jueves, 22 de enero de 2009

Condorito


Hace unos días fue publicada en Yahoo en español una encuesta en la que preguntaban sobre nuestros personajes favoritos del cómic. Entre las opciones estaban Mafalda y Condorito. Sin pensarlo mucho y empujada por una fuerza sentimental corrí a votar por Condorito, el pajarraco chileno creado por Pepo. Una vez que hube votado, vi con asombro que Condorito lideraba la encuesta sobre una ultrafamosa y mil  veces reeditada y citada Mafalda. Me alegré, juro que me alegré por el “roto” Condorito y por mis lecturas de infancia. Porque mis primeras lecturas no fueron cuentos de hadas, tampoco mis padres, ni mis abuelos, se echaban al lado de mi cama a leerme historias de princesas y castillos. No lo hicieron, pero sí nos contaban, a mis hermanos y a mí, cuentos de caminos, historias de espantos, relatos con personajes tan increíbles que parecen de ficción. Así crecí, sin muchos libros célebres, pero con mucho cuento encima. Y para contar cuentos de camino mi padre es un experto. “Vamos a echar cuentos”, nos decía. Y ésa era la única religión en casa.

Luego vinieron las historietas, éstas llegaron a casa con la puntualidad de un tío adicto a los cómics. “Kalimán”, “El Santo”, “Águila solitaria”, “Memín”, “Fuego”, y mi favorito, “Condorito”. Los ejemplares de “Fuego” y “Águila Solitaria” ya no salían, pero mi tío los coleccionaba. Y como yo era una buena niña, me los prestaba. Entre mis lecturas recuerdo cómo me quedaba esperando que en la próxima entrega de “El santo” el enmascarado de plata se quitara la máscara. Y esto, obviamente, nunca llegó a ocurrir.

También llegué a leer historietas que podrían catalogarse como pornografía popular, llamadas “Lolita”. Claro, a éstas tuve acceso cuando estaba un poquito más grande. Y las leía escondida, en el baño,  luego de que descubrí el arsenal entre los archivos secretos de mi tío. Recuerdo que cuando me confesé para mi primera comunión, le conté (con mucha vergüenza) al sacerdote sobre mis lecturas prohibidas. Asombrosamente, el sacerdote no tomó mucho en cuenta mis hábitos “literarios”, pero sí me amonestó porque admití que frecuentaba poco la iglesia. Varios años después me enteré de que este sacerdote era adicto a la pornografía, lo supe por una amiga que trabajaba en una tienda de videos y me contaba que el representante de dios en mi municipio  paraba su camioneta afuera de la tienda y mandaba a uno de sus monaguillos a alquilar las películas pornográficas, en el formato betamax de la época.

Pero volviendo a “Condorito”, debo confesar públicamente, y sin vergüenza, que fue una de mis primeras lecturas y que tengo algunas cuantas historietas guardadas en los archivos de la nostalgia en mi casa materna. Cuando visito la casa de mi madre y mi primita Anthonela, que curiosamente hoy cumple once años, me pide prestado un “Condorito”, se lo presto con el mismo celo con que me lo prestaba mi tío. Y con las mismas condiciones, hablándole de “usted”, porque un andino nunca tutearía a su familia: “Se lo presto, pero me lo cuida, porque si me lo daña,  no le presto ningún otro”.

Hubo una época en que viví una temporada en Santiago de Chile, y al poco tiempo de estar en la ciudad le pregunté a mi amigo Daniel Quiroga por la escultura que le habían hecho al pajarraco en algún lugar de la ciudad. Daniel, que era un señor muy culto, amante de la música clásica y encargado de hacer las reseñas musicales sobre los conciertos en el Teatro Municipal de Santiago para el Diario El Mercurio, me dijo: “Ah, el roto Condorito”. En ese momento supe que en Chile “roto” es el término empleado para referirse a los seres de la periferia.

Y fui hasta la comuna de San Miguel (lugar de origen de la banda “Los prisioneros”),  ahí se encontraba la escultura de Condorito. La escultura no es más que una obra hecha de concreto y yeso, o algún otro material barato. Está ubicada en una placita escondida. Y qué otra cosa se podría esperar de este vago periférico y polifacético.

Junto al personaje de mi infancia me tomé una fotografía que algún amigo malsano publicó en la prensa de Mérida, junto a uno de mis cuentos. Esa foto me hubiese encantado ponerla junto a este post, pero la perdí en un asalto en el que me despojaron de mi bolso, dentro del cual llevaba un diario con una carta de amor de un antiguo novio y mi foto junto a Condorito. En mi bolso llevaba otras cosas, como dinero, mi cédula de identidad, algún libro, mis lentes de lectura, mis lentes de sol; pero ninguna cosa me dolió tanto perder  como el diario, la carta y la foto.   

