sábado, 29 de noviembre de 2008

La señorita Teresa



Hace unos cuantos años había leído algunas cartas de Teresa de la Parra, por curiosidad nomás. Era entonces más joven y escribía con menos disciplina y bastante pereza. Ahora que la escritura se me ha vuelto un vicio, me reencuentro con estas correspondencias y hallo en ellas material de aprendizaje y lecciones de humildad. Es por esta razón que me sentí motivada en poner una de estas epístolas en los tejados. Colgar una carta para que quienes pasen la lean, o al menos la miren. Fue escrita en julio de 1925 y su destinatario era Miguel de Unamuno. En esta extensa y apasionada misiva, la escritora habla del diario de una señorita que se aburre. No les digo más, es mejor que hable ella.


[Carta de Teresa de la Parra a don Miguel de Unamuno, julio de 1925]*


A don Miguel de Unamuno


Es a usted, mi estimado amigo y maestro, a quien debo, más que a nadie, la satisfacción íntima y serena, depurada de toda vanidad, de haber escrito un libro.
Cuando lo conocí y le dediqué mi novela en el almuerzo literario de hace algunas semanas, pensé que no iba usted a leer ni una de sus 520 páginas. Es verdad que con acento austero y patriarcal de abuelo vasco, había demostrado interesarse muy vivamente por su raza española de más allá del mar. Habló de ella con pasión, como si hablara de su propia ascendencia, “verdadera resurrección de la carne” explicó usted. Pero también es cierto que luego, con el mismo acento austero de abuelo vasco, y con aire además muy despectivo, habló de las personas superficiales, de las mujeres cuya única ocupación es el vestir, y de todos aquellos que confunden lamentablemente el modernismo o moda con la verdadera elegancia: la escultórica, la que reside en el ademán y en el esqueleto, como la del Esopo de Velásquez en sus harapos, o como la de Ulises al presentarse desnudo ante Nausícaa. Deduje que mal podía encontrar gracia ante sus ojos una novela, cuyo órgano directo de expresión, como el teclado en un piano, era casi todo el tiempo la preocupación de la elegancia, no la escultórica, sino la otra, la de la equivocación lamentable, la del modernismo o moda. Y me fui convencida de que novela y autora habían de parecerles igualmente triviales e indignas de atención.
Grandísima fue mi sorpresa el otro día, cuando al entrar en un recinto oí que hablaba usted de Ifigenia ante numeroso auditorio: ¡Ya estaba leído! ¡Y con lujo de pormenores anotado! La analizaba usted detalle por detalle, sin entusiasmos ni elogios, sino con esa paciente curiosidad con que examina el naturalista un insecto del campo o la flor silvestre que por primera vez ha llamado su atención. Mi presencia no alteró ni un ápice el hilo de su conversación, y siguió detallando el libro como si entre la autora y la recién llegada no existiese el menor lazo común. Yo sentí al instante el milagro del desdoblamiento, me hice también auditorio, y por primera vez, encantada, libre de censura y de elogios directos, sin asomos de vanidad, tuve la sensación noble y reconfortante de “haber escrito”.
Quiero darle las gracias por el milagro de desdoblamiento, quiero dárselas por el juicio escrito, pero quiero dárselas sobre todo por estas 4 páginas que recibí anteayer, apretadas notas, hechas con lápiz al calor de la lectura. ¡Cuántas son y qué llenas están de vida!
Los elogios son sobrios, sólo dicen indicando página y párrafo “Bien”, “Muy bien” y algunas veces “¡Muy bien!”, sin dar razones lo cual es una forma de generosidad, porque mi imaginación puede elegir lo que más le agrade, ¡y en ratos de fecundo optimismo, forjarlas y elegirlas todas!
Las objeciones son mucho menos lacónicas. Como algunas de ellas terminan en un punto de interrogación, me persiguen sin cesar con su voz de pregunta. Yo quisiera acallarlas, pero ellas no se avienen al silencio. Necesito pues contestar algunas de las que tengan a mi entender contestación, o sea defensa, porque hay otras, lo confieso, que al igual de la Esfinge, ¡se quedarán interrogando eternamente!
Copio pues las escogidas, bajo el párrafo aludido, y con el número correspondiente de la página tal cual usted lo ha hecho, voy contestando:
Pág. 52 y 53... “tiene para todas las criaturas la dulce piedad fraternal de San Francisco de Asís”... Yo no creo que la piedad de Gregoria fuese precisamente franciscana, ¿o es que se refiere usted entonces a ese San Francisco elegantizado por una leyenda turbia? Me es difícil saber cuál es mi San Francisco, don Miguel ¡he visto pasar tantos! Al primero lo recuerdo entre las nieblas sonrosadas y confusas de mi primera infancia, cuando aún no sabía leer. Lo conocí en una oleografía presidiendo la hospitalidad de cierta casa amiga, sobre el portón cerrado del zaguán o vestíbulo, tal cual acostumbraba hacerse allá en Caracas. Era como el portero complaciente y mudo de aquella casa. Yo solía contemplarlo a mi sabor mientras venían a abrir. Lo representaba la oleografía, abrazando al Crucificado, con los estigmas que despedían cinco rayos y el globo del mundo bajo sus pies. Este primer San Francisco portero, si bien me entretuvo a ratos, no encendió jamás mi cariño ni mi admiración. Tal vez porque mis ojos recién abiertos a la vida juzgaban a las personas según las apariencias, y aquel pobre capuchino de sandalias y cerquillo, tan semejante a cualquier contemporáneo, tan inferior al dulce Crucificado, no podía evocar el prestigio del pasado ni el esplendor augusto del cielo. Desde entonces, han seguido desfilando ante mi vista diversos San Franciscos, en cuadros, esculturas, sermones y versos decadentes, hasta conocerlo por fin, descrito por Jörgensen y por la Pardo Bazán. Estos dos autores despertaron definitivamente mi admiración y mi ternura por el santo tal cual si le hubiera visto en su dulce andar sobre la tierra hablando y sonriendo. ¿Será éste por fin el verdadero?... Confieso que no he leído aún el San Francisco de Sabatier y que no conozco el texto entero de “Las Florecillas”. En todo caso, el San Francisco a que aludo en mi novela es aquel suave y descalzo hermano de todo cuanto existe; el que llegó a cantar a “la hermana muerte”, el que a fuerza de amar toda pobreza, amó en el Hermano Junípero la miseria fragante de su inteligencia, y el que de haber conocido a mi vieja lavandera, pobre, negra y fea, en vista de la humildad alegre de su espíritu, no hubiese titubeado en llamarla también: “Hermana Gregoria”.
Pág. 111... “abuso y soberbia de la inteligencia...” ¿Y qué me dice usted del abuso y soberbia de la tontería?
Pero es que “Tío Pancho” no parangona aquí la inteligencia con la tontería, sino que la parangona con las luces naturales del instinto a los que juzga superiores y mucho más amables. Yo considero que la tontería no es ininteligencia, sino debilidad de inteligencia, con desorden comunicativo en las ideas y gran facilidad de palabra para manifestarlo. Me parece como usted que el tonto es con frecuencia más funesto que el torpe, y creo que ambos son más incómodos que el bruto con lo cual vuelvo a caer en las mismas ideas que expresaba Tío Pancho.
Pág. 113... “La gran armonía del Universo basada en la resignación completa de las víctimas...” ¿Y esa resignación no es a veces el divino desprecio hacia el tirano?
-¡Cierto! Yo también pienso que en toda resignación y en todo sacrificio hay un divino desprecio hacia alguien o hacia algo, un divino desprecio inactivo, que no pide venganza ni espera justicia, y que duerme tranquilo con el dulce sueño de la serenidad.
Pág. 47 “...Las monjas acaban por olvidarse de sí mismas a fuerza de no mirarse (bella expresión) en los espejos...” Como uno se olvida de sí mismo, Teresa, desdoblándose y vaciándose, es a fuerza de mirarse en el espejo. ¿El espejo nos da acaso nuestro fondo?
