viernes, 29 de agosto de 2008

La sonrisa de Buster Keaton


Imágenes en blanco y negro se asoman desde la pantalla del televisor. Buster Keaton corriendo y saltando obstáculos para llegar a su boda. La puerta del baño está cerrada, la ventana del cuarto sólo lo está a medias. Buster Keaton sigue corriendo dentro de la pantalla. En la habitación no hay más sonidos que el de la película muda y el minucioso roer de una cucaracha sobre un olvidado pedazo de galleta. Sobre la mesita de noche no hay fotografía pero sí un reloj despertador con una gallina picoteando cada segundo. Las gavetas de la cómoda están mal cerradas, algunos calcetines se asoman en sus puntas y talones. Buster Keaton pelea con un señor gordo y embigotado. Tocan el timbre, nadie responde. La música de la película se escapa por la puerta de la habitación. El hocico de un pequeño ratón husmea en la desordenada cocina. Un almanaque del año pasado sigue colgado en la pared. El motor de la nevera produce mucho ruido, debe ser muy viejo.

Iván Chernenko es el nombre que aparece en el recibo de energía eléctrica que el cartero deslizó por debajo de la puerta. Los platos están muy sucios, algunos tienen yema de huevo adherida a sus paredes. Huelen mal. El teléfono vuelve a repicar, nadie responde, dice el vendedor de computadoras por vía telefónica a su compañera de oficio. Cuelga, no vuelve a discar. En la pantalla Buster Keaton y la clásica escena de la locomotora.
El agua de la ducha humedece los recuerdos del viejo judío. Recuerdos que recorren distancias. El pequeño Iván quejándose del dolor en sus pies cuando huían de Rusia. Vienen los soldados, vienen las botas, viene la muerte. Camina Iván, no podemos detenernos le decía su madre, llevando en brazos a Alevna, apenas una bebé. En la ducha, Iván viejo recuerda los cabellos rubios de la madre, los caminos sembrados de abedules, la llegada a América, su oficio de periodista sin título. Alevna en la memoria, no le dio tiempo de crecer. Su padre desaparecido en la guerra. Europa alojada en su infancia.

El viento golpea la ventana semiabierta, produciendo un ruido tímido pero constante. El sonido de la ducha apenas es perceptible entre los viejos sonidos de la película. Un close up en la cara de Buster Keaton mientras corre y su corbata es echada hacia atrás. El viento mueve la foto rusa clavada en la pared. Una mujer aún joven, un hombre de ojos pequeños y grandes bigotes, dos niños de ojos claros. Iván y Nicolás.

Buster Keaton se acerca a la iglesia donde le espera una mujer enamorada. Apenas tiene tiempo de arreglar su corbata y el cabello despeinado. La ducha no cesa en el baño. La novia ansiosa abraza al novio de rostro descafeinado.

Hace meses el médico le dijo que su corazón estaba delicado. El viejo sonrió con una mueca triste y salió del consultorio. El sacerdote bendice a los novios. El corazón de Iván se detiene bajo la lluvia de la ducha. Buster Keaton sonríe para la fotografía de la boda con su mueca torcida. El adornado letrero anuncia: The End.

La azotea



La azotea no es un lugar, es un recuerdo alojado en la memoria. Son los trapos limpios y nuestras madres colgándolos para que sequen. Es el viento empujándolos, dándoles cuerpos de fantasmas. Son los trastos viejos, arrumados, empobrecidos. Radios am, sillas rotas, el televisor descompuesto que algún tío intentó reparar y luego arrinconó en el olvido. La azotea es el lugar de los aquelarres, de los escondites, zona de masturbación y amores adolescentes. Las historietas eróticas y las novelas rosas escondidas entre las cabillas y bloques de construcción, lejos de las miradas inquisidoras.

La azotea son nuestras incipientes tetitas asomadas con vergüenza ante los planos pechos de los muchachos. Es la sorpresa de nuestra primera regla apareciendo entre los juegos con varones. Lugar común de palomas y antenas televisivas, el espacio metafísico para observar el mar y ser cobijada por el vuelo de aves extranjeras. Pobre terreno del olvido. La azotea es el lugar en el que me siento a esperar horizontes y a escribir sobre extranjeros sin patria, mujeres hermosas y tristes, senos en formas de magnolias, Alicias cruzando mediodías, Eva esperando trenes de olvido. En la azotea leo a Natalia y cierro los ojos de Nina. Lugar en el que me siento a escuchar los sonidos de viejas películas mudas, aprender los guiones de Ingrid Bergman y recordar los amantes que estuvieron entre mis piernas. Azotea para rememorar, llorar, escribir y colgar las historias en los tendederos de ropa y ver como se van destiñendo por los corrosivos efectos del sol y del tiempo.