lunes, 29 de septiembre de 2008

Natalia II


Abuela, la vergüenza que le hice pasar el día de mi primera comunión, pero usted también tuvo su cuota de culpa, cómo se le ocurrió someterme a un ayuno previo al día de mi primera eucaristía. Yo me desmayé por el hambre que tenía y el calor y tanta gente en la iglesia me sofocaron y caí antes de comulgar. Y para mayor vergüenza, el automóvil de mi padre se dañó cuando íbamos a la iglesia, así que tuvimos que bajar y caminar, cruzar las calles del mercado popular con mis zapatos blancos y el borde del vestido manchado por el agua que botaban los camiones de vegetales. Usted se moría de rabia y vergüenza y caminábamos apurados porque se hacía tarde. Era mucho esfuerzo para una niña que llevaba un día de ayuno y fue así como me desmayé en medio de los cantos, justo antes de recibir el cuerpo de Cristo. Y las viejas que me veían caer, pálida y muerta de hambre en el piso, decían que no necesitaba comunión sino exorcismo. Y yo ahí, en mitad de la iglesia, tirada en el piso, rodeada de santos y vitrales hasta que alguien me levantó y me llevaron a casa y me dieron comida, porque lo que yo tenía era hambre y no un demonio dentro del cuerpo. Y comí, comí como un demonio, pero usted no me habló en todo el día. Se quejaba de mi falta de fortaleza, me contrastaba con Cristo que estuvo muchos días en el desierto, se enfrentó al mal, fue tentado por el demonio y sobrevivió, pero yo no pude resistir un día de ayuno, y peor aún, con el vestido blanco, incólume, ahora manchado. Manchado antes de comulgar, manchado como la pantaleta antes de casarme. Impura, mancillada, deshonrada.

La abuela habló con el sacerdote, le pidió disculpas y le sugirió que me volviera a confesar. No hubo necesidad de confesión, el cura hizo una excepción conmigo. Mi primera comunión se llevaría a cabo al domingo siguiente dentro del ritual tradicional de la misa. Para la fecha prevista, la iglesia estaba abarrotada, todos estaban a la expectativa de lo que pudiera suceder. Yo entré nuevamente con mi vestido de novia adolescente, lavado, limpio y perfumado. Recorrí el pasillo principal sintiendo los ojos de los presentes sobre mis pasos. Yo mirando al frente, al altar, donde me esperaba el cura con una hostia bendecida. Caminaba lentamente y oía los murmullos de la gente, muchos seguían creyendo que estaba poseída por algún demonio que no resiste la eucaristía. Me detuve frente al sacerdote y éste anunció
- Corpus Christi
un silencio sostenido quedó regado por toda la iglesia
- Amén
abrí la boca, cerré los ojos y recibí el cuerpo de Cristo. Los feligreses respiraron aliviados y mi abuela estaba orgullosa de mi comportamiento hasta que en casa le dije que el cuerpo de Cristo sabe a oblea pero sin leche condensada. Se volvió a molestar, dijo que mi falta de respeto a lo sagrado se debía a mi sangre pagana y paterna.