-No. Pero recuerdo que María Eugenia Alonso no hablaba aquí del alma. Hablaba del rostro de la apariencia exterior. Era la belleza física de su amiga Mercedes Galindo, a la que ella aludía. Y de ésa, con sus caprichosas alternativas y dolorosas decadencias, sólo nos habla el espejo, o las espontáneas manifestaciones ajenas que también vienen de otro espejo: los ojos.
Pág. 149. “...la mentira, dulce hermana de paz...” ¿La verdad, entonces, hermana de la guerra?
-¡Sí; sí; yo creo mil veces que sí, aunque usted no lo apruebe! Perdóneme esta insubordinación agravada y aparente cinismo. Pero los que tenemos el espíritu orientado hacia la verdad, no tanto por virtud, como por un natural indolente, distraído o falto de imaginación, conocemos las amarguras de guerras encendidas, por verdades imprudentes que podíamos muy bien haber dejado dormir en la penumbra. Esto desde el punto de vista de egoísmo o conveniencia. Desde otro punto de vista, el de la piedad y altruismo, considero que la verdad, desencadenada en nuestra boca, puede producir heridas tan dolorosas, crueles e inútiles como las que producen fusiles y cañones en tiempo de guerra. Creo en suma, que si al conocimiento de la verdad debemos algunos instantes de exaltada satisfacción, es el de su perpetua ignorancia quien nos concede en cambio el feliz aprecio de nosotros mismos y la cordial consecuencia que de ello resulta: estar siempre de acuerdo con nuestra propia persona y con todas aquellas otras que acompañándonos en la vida nos la siembran de flores, porque también aprendieron a venerar, discreta y bondadosamente, dicha afable ignorancia.
Pág. 259... “¿Por qué no publica usted más versos?”
-Porque sólo he hecho en toda mi vida, a costa de mucho esfuerzo, dos o tres poesías que juzgo bastante mediocres. Yo creo que en el fondo de casi toda poesía lírica, hay un impudor de alma que se desnuda, y el impudor necesita gran pureza de forma, a fin de no exponerse a ser reprochable o a ser cómico.
Pág... “...el único objeto de la fe es la esperanza... La aparente irreligiosidad de la pobre señorita que escribió porque se fastidiaba, es una forma de religiosidad y nada me extrañaría que María Eugenia Alonso acabara en devota, ya que no en mística, y mucho menos en asceta. Su verdadera tragedia está expresada allí, en su sed de inmortalidad, si no en el sentido católico y judaico, en el otro en que ya le he hablado: el helénico y platónico. ¿Es por eso por lo que escribió y no por fastidio? ¿Por qué no escribió usted «hastío» que es más castellano y más enérgico?
-El título primitivo de mi novela era: Ifigenia, y como subtítulo: “Diario de una señorita que se aburre”. Antes de terminar el libro, se publicaron unos fragmentos encabezados tan sólo con el subtítulo. Debía anunciarse la aparición de los fragmentos, y para ello, antes de remitir mi manuscrito, di el título de viva voz para el anuncio. Publicaron por error: que “se fastidia” en lugar de que “se aburre”, y yo no corregí, en parte por inercia o acuerdo con lo va establecido, en parte también porque la substitución me advertía que si la palabra “fastidio” era menos precisa, resultaba en cambio más espontánea o natural dentro del léxico venezolano. La acepté pues como un venezolanismo, y corregí el libro de acuerdo con el nuevo título. No creía entonces que mi novela fuese más allá de Venezuela. Pero estoy muy de acuerdo con usted: en español de España, en castellano, la palabra “fastidio” que tiene otras acepciones no expresa de una manera precisa la idea del hastío. Muchísimo me complace el comprobar que prescindiendo de tantas otras, es ésta la única objeción que me hace usted, en cuanto a léxico ¡ésta misma que mi oído me advirtió muy a tiempo! Y digo mi oído, don Miguel, porque es en él donde la analogía, la sintaxis, la retórica, el diccionario de galicismos, y aun el de la Academia, han tejido al azar su caprichoso nido, sin colaboración ninguna de mi parte, tal cual las aves del cielo y como Dios les ha dado a entender. Desde allí promulgan leyes que yo no me esfuerzo en recopilar: y que un travieso espíritu tan propicio a las artes como rebelde a las ciencias me obliga de continuo a obedecer. Yo escucho atolondradamente sus locas insinuaciones, con ellas por todo bagaje me voy a escribir y me consuelo de tal pobreza pensando que esa agradable virtud la de humillar así la inteligencia, que su soberbia puede expiarse con terrible pena de pedantería, y es servidumbre caer bajo su dictadura, ya que nunca fue ella, sino nuestra madre la necesidad y nuestro buen hermano el uso, los autores de toda gracia y toda naturalidad...
... “Y ahora un consejo: no se preocupe de lo que digan, ni dejen de decir de su libro; recójase en sí; tire el espejo, Teresa...” -¡Recogerse en sí! No sabe qué de acuerdo estoy con ese paternal consejo, que me he dado a mí misma tantas veces, sin obtener como resultado sino la tristeza, el remordimiento y la humillación de no haberlo seguido nunca. Y si como usted tanto aprecio el recogimiento, no es porque el trato con mi propia persona me parezca especialmente interesante, sino porque es en la soledad del alma donde suelen visitarnos, con sus rostros más amables y sonrientes, las imágenes de nuestros semejantes. Allí entablan alegres y amenísimas tertulias en donde las palabras corren libremente, sin que las emponzoñe el deseo de brillar ni las cohíba el temor de resultar indiscretas. En cuanto al espejo, créame, el culto diario que le rindo por rutina y sin asomos de fe, está cruelmente castigado por aquella aridez espiritual de que hablan los místicos: ausencia de la divina gracia por tibieza en el fervor. Creo que el espejo, no solamente nos vacía o nos desdobla como usted bien dice, sino que nos multiplica además hasta lo infinito en partículas tan insignificantes, que las vamos perdiendo como alfileres, por salones, dancings y casinos, sin que nos sea posible volver a encontrarlas nunca. Prueba de mi poco fervor al espejo, don Miguel, es que muchas, muchas veces, mirando desfilar maniquíes en las exposiciones de las casas de moda, mientras mis pobres se entornan, agobiados por todas las zozobras de la indecisión y de los precios inabordables, sorprendo de pronto a mi espíritu, que furtivamente, sin más traje que sus dos alas de nostalgia, se ha ido volando, camino de aquella otra exposición que usted conoce muy bien: la que se extiende a orillas del Sena desde el Quai de la Tournelle, al Quai d'Orsay, la que bajo el cielo, la lluvia y el sol, abre a todos los ojos sus generosos cajones, la tan amable de aspectos como afable de precio: la exposición de libreros de lance ¡vieja amiga llena de regalos y de ricas sorpresas a quien siempre tengo presente y a quien nunca voy a ver!... No, yo no hubiera inventado el espejo. Si como Narciso me ahogo todos los días en su insípida atracción, no es por convencimiento, créalo; es por arraigada tontería, por obstinado espíritu de asociación, por inercia de hoja seca, que corre, salta y se destroza sobre la corriente con apariencia de inmenso regocijo; es, en una palabra, por esta cómoda mentalidad de carnero que nos conduce por la vida a hombres y a mujeres, en plácidos y apretadísimos rebaños. De todo lo cual deduzco que no debemos engreírnos ni despreciarnos demasiado por nuestras propias acciones, ya que como opinaba el buen abate Coignard: viles o nobles no son enteramente nuestras, las recibimos de todas las manos y casi nunca las merecemos.
Esperando que tendré el gusto de verlo pasado mañana, y que sabré entonces lo que piensa de esta última herejía lo saludo con todo mi cariño, y mi gran devoción.