En la casa de Asterión sugerí escribir una carta a los señores carteros para que no se queden con libros de otros destinarios, aquí en mi casa propongo escribir una carta a los señores ladrones para que se roben todo menos nuestros pedazos de nostalgia.

martes, 13 de enero de 2009

El viaje


Topio stin Omichli, 1988
Dirección: Theo Angelopoulos
Guión: Tonino Guerra
Música: Eleni Karaindrou

martes, 6 de enero de 2009

Ich liebe dich


Hoy me encontré en la página de la BBC en español una nota que cuenta, con la brevedad característica de un medio periodístico, la aventura de tres niños alemanes que pretendían viajar rumbo a África para casarse bajo el sol. La nota completa la pueden leer en: http://news.bbc.co.uk/hi/spanish/misc/newsid_7813000/7813642.stm.  Según los adultos, testigos de la frustrada aventura, los niños no llevaban dinero, ni boletos de viaje, pero sí: lentes de sol. Los pequeños sólo pudieron tomar el tranvía y llegar hasta la estación del tren. El siguiente paso sería  el aeropuerto. Esta historia de precoces trotamundos me recuerda la película de Theo Angelopoulos, Paisaje en la niebla (Topio stin omichli, 1988), filme que cuenta una historia semejante a la de los chicos alemanes, sólo que con una travesía mucho más larga y un final menos feliz.  Voula y Alexandros, los personajes principales del filme,  viajan hacia Alemania en búsqueda del padre. Un padre que no es más que una figura creada a partir de los escasos datos aportados por la madre. El padre de Alexandros y Voula es un hombre que no existe, así que hay que imaginarlo, inventarlo, tratar de cogerlo como una figura que se desvanece en la niebla. No en vano el pequeño Alexandros dice al principio de la película: “Anoche soñé con él, parecía más alto”. Y en esas cartas imaginarias que escribe en su cabeza, remite: “Querido padre, te escribo porque hemos decidido ir a verte. No te hemos visto nunca y te echamos en falta”.

Durante su viaje, los niños se toparán con el bien y el mal, con la ansiedad y la precariedad. Sabrán de la errancia de los viejos actores, tan característica del cine de este director griego. Los veremos en esas largas secuencias sobre caminos  grises y mares fríos, acompañados por el lirismo de los parlamentos escritos por Tonino Guerra: “Querido padre, ¿cómo hemos podido esperar tanto? Viajamos como hojas que se lleva el viento. ¡Qué mundo más extraño! Maletas, estaciones heladas, palabras y gestos que no se entienden. Y la noche, que nos da miedo. Pero estamos contentos. Avanzamos”.

Ambas historias, que curiosamente coinciden en un punto geográfico: Alemania, son hermosas y tiernas.  La primera, real y cautivadora, los pasos de unos niños que buscan consolidar su  amor en una lejana África, en una boda cálida, alejada del frío del norte alemán. La segunda, fílmica, poética, amarga pero esperanzadora, va tras los pasos de un padre que desaparece con sus pies hechos de niebla.  


jueves, 1 de enero de 2009

Virginias con cardamomo


Mi madre tiene sembradas, en una de sus ventanas, varias plantas con flores silvestres que ella llama virginias. Las virginias son unas florecitas fucsias, sencillas y bonitas, que cuelgan agrupadas en ramilletes. Hoy, el primer día de este año, las virginias se balancean con la brisa matutina de un día soleado. Se mecen con la vistosidad de su color y de su encanto, sin importarles que afuera sea primero de enero y que la gente se mueva con la modorra propia de la resaca que queda de las fiestas.

Me quedo mirando esas flores colgantes y pienso en Babilonia, en sus jardines colgantes, que según cuentan existieron  en ese lugar tan lejano. Trato de imaginarme  Babilonia y la historia de un hombre y su regalo de amor. Mientras imagino al rey y a la reina, poderosos y enamorados,  una imagen me desvía sigilosamente de los jardines y  de la historia romántica de un rey y su reina. Un pensamiento mucho más crudo me saca a las afueras del palacio y me planta frente a rostros antiquísimos con ojos oscuros y cejas pobladas. Son árabes, me digo; árabes próximos, medios, lejanos. Árabes, remato.  Y mientras los veo, repaso mis clases de historia de la lengua española y me quedo instalada en esa clase donde aprendía acerca de la influencia árabe en nuestra lengua. Me quedó ahí sentada, en la universidad, tratando de recordar el número de vocablos de origen árabe, heredados por nuestra lengua. No obstante, no recuerdo el número, pero sé que son bastantes. De pronto, mi madre me interrumpe de mi ensimismamiento al entrar a la habitación con una jarra de agua para sus flores. “Mis virginias sí están bonitas”, me dice mientras les riega el agua. Ella me habla y el agua se desliza sobre y dentro de la tierra de sus queridas plantas. Yo apenas escucho lo que me dice, mis oídos están entretenidos con el sonido de la lluvia  pequeñita   cayendo sobre sus flores.

 Los rostros árabes me siguen mirando desde su pasado, en silencio, mientras me pregunto: ¿tendré sangre árabe en mis venas?, ¿acaso alguno de ustedes, seres de mi imaginación oriental, sean mis parientes lejanos?

Veo los rostros y pienso en sus comidas, el olor de sus especies. Su café con un toque de canela, con algo de cardamomo. Recuerdo el Paseo Colón de Puerto La Cruz, con sus ventas de comida árabe. Ahora me cercioro de que los árabes han sido mis aliados culinarios, yo una pseudovegetariana que suele terminar comiendo shawarma con falafel, una de las pocas opciones en el menú callejero de una persona que ha decidido no comer carnes rojas ni pollo.   

Mamá termina de regar las plantas y antes de salir de la habitación me dice: Siguen bombardeando Gaza, lo vi en las noticias. No le digo nada, ya lo sabía. Ella sale. Y me deja de nuevo a solas, con sus virginias. Los rostros también se han ido, me he quedado sola, en las afueras de un palacio que no existe, sobre un suelo bombardeado. En un bombardeo sin la pereza del primer día de enero