Carolina Lozada

viernes, 26 de septiembre de 2008

Caracas, un día




Adentro, posiblemente, el sonido de un detonador, luego y también posiblemente, un sonido explosivo de muerte. Tal vez un solo cuerpo muerto, tal vez, no lo sabemos, Adriano González León nos permite esa intromisión como lectores; imaginarnos cómo se le revienta la vida a Andrés Barazarte “mal nieto, mal biznieto, cobarde, botarate e irresponsable según aparece en todas sus actuaciones respectivas”. Adentro, el sonido de la detonación y de la muerte, tal vez el minúsculo y apagado sonido de las últimas palabras. Afuera, los sonidos estridentes de la calle, la ropa en los tendederos de los edificios asomadas en los ventanales como cuerpos secándose sin vida. Los bocinazos, los anuncios de las Academias Hispanoamericanas, las muchachas paseando por las aceras, deteniéndose en las vidrieras de vestidos y pantaletas con descuentos. Afuera, Caracas, los muchos pisos del Parque Central, Sabana Grande extendida en un boulevard, la presencia fálica de El Silencio, una plaza llamada Venezuela. Caracas, laberinto de voces y direcciones desencontradas. Ciudad del crimen y de los fluxes muertos junto al hombre colombiano “El sastre no había podido correr. Estaba arriba, en la esquina, con la cabeza sangrante sobre la acera y los dos fluxes tirados a un lado, como dos muertos más” (González León, 1980, 40). Ciudad desconfiada, hedionda a meaos, a gasolina, a bomba lacrimógena. Una ciudad de cauces y aguas sucias, con tendederos de alambre para la ropa asomados en los ventanales de edificios descascarados. Caracas arrumada entre edificios modernos y ranchos con techos de zinc, pensiones administradas por gallegas malhumoradas, escondrijos con olores a caldo y a mediodía. Caracas con los cuerpos muertos de Delia y Andrés.
Carolina Lozada
Notas sobre País portátil (1980). Barcelona: Seix Barral

miércoles, 24 de septiembre de 2008

La mendiga



Echarse en el piso, al lado del frío y debajo de la noche. Mirar a los transeúntes, a los automóviles de ventanas cerradas. Mirarse las uñas de los pies, largas sucias. Mirarse los pies, sucios hediondos. Mirarte en la vidriera de la tienda. Vieja fea. Hablar sola. Inspirar lástima, recibir asco. Pedir una moneda. Esconderte en los rincones. Tocarte el sexo, comprender que no eres hombre, que no eres mujer, que no eres persona.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Natalia I


Le dije que no estaba en la ciudad, que no estaba en ninguna parte, que quizás estuviera dentro de mí misma, tal vez. Colgó el teléfono y no volvió a llamar. Yo continué mirando por la ventana, sentada en esa silla verde, acolchonada, un poco vieja. Veía el pedazo de cielo que me permitía el ángulo de la ventana. Un tradicional cielo de degradaciones azules y grises cruzado por los cables del tendido eléctrico en los que cuelgan pequeños papagayos de vuelos frustrados. Alternativamente leía las páginas de un libro que habla de un hombre que está a punto de cumplir cuarenta años. Un hombre sin camisa, yendo y viniendo dentro de una pequeña habitación en una tarde sin tabaco. Sintiendo el mal olor de sus axilas y una sensación hueca en el alma como quien entra a un pozo oscuro, caliente, asfixiante.

El libro, el pozo, la ventana, el cielo, mi cuerpo echado en una silla, Fernando que no volvió a llamar porque soy una grosera, una mal educada que aparece y desaparece, que responde o no las llamadas, todo dependiendo de mi estado de ánimo, de mis ganas o no de hablar, de mi aislamiento propio y voluntario. El personaje de la novela a punto de cumplir cuarenta años y yo, mujer visitada por los recuerdos y las voces de los muertos.

Afuera están los autos, los transeúntes, los parques, las miradas, las iglesias, las escuelas, los huecos en el pavimento, las señales de tránsito, las canciones de moda, los ruidos del día. Afuera está el mundo, la vida dicen. Las piernas, los corazones, las sonrisas. Mi mundo está adentro, escondido tras ese balcón, refugiado detrás de los inútiles barbitúricos, de las botellas de ginebra, del espejo roto de un puñetazo, de la mano rota por un puñetazo al espejo.