Teresa de la Parra


miércoles, 26 de noviembre de 2008

Rincón público para llorar desnudos


En mi ciudad no hay trenes. Ni cielos con portaequipaje. Tampoco hay niñas que vuelen con sombrillas. Pero sí hay cuerpos que cuelgan en garfios y pájaros negros que les arrancan los pelos a picotazos. En mi ciudad hay animales con sed y esquinas con nombres que pocos conocen. Puertas de madera y edificios con vacíos. En mi ciudad hay baños para caballeros y baños para damas. Toallas en los hoteles y saleros en los restaurantes. Cajeros automáticos y timbres en las puertas. Pero en mi ciudad no hay rincones para llorar en público y desnudos. Un lugar donde uno meta una moneda y puede sentarse cómodamente a gimotear. Una máquina que después de introducir la moneda le dé al usuario, que está a punto de venirse en llanto, algunas servilletas para las lágrimas, para los mocos. No, no hay, ni siquiera un rinconcito; tan arrinconado como un confesionario, como una rockola vieja, como una letrina antigua.
No hay rincones para llorar en público y desnudos. No me porfíen, ya los he buscados en todos los letreros de las calles y siempre encuentro lo mismo: bancos, cines, bares, tiendas, librerías, casas de empeño, farmacias; pero nunca un letrero que diga: rincón para llorar desnudo (1 peso). Entonces a uno no le queda más remedio que irse a casa a desmigarse en un rincón del cuarto, en un acto privado de llanto y moco. De maldiciones y temores. Llorar solo, sin público, en silencio, calladito. Mordiendo la almohada, quedándose dormido después de deshacerse todo en lágrima suelta. Y volver a despertar en la madrugada con la luz del televisor encendido dándole a uno en la cara. Y pararse para ir al baño y cerciorarse de que uno es puro cuerpo, puro llanto, puro moco.

