, ahora que recuerdo también compré carne y, al igual que la leche, la dejé sobre la mesa porque no tenía ganas de acomodar nada, tampoco quería comer, ni siquiera bañarme. Sólo deseaba meterme en la cama y esperar que amaneciera.

Ahora van a llegar las moscas al apartamento. Qué asco ese mosquero, esas patitas sobre la carne. El ruido que hacen, insoportable. ¿Quién me manda a mí a no hacer bien las cosas?

No quise bañarme, pero igual abrí la ducha. Ya vendrán los vecinos del piso de abajo a quejarse por el bote de agua que se filtra en su techo. Ya vendrán a quejarse y a espiar, porque eso sí les gusta, averiguar. Bueno, a la esposa, la esposa es una entrometida. El marido no, él es un tipo tranquilo. Es un fisgón normal, como todos los hombres, lo he pillado mirándome el culo. Pero yo a la vecina la mantengo a raya, cada vez que viene a informarme sobre una junta de condominio le abro la puerta con las tetas al aire, a ver si así aprende y deja de molestarme. Y un día de estos, si viene con el marido, les abro la puerta completamente desnuda, pero ¿qué estoy diciendo? ahora ni siquiera puedo levantarme. Esto me pasa  por perder el control.

A ver perrito, anda, avísale al conserje que suba al apartamento. Anda, no te quedes ahí mirándome como un idiota, ¿no ves que no me puedo mover? Anda, perrito, él sabrá qué hacer. Sí, ya sé que no le agrado al conserje, que a veces ni siquiera lo saludo y que en más de una ocasión he hecho comentarios xenófobos, pero bueno, ¿qué se le va a hacer?, yo no soy un sujeto sociable, por alguna razón vivo sola con un perro, ¿no? Además, yo no nací para caerle bien a todo el mundo. ¿Pero qué estoy haciendo? ¿Reflexionando y dándole explicaciones a un perro? ¿Adónde he llegado?

Tú, perrito, hazme caso. Sal y avísale a alguien que no me puedo mover. Espera, si te encuentras al vecino del piso de abajo, mucho mejor, a él le encantará verme desnuda en la cama. ¿Por qué nunca me acosté con ese  tipo? Él me desea, yo lo sé. He visto cómo se fija en mis tetas cuando subimos en el ascensor y cómo me mira disimuladamente el trasero cuando paso a su lado. Me hubiese acostado con él para molestar a la imbécil de su mujer, pero ahora ya no puedo. Sin embargo,  él podría venir y verme desnuda. Hay hombres que tienen perversiones y quién sabe, tal vez al verme desnuda y quietecita en la cama tenga una erección.

Y tú, ¿todavía sigues ahí?, perro incompetente, ¿por qué te recogí de la calle? Ya sé, fue tu mirada, tus ojos llenos de ternura. Claro, la eterna trampa canina. Esos ojos que la hacen a una sentirse culpable si no lo recoges y lo llevas contigo. Ahí estás, mirándome con la misma ternura de entonces. Anda, perrito, mira que son varios días y ya comenzaron a llegar las moscas. Huele feo, perrito, ¿te estás haciendo caca en la habitación? Anda, perrito, mira que la resaca es muy violenta. Fueron muchas pastillas y demasiado alcohol. Anda, perrito, avísale al vecino. A él le gustará verme quietecita y desnuda. Sólo espero que no le moleste el olor a carne descompuesta.

Ilustración: "Jeune fille à la mandoline", Balthus

miércoles, 4 de febrero de 2009

El silencio de Bergman


Anoche vi una película de Ingmar Bergman: Tystnaden (El silencio, 1963). Hoy no voy a hablar de la genialidad de Bergman, del rigor de sus guiones, de la lentitud de sus escenas, ni de la perfección de sus encuadres, tampoco de  la dureza de su temática que en más de una ocasión le deja a uno un sabor seco en la boca. Hablaré de algo que me inquietó a lo largo del filme: la incomunicación. En El silencio Anna (Gunnel Lindblom) y Esther (Ingrid Thulin) viajan en tren junto a Johan (Jörgen Lindström), un pequeño niño que a ambas mujeres llama mami. Los tres se dirigen a casa, sin embargo la enfermedad de Esther los obliga a hacer una parada en un lugar desconocido, en un pueblo que ellos creen se llama Timoka.

La convivencia entre esta familia de pocas palabras es bastante tirante. Anna y Esther no se llevan bien, apenas si se soportan y entre ambas hermanas existe una oscura tensión sexual, cuya manipulación por  parte de Esther explotará con la sublevación y renuncia de Anna quien metida en la cama al lado de un amante ocasional tratará de sacudirse el yugo de su hermana mayor.

En todo el filme hay una fijación por el hecho comunicativo y su incapacidad de materializarse. A través de los ojos del niño en el tren vemos la guerra que está afuera, una guerra sin lengua, únicamente hecha de ruidos de tanques y sonidos de vuelos de aviones. En medio de ese afuera bélico, los  tres viajeros se detienen en un pueblo de una lengua desconocida. Ni siquiera Esther, cuyo oficio es el de la traducción, logra comunicarse con el único personaje del lugar con el que interactúa, un empleado del hotel donde se alojan. Esther, mujer alcohólica, trata de obtener una botella y le pregunta al empleado si habla francés, inglés o alemán (su pregunta la formula en  cada uno de estos idiomas). El hombre sólo atina a esgrimir gestos de desconocimiento.

En ese hotel casi desértico, los tres inquilinos compartirán su estadía con un grupo de enanos españoles que se presentan con su espectáculo en el pueblo. Johan logra establecer contacto con ellos. Solamente el niño, en su exploración de ese mundo adulto, extraño y ajeno  que lo rodea establecerá algún tipo de comunicación. Una comunicación basada en miradas, gestos, sonidos y muy pocas palabras.

Anna, presa de un calor sexual que la mantiene en un constante refrescarse y en un juego incestuoso con el pequeño Johan, decide salir a recorrer el lugar en búsqueda del apaciguamiento del fogaje y la liberación de su hermana celosa y enferma. Ella logra llevarse  un hombre a la cama, un mesonero de un bar, con quien confiesa estuvo por primera vez en una iglesia. Durante el encuentro, en una de las habitaciones del hotel, el hombre no emite una sola palabra.  El sexo con un desconocido es la vía para Anna hacer catarsis y poder “pronunciar” el odio hacia su hermana. Sin embargo, su oyente es un sujeto de lengua extranjera, quien no entiende una palabra de las tribulaciones  de la mujer.

El silencio entre Anna y Esther sólo conseguirá romperlo, en breves instantes,  la música de Johann Sebastian Bach. Su música, amada por Esther, es la única que permite una breve cordialidad familiar en esa escena de perfección casi simétrica donde ambas mujeres intercambian amables palabras y el niño se sienta en medio de las dos, acercándose un poco más a Esther, ante quien se suele mostrar de modo renuente.

Al final, cuando Anna decide partir con Johan, dejando a Esther en un mundo solitario y sin interlocutores, esta última escribirá para Johan unas pocas palabras que ha aprendido de esa lengua extranjera. Esa será su despedida mientras espera que la muerte la sorprenda en una lengua que desconoce.