Cierro la ventana para que los ruidos callejeros no interrumpan mi ensimismamiento. Me quedo adentro, detrás de esas cortinas sucias que siempre olvido lavar. Soy yo, mujer que prefiere sumergirse en el olor de sus recuerdos. Al igual que el hombre del libro no tengo tabaco, pero no me hace falta, hace tiempo abandoné ese vicio tonto, aburrido y asesino. Lo dejé cuando vi morir a mi padre y al pedazo de su pulmón que, a duras penas, le permitía respirar. De eso hace bastantes años, los suficientes para envejecer un poco más. Ahora el humo del cigarrillo es una remembranza que se desliza entre el resto de los recuerdos como el de mi madre colando el café, endulzado con papelón hecho a base de la caña de azúcar. Cierro los ojos y me relajo al recordar el olor a papelón que generosamente se esparcía por la cocina cuando mi madre ponía a derretir la panela en una olla de agua hirviendo. Su olor era dulce, tierno, aroma a infancia, a tarde de juegos, a café con galletas. Mi madre prefería usar esa oscura miel sustituyendo el azúcar al que consideraba muy nocivo para la salud. Ella quejándose de las consecuencias malignas del azúcar y yo recordándome una tarde en un trapiche, acostada sobre los bagazos de la caña con el cuerpo largo y delgado de Marcos sobre mi cuerpo y sus manos metidas debajo de mi falda, sacando desesperado mi pantaleta, acariciando mis muslos, apretando mis nalgas, y yo cerrando y abriendo mis ojos según la intensidad de las caricias, de la dureza de sus embestidas.

Mis senos erectos rozando la planicie de su pecho. Arriba, un techo sostenido por listones de madera podrida, ulcerada por las polillas. Al lado, el trapiche y mis manos intermitentes entre los cortos cabellos de Marcos y la extraña suavidad de los bagazos.

Mis recuerdos están impregnados de olores. Creo que las horas, los lugares, los días tienen sus propios aromas. Esa tarde del trapiche huele a almíbar. Marcos besando mis senos, cerrando los ojos al saborear su dulzura, mientras los cañaverales, únicos testigos de nuestro encuentro, eran empujados por el viento. Su boca deslizándose hasta mi sexo pálido, lampiño, recién afeitado. Nuestros gemidos silenciados por el ruido de la molienda de la caña, el brote de mi sangre contenido por los bagazos y los gemidos ahogados de nuestro orgasmo reventando contra las hojas de los árboles y la reverberación del sol de las cuatro de la tarde.


Carolina Lozada

Ilustración: “11 A.M.”, Edward Hopper

jueves, 18 de septiembre de 2008

El hoyo


Cavar un hoyo en la tierra. Con una pala cavar un hoyo en la tierra. Un palazo, dos, tres palazos; tantos como hagan falta para que dentro de ese hoyo quepa un muerto. Meter el muerto, echarle tierra encima; tanta tierra como haga falta para cubrir el rostro inexpresivo y el cuerpo rígido del cadáver. Ponerle una cruz encima, ponerla sobre la tierra recién removida. Tierra fresca para la muerte. Orar y desear que el muerto descanse en paz; luego alejarse del cementerio porque los cementerios son para los muertos. Después del ritual, el muerto se convierte en memoria.

martes, 16 de septiembre de 2008

La moneda



Una moneda se cae de la mano de una viejita que va a comprar flores para su difunto marido. Ella intenta atraparla, pero la moneda se escabulle de sus manos y pasa frente a las narices de un perro que está sentando junto a su adormecido dueño. El perro la persigue, pero la moneda se deja arrastrar por la corriente de agua en la orilla de la calle. El perro se devuelve, su dueño sigue dormido. La moneda recorre las calles sin detenerse ante las luces de los semáforos. Cuando va perdiendo velocidad es pateada por los descuidados pies de un borracho. Un niño que compra helado la ve pasar y al intentar agarrarla se le cae el helado. El niño llora. La moneda continúa su recorrido, llega a la entrada del cementerio. Un hombre la recoge y al ver que es de baja cuantía la vuelve a tirar. La moneda rueda hasta los pies de una tumba decrépita. Un niño vendedor de flores que va pasando frente a la sepultura recoge la moneda, sonríe, mira la tumba y le pone una flor. Una viejita que viene a visitar a su marido ve el gesto del niño y le sonríe agradecida.