viernes, 14 de noviembre de 2008

El cerrajero de las palabras


Andrés Mujica era cerrajero de profesión y siempre le gustó jugar con las palabras, crear varias a partir de una, pronunciar en silencio sus sonidos, catarlos mientras los escuchaba y crearse un lenguaje propio, en el que él era el único interlocutor de su mundo. Consideraba que corazón es la palabra más bonita del diccionario y que corazón solitario es una fórmula poética muy linda, pero muy triste.
El cerrajero vivía solo con Aureliano su perro, y pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su taller. Le gustaba leer y hacer juegos de palabras; afición que practicaba desde que era niño, lo inventó cuando aprendió a escribir, empujado por la indiferencia de sus compañeros de clases, quienes lo excluyeron de sus juegos y complicidades al considerarlo un personaje raro y retardado. Sí, Andrés era el tonto del salón, el que tartamudeaba y pasaba en solitario sus horas de recreo.
            En casa, el pequeño rayaba las paredes con su nombre, modificando alternativamente cada letra, haciendo combinaciones entre ellas, convirtiendo las paredes en un crucigrama infinito. Al principio su madre no se perturbó, pero cuando las proyecciones espaciales del hijo aumentaron gradualmente, gracias a la adquisición de nuevo vocabulario, ella comenzó a preocuparse. El pediatra le dijo que si su hijo tenía una enfermedad, era una enfermedad creativa que podría llamársele el mal de las palabras o la enfermedad del crucigrama. Su madre no entendió muy bien la explicación del médico. Sin embargo, éste logró tranquilizarla cuando le aseguró que no era mal para morirse y que lo peor que podía pasar era que su hijo se dedicara a las letras.


Contra todo pronóstico Andrés no se dedicó a las letras, prefirió hacerse cerrajero, manteniendo como axioma de vida que las palabras son como las llaves, sólo hay que aprender a usar las adecuadas para abrir el corazón de los hombres.
La madre murió cuando el cerrajero había pasado la treintena. Sólo Andrés y Aureliano fueron a su entierro, el resto de quienes la conocieron ya la habían olvidado. En su lápida, Andrés se encargó de hacer una inscripción que sólo él podía entender y que se quedó mirando largo rato mientras llovía y las ranas saltaban entre los charcos de agua que se formaban en el cementerio.
El hombre regresó con su perro a casa y en su corazón llevaba inscripta una dolorosa palabra: muerte. Muerte era la única palabra con la que nunca se atrevió a jugar. Siempre le pareció una palabra pomposa, acartonada, fea, de mal gusto, amargada, oscura, sin gracia, la palabra más difícil de pronunciar. Esa noche se quedó dormido trazando y tachándola de la pared.
Es ocioso decir que Andrés Mujica nunca se casó. Ninguna mujer estuvo dispuesta a seguir las pretensiones amorosas de un hombre que reinventaba el lenguaje del amor. La mayoría de ellas se fastidiaban con el juego de combinaciones que Andrés hacía de las palabras afectuosas. Sus fórmulas de amor no funcionaban, ninguna mujer fue capaz de entender su enrevesado lenguaje y los niños lo llamaban el loco de las palabras. En su laberinto sin salida se quedó solo con  su propia reinvención del lenguaje.
            La comida favorita del cerrajero era la sopa de letras y los cereales en forma de letras. Pasaba largo rato componiendo y descomponiendo palabras en su taza de comida, al punto que a veces se olvidaba de comer. En sus cuadernos de anotaciones se dedicaba a hacer las más intrincadas combinaciones hasta llegar al paroxismo de hablar en voz alta en el lenguaje crucigramático que había inventado. En esto estaba cuando Doña Matilde, la mujer más rezandera del pueblo, se acercó a la cerrajería para pedirle que la ayudara a abrir la puerta de la que había perdido su llave. Al escucharlo, Doña Matilde aseguró que hablaba en lengua, en el dialecto de Dios. Estupefacta de devoción ante lo que ella creía era un milagro, se arrodilló a los pies del hombre de las palabras enrevesadas y las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras daba aleluyas porque Andrés Mujica, el cerrajero, había sido bendecido por la lengua divina. El comentario se regó como polvorín por todo el pueblo hasta extenderse por los lugares vecinos, desde donde comenzaron a llegar peregrinos, creyentes, ociosos y periodistas amarillistas. Pronto el consultorio psiquiátrico popular requirió a dos nuevos pacientes: Andrés Mujica y Doña Matilde.
La tarde en que Andrés recibió la citación casi policial del psiquiátrico, se arregló lo mejor posible y se comportó como pudo ante la avalancha de preguntas necias hechas por el psiquiatra. Que si cómo fue su infancia, que si tenía algún amigo, que si por qué no se había casado, que si se masturbaba todos los días, que si, que si. A todas estas indiscretas preguntas, Andrés respondía como un caballero, despejando cualquier duda sobre una posible locura agresiva, quedando registrado en su historia médica como un poeta loco, pero no peligroso. Al salir del consultorio, Andrés se topó con Doña Matilde, quien nuevamente se tiró al piso cuando lo vio, abriendo los brazos al cielo en señal de franca devoción. Andrés pudo salir. Doña Matilde quedó internada.
En las afueras de psiquiátrico lo esperaba una multitud de devotos, ociosos y curiosos. El cerrajero se había convertido, sin proponérselo, en el Santo hombre de las palabras. Algunas mujeres embarazadas lo buscaban para que les diera un nombre combinado para sus hijos. Otras personas querían que bendijera sus negocios; también aparecían mudos que confiaban que al oír las palabras del cerrajero podrían ellos pronunciar las suyas y los más devotos sólo querían escuchar la lengua divina. Andrés Mujica caminaba nervioso entre la gente, no comprendía el revuelo que estaba causando y tampoco entendió por qué la academia de la lengua lo había excomulgado del idioma oficial. De repente, y sin previo aviso, el extraño hombre de las palabras pasó de tonto a santo. Eran cambios muy bruscos para un hombre que tenía un lenguaje y un mundo propios y que no entendía los códigos de este mundo. Abrumado por las constantes visitas que quisieron convertir su taller en un santuario de peregrinación, sufrió un proceso de ensimismamiento que le enmudeció el habla. Su boca se cerró y no hubo ninguna llave capaz de abrirla. Su rostro se consumió de tal manera que parecía que se había quedado sin dientes. Los devotos se sintieron defraudados y dejaron de visitar el taller-santuario. Algunos pocos, los más fanáticos, se quedaron a escuchar su silencio, pero el silencio fue tan ensordecedor que abandonaron su empresa.
Pasaron los días, las lluvias y las sequías. Aureliano murió. Murió como los buenos viejos: dormido. El cerrajero volvió a abrir la boca, se la abrió la palabra muerte. Primero la madre, luego Aureliano, ahora sólo quedaba él. La muerte es la mayor de las censuras, es una palabra que cierra los ojos, la boca, la vida. Es la soledad de un tránsito que nadie sabe adónde nos lleva.
Andrés dejó de dormir pensando en la muerte. Se la imaginaba borracha y grosera, otras veces elegante, en más de una ocasión la pensó sordomuda, parada al frente de él, haciéndole señas para que la siguiera. El hombre volvió a sus juegos de niño, lo que en un principio fue motivado por la incomunicación con el mundo, ahora lo motivaba el miedo al tránsito hacia lo desconocido. Volvió a hacer crucigramas en las paredes, usando para ello sólo la palabra muerte. Le temía, le temía mucho a la pomposa, a la fúnebre, a la mala gente que fue capaz de llevarse a un perro tan bueno
Como Aureliano. Asustado diseñó una llave para cerrar su taller, para evitar que la innombrable pudiera pasar. Pobre Andrés, su desesperación lo llevó a subestimar a la mejor de todos los cerrajeros. No hay puerta que no pueda abrir, ni fosa que no pueda cavar. El día llegó, la muerte también. Andrés ya estaba muy viejo. No hubo necesidad de forzar la cerradura, la puerta estaba abierta. Al principio, él tuvo miedo, pero el rostro sereno de ese ser que no era hombre ni mujer, lo tranquilizó. Andrés comenzó a hablar en su lenguaje, pensando que soliloquiaba, pero para su sorpresa la muerte entabló con él un diálogo en ese extraño lenguaje crucigramático que el cerrajero había inventado. Se sintió muy dichoso porque por primera vez, alguien lo entendía. Pronto Andrés comprendió que la muerte conoce todos los idiomas, hasta los que no existen oficialmente y aquellos que han muerto en los labios de sus últimos hablantes. Era la primera vez que el hombre no se sentía tan solo e incomunicado. Y pudo aceptar tranquilo que la muerte es parte de la vida, que sólo somos pasajeros en tránsito en este mundo y que lo único que nos sobrevive son las palabras que siguen pronunciándose en otros.
Andrés estaba listo. Echó un vistazo a su alrededor y aliviado comprendió que no extrañaría nada, pues todo lo que amaba estaba en su corazón. Antes de irse pidió permiso para escribir una nota, era la primera vez que escribía con una sintaxis gramatical tradicional. En la nota pedía que lo enterraran junto a su madre. Se acostó en la cama, cerró los ojos y su última palabra fue una sonrisa.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Trópico imperfecto


El cielo se me amontonó esa tarde. Un cielo de nubarrones grises, opacos, desgraciados. Tú me decías que los días grises te gustaban porque eran fríos y sentías que estabas lejos de este trópico imperfecto. El gris es para día de muertos, te refutaba y tú seguías mirando por la ventana esa extensión de cielo desde donde se descargaban litros de lluvia. Yo quería arrancarte de esa ventana y mostrarte que estaba ahí, para ti, contigo. Quería pedirte que me tocaras, que no me dejaras sola. Pero te ibas más allá de esa lluvia y esa tarde malditamente opaca y te plantabas en ese país donde yo no existía y caminabas sus calles y recorrías tu vida con acento extranjero y nadie más que tú era el extraño en esa ciudad tan ajena.
Te tocaba los hombros, media con mis dedos la prolongación de tu espalda. Dejaba que los dedos te persiguieran por tu cabello y trataran de encontrarte y traerte hasta aquí, de vuelta conmigo. Pero te echabas a un lado, aferrándote más al afuera de esa ventana. Entonces el corazón se me hacía chiquitito de puro dolor y las lágrimas no empezaban a caer porque afuera ya llovía y no valía la pena desgastarse. Además, estaba acostumbrada a llorar por dentro, a hacerme agua adentro. Pez ahogado en el desierto de la noche. A veces, tú te volteabas para preguntarme qué me pasaba y nunca podía responderte con esa tristeza que cargaba encima.
Y seguías hablándome de cómo era allá, en el pasado, en donde yo no existía. Allá, tan lejos de este presente. Y hablabas con nostalgia y el ruido de los truenos y el estruendo del agua cayendo no te dejaban escuchar mis pasos que se iban, cruzando el afuera lluvioso, buscando el lugar donde no llovía.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Mujer frente al espejo


Las mujeres tenemos una relación especial con el espejo. Dentro de él creemos está nuestro alter ego, quien responderá todas nuestras preguntas y oirá nuestras confesiones. Una mujer sentada frente a un espejo es más sincera que hincada en un confesionario. Al espejo le contará todo, le dirá abiertamente que no le gustan sus tetas y que su trasero está muy caído y qué lástima haber heredado esa nariz del padre. Le dirá que muchas veces no es feliz. Únicamente el espejo podrá entenderla y le devolverá la tristeza en su mirada.
Al pasar el tiempo, su relación con el espejo dejará de ser tan íntima. La flacidez y los kilos demás la inhibirán de mirarse desnuda frente a él. El espejo comenzará a ser ese amante con la luz apagada. El cuerpo de ella sufrirá de pudor y el espejo seguirá siendo tan sincero como siempre. No le negara que está engordando y envejeciendo y que ya no le dirán muchacha sino señora. Y que los más jóvenes, le dirán vieja. Es ahí cuando el espejo se convierte en enemigo y la mujer lo romperá a pedazos o le cubrirá la mirada con pedazos de trapos y olvido.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Muchacha