Carolina Lozada. Memorias de azotea

martes, 9 de septiembre de 2008

Cocina vieja


La mano larga y huesuda de la mujer pone a hervir agua en la pequeña y destartalada olla de aluminio. El marido golpea la máquina de afeitar contra el lavamanos dejando rastros de su barba encanecida. El ruido de los automóviles se introduce por las ventanas y las rejas del balcón. No hay niños en el apartamento, sólo paredes con la pintura gastada y un piso con el rostro opaco. El clóset desnudo de ropa masculina, las maletas esperando al hombre en la sala. La mujer mirando por la ventana de la cocina. El hotel New Jersey, el restaurante chino, la carnicería del portugués; todos los edificios se ven más deteriorados desde la mirada de la mujer. Ya no se oye el golpear de la máquina de afeitar contra el lavado. El agua ha comenzado a hervir. La mujer no se fija, sigue distraída en sus pensamientos y recuerdos.

La pareja vive junta desde hace quince años. Se conocen tan bien que ya no hay sorpresas entre los dos. El amor se les perdió un día entre las gavetas de la ropa sucia y nunca pudieron encontrarlo de nuevo.

Desde hace quince años la mujer oye los suaves golpes contra el lavamanos. Siempre ha sido así, su marido se afeita un día por medio. Al principio, cuando estaban enamorados, ella le ayudaba a afeitarse mientras él la tomaba por las caderas y sus manos jugueteaban con su cuerpo ansioso de caricias. Ahora su cuerpo no está tan firme como entonces y hay grasa acumulada en la cintura. El hombre ha perdido cabello y un poco el buen humor.

Se oye abrir la puerta del baño. El agua hierve. Otro cigarrillo es encendido en la hornilla de la cocina que está tan vieja, tan deteriorada, con una de las hornillas inservibles. La mujer aspira y tose, tiene una tos seca de fumadora. Pasan unos minutos, el cigarrillo se consume, la mujer se abraza a sí misma. El viento callejero trae los gritos de un motorizado que casi fue arrollado por un auto. El agua sigue hirviendo. Se abre la puerta de la habitación, seguida por los pasos masculinos. El hombre se para en la puerta de la cocina, mira a la mujer que continúa de espaldas a su rostro, la mujer con la mirada perdida en la ventana y la ventana perdida en la ciudad. Ella no voltea. Se muerde el labio inferior mientras siente un extraño dolor en el corazón. El hombre intenta abrir la boca, pero prefiere callar. Toma las maletas, abre la puerta y llama al ascensor.

El agua se ha evaporado por completo en la olla de aluminio que comienza a quemarse. En el baño queda suspendido el olor de la espuma de afeitar, el cuarto huele a talco para los pies y la cocina a olla quemada. Son las nueve de la mañana, la mujer pone, nuevamente, a hervir agua para el café.


Carolina Lozada. De: Historias de mujeres y ciudades. Caracas: Casa Nacional de las Letras Andrés Bello, 2007

sábado, 6 de septiembre de 2008

Historias vecinas



Acto I:
Un hombre camina por la calle, salió a respirar un poco de aire, luego de estar resolviendo problemas matemáticos durante toda la tarde. Hace frío y el comercio está cerrando sus puertas. Se detiene al frente de una tienda de antigüedades y ve una cajita de música con una bailarina girando en el centro, inmediatamente piensa en su madre. Su madre alta y esbelta, frustrada bailarina. Entra al lugar y compra la vieja caja de música, le da cuerda y mientras ve el monótono movimiento de la bailarina, recuerda la alegría y vitalidad de su madre antes que la locura hiciera estragos en ella y la llevara al suicidio. El hombre siente un escalofrío y sale de la tienda.

Acto II:
Una mujer llega a su departamento, luego de trabajar todo el día, abre la nevera y no encuentra más que el vacío de las bolsas desordenadas. Sale a buscar una pizza y unas cervezas. En su recorrido pasa al lado de un hombre que está parado afuera de un bazar de antigüedades. Entra a la pizzería que está al frente y ordena una pizza con mucho queso y aceitunas, se sienta a esperar su pedido y desde la ventana observa al hombre en la tienda darle cuerda a la cajita de música. La algarabía de unos comensales eufóricos por el triunfo de su equipo de fútbol le distraen la mirada. Y cuando vuelve la vista a la tienda, ya el hombre ha salido.