Esa mujer no sabe que la pienso. Esa muchacha sin pelo, con la juventud arrancada de un trancazo. Duro, insolente, despiadado. Esa muchacha que estaba ahí sentada, esperando su turno. Sentada junto al resto de mujeres; grandes, ya viejas, ya sin pelo, úteros enfermos. Y ella como otro cuerpo enfermo.
No sé fijaba que yo la miraba, toda yo estaba escondida detrás de esos lentes negros. Y era casi mediodía y las otras mujeres iban pasando y ella esperaba ahí sentada, con el cuerpo enfermo encima, con dos ojos que ya no miraban nada. Sentada ahí, seno joven que de pronto se marchita, que se desprende, que se aleja, que quiere ser ausencia. Y tú ahí, muchacha, con todo ese dolor encima, con la punta de la lágrima que cae al piso pero que no revienta, que sigue siendo lágrima y se desliza por el piso, recorriendo los pasillos, detrás de los zapatos blancos, de las camillas. Haciéndose agua, nada, olvido.
Muchacha, yéndote al escuchar tu turno, con esos pasos lentos, tan poco vitales. Muchacha con la vida pudriéndosete encima como un vestido viejo, que se rompe, que se deshilacha. Yéndote, muchacha, arrastrando contigo los pedazos de belleza que aún te cuelgan. Y yo quedándome sola, con dos senos, con pelo, con un útero en buen estado. Sola, con restos de recuerdos.

Carolina Lozada©

jueves, 6 de noviembre de 2008

Mantequilla untada


Suavemente, como quien teme hacer ruido, la mantequilla se desliza por la hogaza de pan. El olor del café invade la cocina y el viento matutino golpea los ganchos de la ropa tendida y aún mojada. La mano que unta la mantequilla es pequeña y de uñas largas. Los calcetines son oscuros. Las manos que calzan los calcetines son grandes, gruesas, manos de hombre fuerte. El hombre sacude los zapatos y sale a la cocina. El desayuno está servido. La mujer que sirve el desayuno está vestida con bata de baño, tiene el cabello mojado y despeinado. No se dan los buenos días, apenas se percatan de la presencia del otro. El hombre pregunta si ha untado el pan con mantequilla o con margarina. Mantequilla, sabes que odio la margarina, responde la mujer de mala gana. No hubo más palabras, desayunaron en una mesa servida con café, pan, mantequilla y queso. Apenas se oyen los ruidos engullentes. Crocante el pan, aspirado el café.

La radio transmite las noticias de la BBC, un nuevo ataque suicida en Bagdad, un grupo armado libanés secuestra a unos soldados israelitas, Bush hablando de la libertad. Ambos oyen las noticias sin inmutarse. Siguen los ruidos guturales de la alimentación. Crocante el pan, aspirado el café.

El hombre termina su desayuno. En sus bigotes quedan suspendidas migajas de pan. Se levanta, deja el plato en la mesa y sale a trabajar. La mujer se queda tomando el café. Contempla el plato del marido. Ve los bordes de pan tostado, los que él no comió, los que siempre deja en el plato, su manía alimenticia diaria. Un borde de pan sobre otro formando una torre de pan tostado. Maníaco de mierda, dice. Se levanta, agarra el plato y echa las sobras del desayuno en el basurero. Pequeñas cucarachas merodean las sobras del día anterior. La mujer guarda la leche, el queso, y el pan, olvidando la mantequilla que queda solitaria y a la intemperie sobre la mesa.

Ella se seca el cabello, se viste y pinta sus labios. Sale. La casa queda acompañada por las voces de la radio. Continúa la tensión entre Líbano e Israel. De la mujer sólo queda su perfume esparcido por el apartamento.

Un ratón se asoma desde su guarida, mueve sus bigotes e inspecciona el área. Las cucarachas dejan de merodear la basura para subir hasta la mesa. Sus patitas caminan por la amarilla y suave superficie de la mantequilla. El ratón prefiere la despensa en la que hay paquetes de galletas mal cerradas. La BBC anuncia el secuestro de unos reporteros en Irak. Las cucarachas siguen empeñadas en la mantequilla. Un mosquito sobrevuela todo el apartamento con su melodía a cuestas y en el balcón las palomas llegan sin previo aviso.

Mediodía, hora de almuerzo. No hay presencia humana, tampoco a la hora de la merienda. 6:30 perecen cinco soldados norteamericanos en suelo iraquí, anuncia la BBC justo en el momento en que el hombre abre la puerta. El hombre trae margarina. En forma retadora pone el envase sobre la mesa, al lado de la mantequilla que dejaron las cucarachas. El ratón se asoma desde la despensa. En la radio suena ciudad de locos corazones.

El hombre recorre el apartamento y se cerciora de que la mujer no ha llegado. A esa hora ella está pasada de tragos con su amante, flotando sus adúlteras piernas sobre el cuerpo del mancebo dentro de las sábanas de algún hotel. Una hora después llega a casa, no tiene necesidad de dar explicaciones, ellos se entienden en silencio. Se desarregla y va a la cocina. El ratón y las cucarachas se esconden ante la luz delatora. Ella ve el envase de margarina, lee la etiqueta: margarina con sal. Maldice. El hombre está atento a su reacción y se ríe cuando la oye proferir la imprecación. La mujer guarda el envase en la despensa y limpia los restos de mantequilla derramados sobre la mesa. Apaga la luz, el televisor, la radio. No hay cena esa noche, tampoco las buenas noches. Se dan la espalda hasta mañana.

Al otro día ella se levanta, se baña, pone a hervir agua para el café. Él se pone los calcetines, ella unta la mantequilla sobre el pan tostado. Se fija que el pequeño cadáver de una cucaracha quedó atrapado en la suavidad amarilla de la mantequilla. La mujer lo ve y no se inmuta, al contrario, sonríe maliciosamente y desparrama el cuerpo del insecto muerto sobre la lonja de pan que le servirá al marido. Esparce minuciosamente la mezcla sobre el pan hasta dejar sólo una pasta amarilla con diminutos puntos negros.

¿Qué le pusiste a la mantequilla?, ¿qué son estos puntos negros?

Pimienta.

El hombre come y al ver que ella no se lleva un bocado a la boca le pregunta

¿no piensas desayunar?

No. No tengo hambre, sólo tomaré café.

La mujer sonríe al ver cómo el hombre se lleva a la boca el pan tostado con la mantequilla untada. La BBC anuncia la guerra en el Líbano.

Carolina Lozada

Ilustración: Nighthawks, de Edward Hooper

martes, 4 de noviembre de 2008

Cuadernos cineastas venezolanos: Luis Armando Roche


El domingo 09 de noviembre será presentado, en el marco de la FILVEN 2008, el libro sobre la obra cinematográfica de Luis Armando Roche, escrito desde este tejado por esta inquilina por encargo de la Fundación Cinemateca Nacional. Luis Armando Roche es un cineasta con una búsqueda interesante y poseedor de un don de gente, sabroso. Realizador de la primera road movie venezolana: "El cine soy yo" (1977); película que contó con la participación de la actriz francesa de la época de Godard: Juliet Berto. Roche también cuenta en su haber con un documental sobre Carlos Cruz Diez, hecho en el taller del artista plástico en Francia, a principios de los setenta. Si alguien quiere saber sobre el proceso de las famosas fisicromías de Cruz Diez, debe ver este trabajo: "Carlos Cruz Diez en la búsqueda del color".
Si andan por Caracas, están invitados.

domingo, 2 de noviembre de 2008

La carta




Querido hijo:

Cuando leas esta carta ya estarás lejos. Se la encargué a tu tío para que te la entregue cuando lleguen a América y estén a salvo de esta locura nazi que hoy nos separa. Sé que será difícil entender, pero sólo uno de nosotros podía viajar, y tu madre y yo apostamos por ti, porque eres lo que más amamos en esta vida.

Se nos advirtió que la invasión nazi está cada vez más cerca, por eso decidimos reunir nuestro dinero para tu viaje. Obedece a tu tío, él te llevará hasta Buenos Aires, allá los estarán esperando unos primos que les darán posada, luego ustedes comenzarán a resolver. Al principio, tal vez, sea duro, pero tendrán la vida por aliada, el resto queda de parte de ustedes.

Tu madre te envía bendiciones. Yo me quedo con ella, te prometo que la cuidaré. Tú cuídate y obedece a tu tío, la vida se encargará del resto.

Te amamos

Mamá y papá

P.D. En la bolsa blanca llevas unas galletas que tu madre preparó, son para el viaje.

Esta fue la carta de despedida que le escribieron mis abuelos a mi padre antes de enviarlo con su tío fuera de Varsovia, en ese septiembre que venía con olor a pólvora en sus pisadas. Mi padre la tenía guardada en una gaveta, dentro de un álbum de fotografías. Una noche me pidió que se la leyera. La noche cuando se estaba despidiendo de la vida.

Mi padre murió esa noche. Fue una muerte breve, sin sufrimiento; como una flor que se marchita y se desprende de su tallo. Alguien que se va en silencio sin molestar a nadie. Amaneció muerto, el viaje lo hizo en la madrugada, como cuando escapó de Varsovia. Los últimos días los pasó en su habitación, pidiendo, de vez en cuando, que lo asomara a la ventana. Le gustaba ver el mundo desde su ventana.

Horas antes de morir leí la carta. Él se encargaba de repetirla palabra por palabra porque se la sabía de memoria. Cada palabra, cada expresión pronunciada con un acento personal, con una voz que lo trasladaba a la casa materna, a la Polonia de mis raíces. La carta reproducida en el tiempo, tantos años y kilómetros de distancia

Querido hijo:

Cuando leas esta carta ya estarás lejos. Se la encargué a tu tío para que te la entregue cuando lleguen a América y estén a salvo de esta locura nazi que hoy nos separa. Sé que será difícil entender, pero sólo uno de nosotros podía viajar, y tu madre y yo apostamos por ti, porque eres lo que más amamos en esta vida

Mis palabras fusionadas con las de mi padre y mi abuelo. Tres generaciones leyendo una carta escrita en polaco. Una carta que le apostaba a la vida y escapaba de la muerte

Al principio, tal vez, sea duro, pero tendrán la vida por aliada, el resto queda de parte de ustedes.

La bolsa de galletas metida dentro de la posdata, como una encomienda de última hora. Unas galletas en forma de estrellas y corazones. Mi padre decía que tenían almendras y avellanas y que mi abuela siempre las preparaba junto al té de las tardes. Las galletas no fueron suficientes para el viaje. Entre él y el tío se las comieron antes de llegar a América. También me contó que pasaron mucha hambre porque el dinero sólo alcanzó para el boleto de partida. El tío robó joyas a su jefe, el dueño de la orfebrería, para poder pagar su viaje. Los bienes del orfebre judío fueron confiscados junto al resto de los bienes de todos los judíos de Varsovia, que de eso se enteraron después, porque al principio, todo era confusión. A los habitantes judíos de Varsovia los embarcaban en trenes, pero los pasajeros no sabían a donde los llevaban tan funestos vagones. Sólo tiempo después el mundo se enteraría de Auschwitz.

Tu madre te envía bendiciones. Yo me quedo con ella, te prometo que la cuidaré. Tú cuídate y obedece a tu tío, la vida se encargará del resto.

Te amamos

Mamá y papá

Mi padre y yo repitiendo al unísono el final de la carta

Tu madre te envía bendiciones. Yo me quedo con ella, te prometo que la cuidaré. Tú cuídate y obedece a tu tío, la vida se encargará del resto.