Acto III:
Una vieja miserable sentada en la acera pide limosna a todo aquel que pase a su lado. Bendice a los que le dan una moneda y maldice a aquellos que pasan con indiferencia. Un hombre se le acerca, la mira, sin lástima, sin interés, sin piedad, y saca del bolsillo de su gabán una gastada caja de música, se la entrega a la vieja que lo mira extrañada. Sobre sus manos toscas y maltratadas, la bailarina comienza a girar pausadamente. La anciana sonríe ante la elegante pose de la muñequita.

Acto IV:
El servicio de la mesa ocho está listo, dice el cajero. Un joven con sonrisa Mac Donalds se acerca a la mesa donde está la mujer esperando su pedido, la mujer paga y sale a la calle. Llega al edificio, llama al reumático ascensor y este como siempre no funciona, maldice y sube las escaleras, abre apresuradamente la puerta, pues el teléfono está reventándose. No llega a tiempo para responder, sólo puede oír el mensaje dejado en la contestadora: Hola amor, quiero verte, necesitamos hablar. Prometo no volver a golpearte. Estoy abajo del edificio, asómate al balcón. Descuelga el teléfono, abre la caja de la pizza y la lata de cerveza, algunas aceitunas ruedan por el piso mientras la mujer camina sigilosa hacia el balcón y se asoma furtivamente para evitar que la vea el hombre del jeep verde. El hombre que fuma neuróticamente y observa distraído a un hombre de gabán beige que pasa a su lado y se introduce en el edificio del frente.

Acto V:
El matemático sube seis pisos y llega a su departamento. La gota de agua que sale de una de las llaves dañadas ha inundado el caótico lugar. Su escritorio está invadido por fórmulas matemáticas inconclusas, desde el espejo lo observa la fotografía rota y remendada de una mujer. Invadido por la inundación se recoge en el sillón y pone el mismo disco atormentado de siempre. Se sienta al frente de la fotografía y recuerda la alegre tarde en que la tomó, fue en un parque y ella estaba vestida de azul. Pero también recuerda la tarde que lo abandonó, argumentando que estaba harta de la precariedad en que vivían y de su improductivo y abstracto pensamiento matemático. Desde ese día no volvió a pagar las cuentas, que se reproducían desconsideradamente, esparcidas por todo el lugar.
Ahora toma una pistolita de agua y dispara contra la fotografía.

Acto VI:
La mujer se había quedado dormida frente al televisor, el ruido impertinente de una bocina furiosa la despertó abruptamente. Sabía que era él. Cerró la puerta con llave, asustada por el estado demencial del hombre. Abajo, él mismo discutía con el conserje para que lo dejara subir. El conserje se vio obligado en llamar a la policía. Ésta llegó dispuesta a llevárselo por perturbaciones del orden público.
Aterrada, la mujer se arrinconó en su cuarto.

Acto VII:
Obsesionado por la idea de otra dimensión, el matemático tomó su cuaderno de notas, dibujó un moebius y escribió: Estoy convencido que el otro lado existe. Se asomó al balcón, sonrió, tomó aire y se lanzó. En su habitación la música siguió sonando y la gota de agua cayendo.

Acto VIII:
Cuando los policías se disponían a meter al hombre esposado a la patrulla, vieron estremecidos, un cuerpo en caída libre desde un sexto piso. Inmediatamente se produjo el tumulto público. Las fuerzas de seguridad trataron de despejar el lugar de curiosos.
La mujer baja corriendo las escaleras, mira con ojos de desprecio al hombre apresado. Luego se acerca al cuerpo sin vida y reconoce al hombre de la cajita de música. Se aleja perturbada. La patrulla pasa a su lado y el hombre del asiento trasero la mira con ojos suplicantes de perdón. Ella pasa invisible entre los curiosos, se mete en su departamento. Se aproxima a la nevera, saca una cerveza, la destapa y se asoma al balcón.