Te amamos

Mamá y papá

Repitiéndola tantas veces hasta que se nos secó la garganta y los ojos de mi padre comenzaron a humedecerse, ahogados en los recuerdos. Las palabras y los deseos de sus padres abriendo los goznes de una casa vieja y vacía, volando sobre los tejados de Varsovia, reproduciéndose en nuestras voces, escapando de nuestros labios, recorriendo el apartamento como las memorias que viajan desde los tiempos pasados.

Tomó mis manos y detuvo su mirada en la mía, así permanecimos un rato. Sin hablar, sin decir nada, grabando ese instante en nuestras memorias, guardándolo como un recuerdo. Me pidió una sonrisa, pero yo estaba llorando, me sentía triste. Logró hacerme reír, apretándome la punta de mi nariz como cuando era una niña

- Tengo la última sonrisa de mi padre grabada en la memoria

- ¿Cómo era?

- Fresca y pequeña

- ¿Dulce?

-

- Ahora tengo la tuya

- Y yo la tuya

- Viste, la podemos reproducir en nuestra cabeza. Como en el cine

Mi padre y sus versiones fílmicas de la vida. Para él la vida es una película que se graba diariamente. Una película con tomas memorables, también escenas muy aburridas, algunas tristes, otras alegres. Decía que sólo bastaba tener un ojo observador y cuidadoso para detener las mejores escenas, como esa, la de la sonrisa de su padre al despedirle. Con una sonrisa le di las buenas noches, él me devolvió la suya, la última porque esa noche murió.

Dicen que cuando morimos desandamos por nuestros caminos, que hacemos un viaje por el mundo de los vivos antes de irnos. También se dice que algunas personas, recién fallecidas, se despiden de los suyos. La noche en que murió mi padre no sentí ningún evento fuera de lo normal, más allá de la ventana abierta con su cortina meciéndose con el viento.

Tal vez mi padre también haya viajado a Varsovia antes de morir. Quizás volvió a la casa de mis abuelos para recordar su vida antes de los nazis. Imagino a mi padre caminando en silencio sobre las calles de Varsovia, refugiado por las luces de los faroles nocturnos. Llegando a la casa de su infancia, parado al frente de ella. La casa, en un principio, oscura y vacía, se iluminaría y poblaría a su llegada. Mi padre abriendo los goznes de la reja y entrando con pasos prudentes pero también curiosos. Observando como era todo antes de su partida. El árbol en la entrada, las flores en el balcón, una bicicleta pequeña recostada en la pared, cerca de la puerta. La casa está habitada. Un niño como de siete años asomado a la ventana, es el único que lo ve llegar. Mi padre parado frente al niño de la ventana, separados sólo por el cristal y los años y la guerra y el exilio. Un niño con el rostro rociado de pecas, un mechón de cabello despeinado, los ojos verdes y grandes como los del hombre que acaba de llegar. Mi padre frente a él mismo tantos años después. Después de la guerra, después del exilio, después de la muerte. El niño con un auto de juguete en sus manos, olvidándolo cuando vio llegar al hombre, al viejo. Con la memoria fotográfica de mi padre, él detendría la mirada en la expresión de asombro y temor del pequeño de siete años. Y la mirada de él, hombre viejo, ante el reconocimiento de sí mismo en el pasado. Él posando su mano sobre el picaporte, sin necesidad de abrir la puerta porque ya estaba abierta, sólo se necesitaba empujar levemente y abrirse paso. El niño que sale corriendo a esconderse ante la repentina visita del viejo, dejando olvidado en su escape el auto con el que jugaba. El viejo parado en la sala viendo la radio que estaba en un rincón, al lado de otros objetos. Los pasos de mi padre no se sienten, es como si sus pasos fuesen etéreos. Un olor a dulce sale desde la cocina. Él se para en la entrada y ve como la madre prepara las galletas, extendiendo la masa, cortando con un molde en forma de corazón las galletas que irán al horno. El hombre se arrincona al lado de la despensa, como un ratón a olisquear el dulce aroma mientras ve como la madre extiende la masa, corta las galletas, las mete en el horno y saca las que ya están listas, guardándolas en un recipiente transparente, poniéndolas en la vitrina donde él no las puede alcanzar porque es muy bajito, sólo tiene siete años.

El viejo que vuelve a su pasado, sale de la cocina y llega hasta la habitación donde está el padre sentado en su escritorio, leyendo un libro. El viejo se para al frente del hombre que lee. Lo observa. El lector no se percata de su presencia, está muy ensimismado en su lectura. El visitante lo mira y se da cuenta que está mucho más viejo que su padre. El padre y la madre que no tuvieron tiempo de envejecer.

Ya es muy tarde, es hora de marcharse. Las despedidas no pueden ser muy largas porque a uno le dan ganas de quedarse. Ahora hay que ir por el muchacho, él debe entender que hay que irse.

La habitación está en el segundo piso junto al cuarto de los papás, para poder entrar hay que tener cuidado para no tropezar con los juguetes que el niño deja regados. Un soldadito de plomo, un hombre de goma que se estira y estira, algún taco para armar. El niño acostado en la cama, sin poder dormir porque tiene miedo. Con la almohada cubriéndose el rostro, asomándose furtivamente para fisgonear al viejo que entra en la habitación. No hay que tener miedo. El viejo se acerca a la cama y le ofrece una sonrisa, el niño lo mira con desconfianza, se niega a reconocerlo. El viejo mete la mano en su bolsillo, saca el juguete que el pequeño dejó en la sala. Se lo entrega y el niño sonríe

− Vamos, ya es hora.

El viejo que le ofrece la mano al niño, el niño que lo mira con sus ojos grandes y verdes. Los dos que se reconocen, una sonrisa en medio del silencio nocturno. El niño que acepta la mano del viejo. Los dos que se van con la noche. El auto de juguete que permanece sobre la cama, la ventana que se queda abierta con el viento colándose entre sus cortinas. La casa que vuelve a quedar a oscuras y vacía.

Carolina Lozada

Ilustración: Lewis Hine