Carolina Lozada (De: Historias de mujeres y ciudades. Caracas: Casa Nacional de las letras Andrés Bello, 2007)


Ilustración: "Jacqueline sentada". P.P.

jueves, 4 de septiembre de 2008

Los pezones de Alicia



Los pezones de Alicia son como dos medallones chilenos, grandes y oscuros. Ella sabe que me matan sus pezones, por eso cuando voy a buscarla baja corriendo las escaleras con una diminuta blusa color rosa, sin sostenes que retengan esas delicias del Pacífico. Yo la veo bajar y observo cómo se mueven sus frutas marinas. La tomo entre mis brazos y trato de aferrarme lo más posible a su pecho henchido. Ella lo disfruta al principio, pero luego me pide que la suelte un poco, que le estoy cortando la respiración. Si Alicia supiera que eso es lo que quiero, ahogarle la respiración con mi abrazo y mis besos infinitos y mortales.

Salimos, es sábado y esta noche vamos a bailar en la discoteca frente al mar. Haremos el amor y yo comeré sus medallones chilenos. En la discoteca, Alicia baila y su cuerpo se vuelve liviano como la espuma, sus espeluznantes caderas tropiezan con mi miembro, su respiración jadeante me enloquece en medio del baile. Le tomo los senos y se los acaricio violentamente, hasta que se los lastimo. Ella, molesta, me aparta y sale de la pista de baile, yo la sigo con desesperación y le pido disculpas. Con mimos y palabras bonitas logro calmarla y la convenzo de ir a la orilla de la playa. Llegados hasta ese lugar, observados por los ojos acuáticos, nos besamos y arrastramos por la arena. Le desnudo los senos y sus pezones surgen como ojos que me observan desde sus pechos y logran atrapar toda mi atención, me olvido de quitarle la falda y las bragas. Sus pezones me atrapan de tal manera que no me interesa desnudarle su jadeante sexo de vellos petroleros. Sólo me interesa mirar y lamer ese par de medallones que se me ofrecen como animales mitológicos y salvajes.

Alicia comienza a incomodarse por mi desatención hacia su parte de abajo, implora llorosa por mi lengua y mi falo. Pero tanto Alicia como su parte de abajo no entienden que soy prisionero de sus pezones, que no soy más que un miserable esclavo de ese par de lunas oscuras que como imanes atraen mi mirada y mis manos. Y lo que en principio fue el placer mórbido de la mirada por ver ese par de estrellas sonrosadas sobre sus pechos galopantes, se convirtió en una fijación enfermiza que no me dejaba disfrutar el resto de su cuerpo, y pronto entendí que debía eliminarlos. Y antes de que ellos leyeran mis pensamientos, me di a la tarea de lamerlos y endulzarlos, y al hacerlo sentía cómo respiraban gozosos y al mismo tiempo percibía el calor rabioso de su despechada entrepierna, que intentaba morder mi falo ante mi indiferencia por esa zona de volcanes y maremotos.

Luego de los besos y lametazos, cuando los pezones embrujadores estaban más acaramelados, lancé mi primera estocada, un gran mordisco cuyo dolor hizo gritar a Alicia, pero como ya todo estaba previsto, le había tapado la boca. Luego vino el otro mordisco a ambas puntillas y pronto unas leves líneas de sangre como sonrisas comenzaron a surgir de sus malignos pezones. Al ver la sangre supe que tenía que acabar rápido el trabajo, así que comencé a morder atropellada e insistentemente, hasta que las finas líneas escarlatas se convirtieron en gruesos borbotones de sangre oscurecida, mientras que las mejillas de Alicia iban perdiendo color y vida y sus gritos se fueron apagando, a tal punto que al final no eran más que leves gemidos de gata moribunda. Los pezones fueron cediendo ante la insistente mordida y cayeron uno a uno en mis manos, que los recogieron y lanzaron al mar, esperando que algún día llegaran al Pacífico, de donde, seguramente, habían salido.

De repente el cuerpo de Alicia dejó de moverse y quejarse y un frío arropó toda su piel, que hasta hace minutos era fuego. Me levanté y emprendí mi camino, ya pronto amanecería y no es mi estilo andar por la calle con luz de día.


Carolina Lozada